Música
El concierto Europa
El mundo digital es una maravilla para quien posee conocimientos y un infierno para quien le confía su ignorancia. Nada puede sustituir la emoción de una orquesta en vivo
1 septiembre, 2020 00:00“Y se abrió un pequeño mundo inagotable”, así describía el Tagesspiegel el concierto Europa que la Filarmónica de Berlín, como viene haciendo desde 1991, celebró el primer día de mayo. La tradición se originó para conmemorar el nacimiento de la orquesta en 1882 así como para ensalzar el nuevo orden europeo que empezó a gestarse tras la caída del Muro. Desde entonces, la Filarmónica ha tocado cada primero de mayo en diversos rincones del Viejo Continente y de Gran Bretaña, desde el Palazzo Vecchio de Florencia hasta el teatro Sheldonian de Oxford o en El Escorial.
En 2021 está previsto que el concierto se haga en la Sagrada Familia de Barcelona. Aunque este año tuvo que suspender su viaje a Tel Aviv, la orquesta, a despecho de la crisis, quiso mantener su cita anual, tocando en su sede, el maravilloso edificio de Hans Scharoun, pero sin público, reducida por cuestiones higiénicas a tamaño de cámara y en directo a través de su página web; la mejor, en lo que a oferta musical se refiere, del espectro digital. En el programa hubo piezas de Arvo Pärt, Ligeti, Barber y Mahler. Escuchar en aquella sala vacía el célebre Adagio para cuerdas de Barber daba escalofríos, sobre todo teniendo en cuenta la significación fúnebre que se ha venido asociando a la partitura y cuya transcendencia se ha renovado a lo largo de estos meses.
Siguiendo el concierto, uno pensaba también en la extraña y persistente continuidad de la música. Desde su fundación, la Filarmónica de Berlín ha tocado bajo diversos regímenes, atravesando totalitarismos, guerras, muros y reunificaciones, siempre con la máxima exigencia. “¿Por qué la gran música no puede decir no ante la barbarie?”, clamaba George Steiner en una conferencia en Amsterdam en 2010. Robert Musil le había contestado muchos años antes: “La música sólo sabe decir sí”. Hay una vieja grabación cinematográfica en la que un jovencísimo Sergiu Celibidache dirige a la Filarmónica de Berlín en 1950, con los músicos tocando entre las ruinas de la vieja Philarmonie. A pesar de la destrucción, la obertura Egmont de Beethoven suena con la afirmación atronadora de siempre, mientras la cámara registra sillares, restos de columnas y el cielo apareciendo entre las nubes. La misma intensidad se percibía cuando Kirill Petrenko, actual titular de la orquesta, dirigía aquel día el concierto Europa en circunstancias difíciles y excepcionales.
En su alocución inicial, justo antes del concierto, el presidente de la República Federal de Alemania, Frank Walter Steinmeier, hizo una serie de reflexiones de especial relevancia. Tras lamentar la ausencia de público y expresar el deseo de que la sala volviera a llenarse pronto con los habituales carraspeos de la gente, Steinmeier se refirió a la riqueza cultural de Europa, recordando que los europeos, más allá de las diferencias lingüísticas y de la idiosincrasia de cada país, tenemos en la extraordinaria tradición musical de nuestro continente no sólo un patrimonio sino también un lenguaje común.
“Europa”, dijo Steinmeier, “es la casa de todos y nada como la música puede expresar esta inconfundible lengua propia de los europeos. Esta dádiva es sin embargo hoy también una tarea. Tenemos el deber de ayudarnos los unos a los otros y vamos a hacerlo”. El presidente vinculó luego su agradecimiento a la Filarmónica de Berlín con el recuerdo de todos los artistas autónomos que están sufriendo la crisis y cerró su discurso subrayando que “el arte y la cultura no son cosas marginales y prescindibles. A lo largo de estos días hemos podido comprobar que el arte y la cultura, son, en un sentido literal, alimento (Lebensmittel)”.
Más allá de la retórica ejemplaridad del discurso, admira que Steinmeier quisiera reivindicar, frente al embate de la pandemia, la tradición cultural de Europa, pero no como algo ornamental y ocioso sino como una manera de abordar la tarea común que nos espera, concediendo a las disciplinas del espíritu el mismo rango del que gozan las restantes actividades de nuestra sociedad. El gesto es mucho más importante de lo que pueda parecer, sobre todo si nos atenemos a la nula consideración que la cultura está recibiendo en España por parte de nuestros políticos. A la catatónica desidia del ministro de Cultura se le suma el incomprensible entusiasmo que el señor Castells, el ministro de Universidades, nada menos, mostró durante el encierro por el advenimiento de una sociedad digital, celebrando incluso las ventajas del cibersexo, lo último que faltaba por oír. Qué se puede esperar, por otra parte, de un Gobierno que ha presentado una nueva ley de educación en la que de un modo ostensible e impúdico se desprecian los conocimientos “memorísticos” y “enciclopédicos” en favor de un siniestro “enfoque competencial”.
Ahora que nos enfrentamos a un inicio de curso muy complicado e impredecible, con la educación de toda una generación en juego, convendría to go back to basics. De la misma manera que el cibersexo no engendra niños, tampoco la educación virtual crea verdadero conocimiento sino que a lo sumo se limita a traficar con información. No hay nada que pueda sustituir la experiencia de la palabra viva, el privilegio de la relación que se establece entre profesor y alumno. Cuando Dante homenajeaba a su maestro Brunetto Latini diciéndole “ad ora ad ora m’insegnavate com l’uom s’eterna” (“hora tras hora me enseñabas cómo el hombre se hace eterno”) estaba describiendo una vivencia que, desde el principio de los tiempos y más allá de las múltiples innovaciones tecnológicas, ha mantenido con vida el conocimiento, transmitiéndolo de viva voz. “¿Dónde está la vida que perdimos viviendo?”, se preguntaba T. S. Eliot en una época mucho más oscura que la nuestra, “¿dónde la sabiduría perdida en el conocimiento? ¿dónde está el conocimiento que hemos perdido en la información?”.
El mundo digital es una maravilla para quien posee conocimientos y un infierno para el que le confía su ignorancia. Celibidache decía que las grabaciones musicales son la fotografía de algo que no se puede fotografiar. Y hay ahí una verdad muy poderosa que hemos olvidado. Es sin duda un privilegio poder escuchar a la Filarmónica de Berlín tocando a través de su página web, pero sólo quien ha experimentado el sonido vivo es capaz de conmoverse ante el recuerdo que constituye una grabación, que no es sino el testimonio de algo desaparecido. Como decía Juan Benet, todas la fotografías están tomadas por la muerte. Y la emoción que transmite una imagen quieta es precisamente la del movimiento precioso de la vida. Frente a la claudicación general que parece observarse en nuestro país, cada vez más hincado de rodillas ante a este espectáculo de deshumanización, las palabras de Frank Walter Steinmeier no son en absoluto triviales y anecdóticas sino que honran lo que debería ser el cometido esencial de la política a la vez que definen uno de los pilares sobre los que debería sostenerse la Unión Europea.