Música
Melancolía de la capacidad
En España damos poca importancia a la música clásica, ese arte presente en la música de Bruckner, Beethoven o Bach, donde la perfección sustituye a las turbulencias humanas
12 julio, 2018 00:00“El otro día, escuchando la novena de Bruckner, con esa profundidad de sonido y esa increíble variedad de texturas, pensé que no se podía llegar más alto, que la música, a ese nivel, era el mayor logro artístico del hombre”. Quien así hablaba era un amigo mío que sólo muy recientemente se ha aficionado a la música clásica, gracias al simple contagio de unos cuantos amigos melómanos por los que se ha dejado influir. Cuando le escuché esas palabras sobre la última sinfonía de Bruckner, hace unas semanas, pensé que ya no había vuelta atrás, que a sus cuarenta años, Álex se había dejado atravesar por la música, reconociendo un ámbito de trascendencia del que ya nunca podrá salir.
Con Luis Gago, el crítico musical, a su paso por Barcelona, donde dio hace unos meses una brillante conferencia sobre la novena de Beethoven, comentábamos la poca importancia que se le suele dar a la música en España, incluso entre los intelectuales, muchos de los cuales se enorgullecen de ser sordos, cuando seguramente se avergonzarían un poco más si tuvieran que admitir que son ciegos para la pintura o insensibles a determinadas experiencias literarias, aunque no deje de encontrarme escritores que confiesan sin rubor que no entienden la poesía, seguramente también por problemas de oído. Nunca sé qué decirles.
Estatua en honor de Bruckner en el Denkmal Stadtpark de Viena
Le contaba a Luis Gago, después de su conferencia, que recientemente había estado en Berlín –la última ciudad del siglo XX–, para asistir a un festival dedicado al Spätstil o estilo tardío, esa categoría estética acuñada por Adorno y explorada luego por muchos otros estudiosos, entre ellos por Edward Said en su último e inconcluso ensayo, Sobre el estilo tardío (Debate, 2003). El festival tuvo lugar en la maravillosa Pierre Boulez Saal, la sala con forma elíptica encargada por Daniel Barenboim a Frank Gehry y al experto en acústica Yasuhisa Toyota como auditorio de la Academia Barenboim-Said. La sala se inauguró hace poco más de un año y ya es uno de los espacios más serios y arriesgados de la programación europea. Su leyenda, elegida por Barenboim, resume perfectamente su propósito: “Musik für das denkende Ohr”, música para el oído que piensa.
En el festival al que asistí (en compañía, por cierto, del amigo recientemente converso y de otro ya veterano), se programaron obras de Beethoven –sus últimos cuartetos–, de Richard Strauss –las estremecedoras cuatro últimas canciones– y de Bach –su misteriosa Ofrenda musical. Las interpretaciones se alternaban con estupendas conferencias de expertos en la materia. Desde que Adorno se atrevió a formular el concepto, para hablar del último Beethoven, el estilo tardío ha sido uno de los espectros hermenéuticos más conjurados en la mente crítica del siglo XX. En la idea parece cumplirse el verso de T.S. Eliot que dice “old men ought to be explorers”, “los viejos deberían ser exploradores”.
¿Qué ocurre en la mente creativa cuando el artista está a punto de irse y el mundo resplandece con una luz nueva? ¿Qué relación establece el artista con su arte cuando se ha trascendido toda necesidad? La novena de Bruckner que tanto había impresionado a mi amigo es un ejemplo radical de estilo tardío, puesto que el compositor la dejó inacabada cuando murió, con tan sólo tres movimientos íntegros, de tal manera que cuando en el adagio oímos el acorde final que tocan al unísono las trompas, el silencio que sigue es el de la muerte y el de lo incompleto e incapaz, el signo indeleble de todo arte romántico, es decir, moderno.
Al mencionarle lo del estilo tardío, Luis Gago recordó un ensayo de Paul Hindemith, el compositor alemán, que él mismo había traducido y prologado en una edición no venal. Me dijo que era extraordinario y que trataba precisamente sobre el estilo tardío de Johann Sebastian Bach, algo que me llenó de curiosidad. Luis me envió el libro al cabo de unos días y lo leí de una sentada, al final casi sin aliento. Johann Sebastian Bach. Una herencia obligatoria (Ein verpflichtendes Erbe, en el original) es una conferencia que Hindemith dio en 1950 para conmemorar el segundo centenario de la muerte del compositor. La excelente traducción de Luis, con su muy inteligente prólogo, fue publicada en 2006 por Caja Madrid –como obsequio para los abonados de una serie de conciertos– y algún editor debería apresurase a recuperarla.
Johann Sebastian Bach
Hindemith empieza hablando de la necesidad de volver a insuflar vida al legado de Bach, prescindiendo de tópicos y sacralizaciones vacuas. De ahí ese verpflichtendes aplicado a su herencia, obligatoria en el sentido de vinculante, por la responsabilidad que impone a quienes le han seguido. Y luego se concentra en sus últimos diez años, entre 1740 y 1750, cuando de pronto su frenética producción compositiva decae y se tiñe de una súbita y extraña melancolía. Hasta ese momento había compuesto las dos Pasiones, unas ciento setenta cantatas sacras, el Magnificat, toda su música de cámara y orquestal, tres entregas del Clavierübung, la primera mitad de El clave bien temperado, todos los motetes, la mayoría de las cantatas profanas y buena parte de su obra para órgano. ¿Qué ocurrió para que Bach, a los cincuenta y cinco años, la misma edad que tenía Hindemith cuando se hacía esta pregunta, pareciera de pronto cansado y triste? En ese último periodo compuso pocas y significativas obras, como las Variaciones Goldberg, la Ofrenda musical y El arte de la fuga, casi un compendio de todo el arte musical. La respuesta de Hindemith estará ya para siempre asociada a mi escucha de esas obras.
En 1740, Bach, según Hindemith, ha llegado a los niveles más altos, técnica y espiritualmente, de los que es capaz un hombre y ya no puede hacer más. ¿Qué está ocurriendo? Dándole la vuelta a una expresión que Nietzsche aplicó severamente a Brahms, la de Melancholie des Unvermögens (melancolía de la incapacidad), Hindemith dice que a Bach le embargó de pronto una Melancholie des Vermögens, una melancolía de la capacidad.
Liberado de todas las obligaciones y eventualidades que comprometían su obra, Bach se queda a solas con su música, convertida ahora en especulación, en pensamiento puro: “Sólo le queda una posibilidad, aplicar los medios que está acostumbrado a utilizar para expandir un poco, para embellecer un poco, el paraje humilde, angosto y escarpado que ha conquistado en lo alto de la montaña. Con ello su arte se eleva y su poder deviene en reconocimiento visionario.”
Partitura de las Variaciones Goldberg de Johann Sebastian Bach
Como Próspero al final de La tempestad, la obra en la que Shakespeare cifró todo su arte, Bach se despide con una visión suprema de perfección en la que ya no hay ninguna turbulencia humana y que constituye, para todos los que han venido después, a la vez un símbolo inalcanzable y un referente ineludible, un faro, en palabras de Hindemith, en el que el sonido es ya sólo un recipiente que alberga una intención nueva: hacernos mejores. Como Velázquez antes que Goya o John Donne antes que Wordsworth, Bach contempla desde su cima el paisaje en ruinas que viene después y en el que todavía vivimos nosotros.
Si bien una parte de los artistas modernos se instalan resignadamente en esa tierra quemada, hay otros, como el propio Hindemith, que intentan, una y otra vez, volver a abrazar aquella plenitud. Fue el caso también de Bruckner, sobre todo en sus dos últimas sinfonías. Eso fue lo que oyó, diría, mi amigo Álex en la novena, esa Nostalgie des Vermögens, podríamos decir, esa nostalgia de la capacidad en cuyo último y mudo movimiento seguimos juntos escuchando.