Leonard Cohen, el último baile
El disco póstumo del músico y poeta canadiense, ‘Thanks for the dance’, recoge las constantes de una vasta obra cultural volcada en el poderoso influjo de las palabras
21 diciembre, 2019 00:05Algunos, en momentos de debilidad o zozobra, recurren a las antiguas recetas de los libros considerados sagrados. Repiten las oraciones de la Biblia. Entonan los mantras de la meditación trascendental en busca de la paz interior o buscan refugio en los versículos del Corán. Nosotros, pobres agnósticos, llevamos años recurriendo al Cohen nuestro de cada día, al escritor canadiense que se convirtió en cantante folk, al monje budista y licencioso, al fauno tranquilo, un superhéroe vulnerable capaz de escribir algunas de las mejores canciones de la historia a ritmo de la tortuga de Aquiles.
En su cancionero podemos encontrar la totalidad de la experiencia de la vida adulta. Un barco en una botella de alcohol puro. Apenas cuatro acordes. Unos cientos de versos. La verdad desnuda de la existencia y el amor susurrada sin paliativos. Cada una de sus canciones, cajas de música difíciles de parar, es una suerte de reliquia profana, sacra y sensual a la vez, que hunde sus raíces en las tradiciones que conforman el universo del autor (el judaísmo, la tradición trovadoresca europea, el folk americano, la poesía de Lorca) y que tiende sus ramas hacia lo heterodoxo, invulnerables a la taxidermia, incapaces de soportar una etiqueta que las embalsame.
Breves ensayos de menos de cinco minutos, a veces algo más, que escuchamos primero sin entender, embrujados con el hechizo de la calidez de un voz que parecía estar ofreciéndonos su propia víscera. Así, poco a poco, a golpe de cursos de inglés, del diccionario Collins y de Alberto Manzano –su fiel traductor al castellano– supimos que la libertad era un pájaro en un cable, un gusano en un anzuelo, un coro de borrachos que canta en mitad de la noche. Que nos condenarían a veinte años de hastío por intentar cambiar el sistema desde dentro. Y que aunque Janis Joplin prefería a los hombres atractivos, con nosotros hacía una excepción. Que hay una herida en todas las cosas por donde entra la luz. Que primero conquistaríamos Manhattan y luego Berlín. Que nos dolerían los lugares donde solíamos jugar. Canciones que arañan y escarban en las entrañas, explotando hasta encender una luz en nuestro interior.
Es famosa la conversación que Leonard Cohen y Bob Dylan mantuvieron después de un concierto. Explicaba Cohen que Dylan se interesó por el tiempo que había tardado en escribir Hallelujah. El canadiense, cauto, respondió que le había llevado dos años. Dylan le respondió que eso era mucho. Cohen pensó que había hecho bien en mentirle: había tardado más de cuatro. Cuando Leonard le preguntó a Dylan cuánto había tardado él en escribir Like a Rolling Stone, éste, sonriendo, le dijo que diez minutos. Lo único malo del fallo del jurado del Nobel de Literatura fue que descubrimos que nunca se lo darían a Cohen. Tal vez el más claro ejemplo de la unión de literatura y canción.
Así, en cámara lenta, con sufrimiento, igual que en un parto difícil, sopesando cada pausa, cada palabra, escribió Cohen su obra: poemas, novelas, canciones. Solo hay algo más doloroso que escribir: no hacerlo. Como Borges, Cohen no termina nunca las canciones. Más bien las graba para librarse de ellas y dejar de corregirlas. Aunque tampoco, porque luego vuelve a grabarlas con otros arreglos e inflexiones. El extraño movimiento de liberar una pieza breve destinada a vivir veinte o cuarenta años.
En la isla griega de Hydra, junto a la famosa Marianne, en la habitación de ambiente monástico, muy moreno, Cohen se da cuenta de que con las novelas y los poemas no va a ganarse la vida y decide emprender una carrera musical. Elige una tradición mediterránea, zíngara, extraña para un músico anglosajón. Puede resultar paradójica la forma elegida por el escritor canadiense para expresar sus reflexiones y sensaciones. El género lírico de la canción está pensado para el consumo inmediato. Para el presente continuo. Verba volant. Y sin embargo, las suyas, cantadas recitadas como si fueran letanías, acompañadas por simples acordes, parecen estar destinadas a perdurar años.
Empezó a tocar profesionalmente tarde, cuando ya había publicado cuatro libros. Sus canciones poseen la extraña cualidad de no caducar. Puede uno escucharlas en bucle durante toda la vida. Leerlas y releerlas. Resisten a la erosión que padecen las palabras cuando su uso diario las desgasta hasta convertirlas en tópicos. En tierra, en polvo, en nada. En ocasiones, uno quisiera quedarse dentro de esas canciones, aunque sea imposible hacerlo para siempre, porque son un refugio, como una cabaña en el desierto o una tienda de campaña en mitad del huracán de la existencia.
En sus largos conciertos –incluidos los de su última gira–, cuando el público pensaba que el genio ya había dado todo lo que llevaba, después de tres horas de concierto, con las luces encendidas, el chico de la voz de oro aparecía de nuevo, sin chaqueta, dando saltitos como un sátiro disciplinado y comenzaba otra tanda de himnos íntimos. Cohen se suma ahora al distinguido grupo de artistas con capacidad para seguir creando desde la ultratumba. La estrella muerta emite una luz vivísima que, tras él, expanden Nick Cave, Rufus Wainright, Antony, R.E.M, Suzanne Vega o Arcade Fire.
Su disco póstumo Thanks for the dance, fue esbozado –más bien susurrado– durante los últimos días de su “casi vida”. En sesiones de trabajo vespertinas, sentado en un sillón ortopédico y dándole al cannabis para aliviar los dolores. El resultado es una carta postrera, una caja del tiempo. Buenas canciones que glosan la totalidad de su obra con un trazo ligero y perfecto, como el de esos pintores de las fábulas japonesas que se pasan toda la vida entrenándose para dibujar un cangrejo perfecto en veinte segundos y con un único trazo. Sabiéndose mortal, Leonard supo que no podría completarlo y le pidió a su hijo Adam que lo hiciera por él. su producción es respetuosa y acertada. Junto a músicos de su generación con los de su padre. En la selección aparecen la cantautora Feist, Damian Rice, el laudista Javier Mas, Silvia Pérez Cruz, Daniel Lanois y Jennifer Warnes. De fondo, el espíritu de Cohen acompaña a los músicos en este último bis.
Los temas, mitad poemas, mitad canciones, nos recuerdan la dedicatoria del Persiles de Cervantes. Rafael Sánchez Ferlosio escribió que, leyéndolo, no se puede evitar que las lágrimas inunden los ojos: “Puesto ya el pie en el estribo,/ con las ansias de la muerte,/ gran señor, ésta te escribo/. Ayer me dieron la extremaunción y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan y, con todo esto, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir (…) ¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos! Que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida”.
El inquilino de la última planta de la torre de la canción nos habló de las miserias y de las derrotas. También de las victorias. De los bellos perdedores. En una de sus últimas entrevistas afirmó que estaba intentando dejar de fumar: “Hace poco dije que estaba preparado para morir. Estaba exagerando. Uno tiende a dramatizar la situación. La verdad es que tengo la intención de vivir para siempre”. Tenía razón.