Martínez Sarrión, el primer novísimo
El escritor, incluido en la célebre antología de Castellet, escribió poemarios corrosivos llenos de surrealismo, versos coloquiales y memorias donde practica la crítica social
7 octubre, 2021 00:00Los poetas son seres solitarios que, siempre aquejados de paradoja y desmesura, aspiran al mayor número de lectores posible. Por lo general, cada uno vivaquea en su apartado campamento de una única tienda, pero editoriales, estudiosos y todo lo que es literatura (a menudo lo contrario de la poesía) prefieren reunir a los poetas en grupos, generaciones, escuelas y rebaños, acaso para pastorearlos y hacer bueno el refrán de unos llevan la fama y otros cardan la lana. La poesía española de la segunda mitad de los años sesenta del siglo XX tuvo voces muy distintas, y repartidas por todo el país, pero una antología muy parcial convirtió en hegemónica una tendencia, en torno de un puñado de voces jóvenes, la mayoría nacida o residente en Barcelona.
De los incluidos en Nueve novísimos poetas españoles (José María Castellet, 1970), Antonio Martínez Sarrión era de los más singulares, aunque solo fuera por ser de Albacete, cosa que chocó sobremanera a Gil de Biedma. Como las navajas de su tierra demostró ser cortante, y de una poesía como toda aquella, preocupada por el lenguaje, lo irracional, lo pop, pasó en años posteriores a otra más vitriólica y seca, “de tono cuaresmal”, sin lujos ni vuelo de metáforas, según su definición. Martínez Sarrión era, ganando por cuatro meses a Manuel Vázquez Montalbán, también el mayor en edad de los novísimos (de los tres de partida de nacimiento más lejana en el tiempo solo queda vivo uno con el que acabó enfrentado por razones vitales y políticas: José María Álvarez).
No fue sin embargo el primero en publicar, precedido en ello por Pere Gimferrer, que se adelantó a todos. Quizá por esa posición de gozne, de limes generacional, en más de un punto recuerde al Ángel González más cáustico. Mucho se ha escrito de la capacidad para sorprender de los títulos de Martínez Sarrión. Sus libros de poemas ostentan algunos tan llamativos como Pautas para conjurados, Una tromba mortal para los balleneros u Horizonte desde la rada, reeditados en El centro inaccesible (Poesía 1967-1980) con estudio preliminar de Jenaro Talens y ampliamente recogidos, con la obra siguiente, en una muy buena antología, Última fe, de la colección Cátedra Letras Hispánicas a cargo de Ángel L. Prieto de Paula. Incluía esta toda su poesía salvo los últimos libros, ambos publicados en Tusquets: Poeta en diwan (2004) y Farol de Saturno (2011). No en vano una cita de Quevedo era la punta de esa navaja. Predominaba aquí la burla corrosiva, una tendencia a lo epigramático, ejercicios de tábano persistentemente zumbón, siempre aguijoneando.
Y siempre, igualmente, en él la memoria. Hay referencias en la poesía de Martínez Sarrión a los años cuarenta y sus penurias de todo tipo. Son los años de su infancia, cuando destacaba el grupo postista, y hay efectivamente algo de Gabino-Alejandro Carriedo y Carlos Edmundo de Ory en esos poemas primeros suyos escritos veinte años después (llegó incluso a publicar un “Homenaje al Postismo” en su libro Una tombra...). No pocos elementos próximos al surrealismo (también dedicó un poema Breton) mezclados con un realismo exasperante, la ruptura de la frase, la irrupción del lenguaje coloquial (“con aquellos ojazos virgen santa”), la falta de puntuación y de mayúsculas, caracteriza su primera etapa, que no obstante mantiene la convención de la métrica, brida que hace que, aunque el caballo relinche, no se desboque.
También fijó, pero sin brillantina y más bien señalando su caspa, el mundo de los años cincuenta y sesenta, en una encrucijada muy fértil de lo carpetovetónico impuesto y lo cosmopolita deseado. Son poemas en los que aparece “el cine de los sábados” (fue un gran cinéfilo siempre), esa fuga de la cárcel cotidiana: “amor de mis quince años marilyn / ríos de la memoria tan amargos / luego la cena desabrida y fría / y los ojos ardiendo como faros”. La crítica social fue una constante en la obra de este poeta respondón, pero siempre supeditada a (o mejor dicho, realzada por) el goce estético de la innegociable eufonía pese a lo híspido, lo áspero, el esputo: “con los trajes de muerto de las fiestas”.
Como en los poetas que no incurren en el patetismo, sus contados roces con el tema amoroso ganan por lo insólito y aquilatado. Es lo que sucede con el excelente “Riquezas”, que tiene un pie en Safo y el otro en fray Luis de León. Es breve, pero para no abusar reproducimos solo las dos primeras estrofas: “Unos tienen sus huertos oreados, / sus panales, sus eras y sus viñas, / mas no conocen las fases del mosto. / Yo no te tengo más que a ti. // Otros tienen sus flotas y arsenales / y capean temporales en la Bolsa / durmiendo entre unos brazos mercenarios. / Yo no te tengo más que a ti”.
No solo fue un excelente poeta. También publicó sobresalientes diarios y libros de memorias en una trilogía compuesta por Infancia y corrupciones (con brillante prólogo de Carmen Martín Gaite, un tránsito de la niñez a la terminación del bachillerato y el examen de reválida), Una juventud (que cubre sus estudios de Derecho en Murcia en tiempos de estrechez de horizontes) y Jazz y días de lluvia (donde el protagonista y narrador ya entra de verdad en harina literaria, al menos en los retratos que hace de algunos escritores de la generación precedente o de la suya propia).
Por si fuera poco, fue además autor de valiosas traducciones de poetas franceses: Baudelaire, Valéry, Genet, Leiris, Musset, Hugo, Chamfort, Rimbaud, Jaccottet, Huysmans, en las que, como poeta, cuidó el ritmo, idioma del que si alguien es analfabeto podrá traducir líneas, que no versos. Obtuvo el Premio Stendhal de traducción en 1990 por Lo que dice la boca de sombra y otros poemas, de Victor Hugo. Su traducción de Las flores del mal seguramente sea la más reeditada y leída. Para conseguir todo esto fue preciso el dominio formal de la prosodia y el léxico (el suyo era muy amplio, sin alardes de bisutería o la brillantez buscada que él veía en Góngora, Lorca o García Baena en un poema). Pero también una sintonía especial con el traducido. Habrá quien vierta con las mismas palabras un verso, pero pocos como él podían imprecar como lo hacía el parisino “¡hipócrita lector –mi prójimo– mi hermano!”.