Javier Salvago / @JMSANCHEZPHOTO

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Poesía

Javier Salvago, poesía reincidente

El escritor y guionista, galardonado con los premios Luis Cernuda, Rey Juan Carlos y de la Crítica, publica sus versos completos: claros, prosaicos y autorreferenciales

14 mayo, 2020 00:10

“Los escritores humoristas tienen, sobre los exclusivamente serios y los totalmente alegres, una superioridad de miras incontestable (…) El culteranismo es muy fácil; lo difícil es escribir con naturalidad”. La afirmación, sin lugar a dudas brillante, pertenece a un escritor sin excesiva fortuna crítica –el asturiano Ramón de Campoamor– que en 1883 publica la primera versión de su Poética como prefacio de Los pequeños poemas (English y Gras Editores). En ella, asombrosamente, enuncia el camino que desde entonces, con oscilaciones y algún paréntesis sostenido, ha transitado la poesía española contemporánea

Parece increíble y, sin embargo, es cierto: tuvo que ser un poeta decimonónico y crepuscular, al que algunos han llegado a calificar como pésimo versificador, quien adelantara por su izquierda al infame galeón de exquisitos poetastros que –benditos ingenuos– creían que la verdadera esencia de la poesía está en la retórica, las formas dislocadas, la gestualidad excesiva y la ansiedad gritada. Frente a ellos, en solitario, Campoamor proclama la vigencia de un lenguaje poético próximo a la prosa –salvo por el requisito ineludible del ritmo– y en el que la inteligencia y la intuición son más útiles que la métrica y hablan a través de la ironía, ese don tan escaso que consiste en reírse de uno mismo al tiempo que se canta. 

Lo que proponía el escritor asturiano, y sólo entendieron epígonos muy posteriores como Cernuda, el rebelde del 27, era una poesía antirretórica, accesible y alejada de las imposturas y de las fórmulas enquistadas que, hasta entonces, habían condicionado el arte de crear versos en español. El sendero que inauguraba Campoamor, al que podemos considerar padre del prosaísmo poético en castellano, sería hollado con los años por insignes viajeros como Juan Ramón Jiménez, los dos Machados, Cernuda o Gil de Biedma, coloso de un nuevo universo de poetas sin jerarquías que, en lugar de entrar en el Parnaso por la puerta principal, habían decidido gatear hasta una entrada lateral, tomándolo por asalto. 

El ensayista Gil de Biedma

El poeta catalán Jaime Gil de Biedma

Su filosofía era simple: bajar la poesía de los atrios, devolviéndola a las aceras. En esta pretensión, más que un compromiso político, lo que latía era la convicción de que una lírica que fuera hermética para el hombre común sencillamente no merecía la pena. La trascendencia, si acontecía, no respondía a la voluntad del creador. Dependía de la emoción entre autor y lector. El nuevo lenguaje poético prescindía de las alfombras persas, los oropeles orientales y las academias rigoristas. Nacía desde la tierra yerma. Del territorio en el que surge la reverberación personal del poeta, expresada con imágenes tangibles, concretas, terrestres. Una poesía de la contención y de la autenticidad, en definitiva. 

“La retórica antigua, excepto en lo que tiene de fundamental, aplicada al arte moderno, es una vieja remilgada y presumida que siempre me ha dado frío. Por suerte de las letras, el estilo no es cuestión de tropos, sino de fluido eléctrico”, escribirá Campoamor, enemigo del gongorismo sin ingenio. En efecto, la sencillez nada tiene que ver con la vulgaridad. Es mucho más difícil escribir poesía –que no es exactamente lo mismo que componer versos– con la sinceridad y la verdad que con los instrumentos que usualmente entendemos como poéticos, tan manoseados por tantos para –por decirlo a la manera cervantina– hinchar un perro

Javier Salvago / @JMSANCHEZPHOTO

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A esta estirpe se acoge Javier Salvago (Paradas, 1959), escritor –maldito– y guionista –de éxito– en la radio y la televisión, cuya excelente carrera literaria, merecedora de premios como el Luis Cernuda, el Rey Juan Carlos o el Nacional de la Crítica, ha tenido bastante de guadianesca –ese río que se esconde para volver a renacer– pero, a cambio, ha conseguido mantenerse fiel a sus orígenes y a la filosofía de decir lo debido como debe ser dicho. Sin más. Sin menos. La editorial Renacimiento, ejemplar en su sostenida apuesta por la poesía en español, acaba de publicar su obra poética completa, Variaciones y reincidencias (2019), que se extiende desde 1978 a 2018. Cuatro décadas de versos claros y sobrios. Muchos, perfectos.

Salvago, del que se cuenta que Gil de Biedma llegó a decir en privado que sería uno de los pocos de las generaciones posteriores a la suya que sobreviviría al paso del tiempo, que selecciona lo esencial y destruye lo contingente sin piedad, es un poeta especialmente dotado para esculpir con palabras desnudas las grandes experiencias de la vida corriente. 

Javier Salvago, El Purgatorio

La suya está (oculta) en sus versos y puesta al sol del Mediodía en dos libros confesionalesMemorias de un antihéroe y El Purgatorio, ambos publicados por Renacimiento– donde narra no sólo una trayectoria personal regida por el desengaño, el desamparo y los juegos del azar, sino que reconstruye toda una época. En concreto, la Sevilla del tardofranquismo, poblada por los primeros hippies, las utopías generacionales y los sueños psicotrópicos, esa ciudad asilvestrada y surrealista donde nacieron grupos de música tan vanguardistas como Smash, y también el espacio sentimental en el que cuajó la camada política que en 1982 alcanzaría el poder supremo para conducirnos a la posterior España del pelotazo, en la que los jóvenes idealistas de entonces –usamos aquí la manera de decir de Neruda– ya no eran los mismos. Un viaje desde la orgía del hedonismo al desencanto.

Entonces Salvago, como cuenta en el segundo tomo de sus memorias, trabajaba como guionista de radio y televisión, casi siempre con Jesús Quintero, el Loco de la Colina, cuyo personaje debe buena parte de su popularidad a la capacidad del poeta sevillano para crear los parlamentos y soliloquios que el locutor onubense ha declamado durante treinta años ante el micrófono, casi siempre con un fondo de la música de Pink Floyd. Aunque escribía en prosa para un personaje ficticio, Salvago obtenía su escepticismo de sus vivencias. 

Existe, sin embargo, un Salvago anterior, que es el personaje de esa bildungsroman que es Memorias de un antihéroe, una fábula (verdadera) sobre un tiempo perdido: “Pertenezco a una generación que no hizo la guerra ni la sufrió directamente. Cuando yo nací, la posguerra empezaba a suavizarse, aunque seguía siendo muy dura. Mi generación –la de la leche en polvo y el queso americano– vivió todos los cambios que vinieron después en primera línea, pero quizás como segundones, como hermanos menores. Los mayores eran los que habían nacido una década antes, en los cuarenta, gente como Felipe González, que con el tiempo llegarían al poder y que en aquellos años oscuros ya movían los hilos de la clandestinidad. Ellos eran los progres, los que intentaban cambiar el mundo con la política. Nosotros nos conformábamos con ser hippies e intentar cambiar el nuestro a través de cosas mundanas como las costumbres, las modas, la música, la manera de pensar. La mayoría de ellos llegaron a su destino. La mayoría de nosotros nos quedamos en las cunetas, destruidos por el alcohol, las drogas y los sueños ilusos. Mucho se ha escrito y se ha hablado de la generación de nuestros hermanos mayores. Muy poco de la nuestra, tal vez porque no aspiramos nunca a todas estas cosas que hacen importante a la gente: el poder, la fama, el dinero. Nosotros –antihéroes, al fin– siempre tuvimos más pájaros (volando) en la cabeza”. 

Javier Salvago, Memorias de un antihéroe

Salvago ha escrito, tanto en prosa como en verso, a partir de una sostenida sensación de hastío y decepción genética. Su poesía es la traslación artística de su vida. De ahí que convenga explorar sus dos libros confesionales en paralelo a sus poemarios, donde lo real se transforma en sentencias, dichos, haikús y elipsis. Su universo lírico es una elegía ante el paso del tiempo, pero corregida con una ironía finísima y un sentido del humor proverbial. La combinación de ambos ingredientes vinculan su literatura con esa vieja elegancia clásica que está en Bécquer, en Juan Ramón Jiménez o en Manuel Machado. Sobriedad más sentido. Austeridad, coloquialismo, depuración, cercanía y humanidad. Es emocional sin lágrimas, agria sin tormento excesivo, escéptica y cierta. 

Sus Variaciones y reincidencias congregan himnos al pesimismo –que en el fondo es otra forma de realismo– donde se oye la lluvia, el sol sale y se oculta, la infancia no se idealiza, la vida es una cosa extraña que nunca se comprende, y que a cualquiera de nosotros se nos escapa entre las manos. Al cabo, nada perdura y hasta los rosacruces de las vanguardias tardías, que en España podemos identificar con las ensoñaciones culturalistas de los Novísimos de Castellet, se sacrifican en beneficio del lector, al que se le ahorran las habituales tonterías de los poetas grandilocuentes –esos bobos solemnes– y se le habla como si fuera un amigo, como aconsejaba Baudelaire. O la vieja amiga del poeta Fernando Ortiz.

javier salvago variaciones y reincidencias

Parte de la crítica sitúa a Salvago como preludio de lo que muchos todavía llaman poesía de la experiencia, manipulando (en su beneficio) el título del célebre ensayo de Robert Langbaum dedicado al monólogo en la lírica inglesa. Es discutible. Lo indudable es que su obra sobrevivirá a sus contemporáneos y también a sus herederos. A diferencia de ellos, en sus versos no hay fórmulas, ni lugares comunes, ni ecos, sino la nítida presencia de una voz auténtica que renueva lo mejor de la poesía española. En sus versos no se huye despavorido de las formas métricas útiles –es notable su predilección por estrofas como la sextina– y el verso libre, con tono endecasilábico o alejandrino, no se entiende como ruptura, sino como la forma más natural de dicción

Javier Salvago, Una mala vida la tiene cualquiera

El pathos de los poemas de Salvago es, sí, amargo, pero también estremecedoramente vitalita. A veces se muestra desgarrador; en otras ocasiones es el fruto degradado del tedio. En todo caso, nada que ver con falacias o imposturas. En su expresión lírica las réplicas son irónicas. Lo que deslumbra de sus versos es la experiencia de un individuo que directamente se declara vicioso, que hasta comienzos de los ochenta podía beberse una botella de brandy de una sentada, o engancharse a las tragaperras, y que, igual que Dante, “nel mezzo del cammin di la sua vita”, sin haber cumplido los treinta años, se encuentra perdido en una selva oscura, siente un fatalismo suicida que camufla con humor negro, sospecha haber malgastado los días (aunque haya aprovechado las noches), intuye que la vida, más que cielo o infierno, es purgatorio y deplora todas las máscaras sociales. Y que escribe así:

Si algo enseñan los años / es la poca importancia / que tiene todo. / Todo, / tarde o temprano, pasa. / El amor, que se va / como viene. La vaga / juventud, con sus sueños,/ sus grandes esperanzas./ Días de vino y rosas, / épocas de abundancia / del corazón. El brillo. / La belleza. Las ganas / de llevarse a la vida / por delante. Las fatuas / ilusiones / –estrellas / que de pronto se apagan / y nos dejan en una / noche oscura del alma–. / El dolor que creías / interminable. El ansia / por conseguir aquello / que, conseguido, es nada. /La vanidad, sus pompas: / gloria, fortuna, fama, / uno mismo, sus obras, / sombras de un sueño, escarcha, / rocío de una noche / que el sol de otra mañana / derrite, vanidades, / espejismos, fantasmas… / Si algo enseñan los años /  es que todo se acaba. / Que nada, en este juego, / dura ni importa nada”.  Disculpen ustedes la tristeza.