Campoamor, el primer poeta 'indie'

Campoamor, el primer poeta 'indie'

Poesía

Campoamor, el primer poeta 'indie'

El escritor, cuyas obras gozaron de mucha popularidad en su tiempo, no ha sido tratado con justicia por la posteridad a pesar de anticipar el prosaísmo poético

10 abril, 2018 00:00

Ramón de Campoamor ha pasado mal a la posteridad. Lo ha hecho con cara de vate de casino provinciano, como un acaudalado bolsista decimonónico, cual propietario de una gran casa con muchos balcones en Navia (Asturias). Igual que un hombre de orden. Un señor patriarcal, monárquico y moderado, del que hasta septiembre celebramos su centenario. Por supuesto, todo esto es cierto. Pero, al tiempo, no deja de ser mentira. Verdadero es asimismo que la crítica literaria oficial no lo ha tratado como se merece, bien fuera por sus ideas políticas –conservadoras– o por el éxito que tuvo en vida con sus poemas, a los que unas veces llamaba doloras y otras, humoradas. Para parte de la academia española, Campoamor es el ejemplo más categórico de cómo el lirismo dulce puede degenerar en el ripio. Esto es: en una fórmula retórica sin gracia, aunque siempre –y aquí habita Satanás– con rima

Se trata de una valoración tan parcial como injusta. En buena medida obedece a una envidia –ese pecado español– antigua. También tiene que ver con la evaluación de la tradición literaria precedente que en su día hicieron los modernistas, esos ruiseñores –léase en sentido irónico– a los que Valle Inclán, hijo de su misma estirpe, sitúa en Luces de Bohemia en el parnaso de una sucia buñolería. Y a los que, como un ridículo coro griego, hace decir todo tres veces. Ellos decretaron, mayormente para darse importancia, que Galdós era un escritor garbancero y Campoamor, una estrella en los salones burgueses de su tiempo, alguien incapaz de alcanzar el altar del arte puro. Lo cierto, más de un siglo después, es que el novelista canario es uno de los mejores de la literatura española y el poeta asturiano, a quien nadie todavía le ha hecho justicia, fue a su manera un moderno incomprendido. Un adelantado a su tiempo que, mientras los poetastros modernistas repartían caramelos, construyó la mejor teoría literaria sobre el prosaísmo lírico en español, que parece una contradicción en sus términos pero es el eje por el que después ha discurrido buena parte de la lírica contemporánea. 

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Edición de las Obras Completas de Campoamor en la Editorial Aguilar.

El periodista romántico

Nadie lo diría, pero Campoamor fue una estrella del mainstream literario de la España de mediados del XIX, cuando lo indie era llevar patillas a lo Bismarck. Así aparece el escritor asturiano en todos sus retratos. Zamora Vicente dijo que fue un escritor que creó escuela: un sinfín de epígonos lo imitaban en los periódicos políticos de la España isabelina. Nacido en 1817, era hijo de un labrador acaudalado y una mujer de familia noble –los Campo Osorio– de Asturias. Intentó ser médico, pero renunció a ser galeno después de vomitar en las clases de disección de cadáveres. Su sensibilidad no soportaba la carne tumefacta. Así que se dedicó, bajo la tutela de Espronceda, a las letras. Primera estación: el periodismo, que practicó con cierto éxito en los diarios Las Musas, El Correo Nacional y El Español. Como escribir en las gacetillas es un oficio sin provecho, Campoamor se hizo funcionario del Consejo Real, se dejó crecer aún más las patillas y cultivó un delicado bigotillo que le daba un cierto aire romántico ante las señoras con apellido. Así lo pinta Federico Madrazo en un cuadro de 1847. 

Los modernistas decidieron que Galdós era un garbancero y Campoamor alguien incapaz de alcanzar el altar del arte puro. Galdós es el mejor novelista del siglo XIX y el poeta asturiano, a su manera, es un moderno incomprendido

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Dos caricaturas de Campoamor. La primera es la de Ramón Cilla; la segunda es de Madrid Cómico.

Ansioso por obtener éxito en el mundo literario, escribió algunas comedias y dramas sacros, de desigual fortuna. Visto lo difícil que era el arte de Talía, comenzó a componer las poesías que le harían célebre en los salones de la buena sociedad y, décadas más tarde, fueron la causa de su injusta inquisición. Como otros muchos escritores del XIX, ejerció responsabilidades políticas: diputado del bando monárquico y gobernador civil en Castellón y Alicante. ¿Un poeta disfrazado de autoridad civil o un chupatintas que presumía de poeta? Ambas cosas. Y ninguna de ellas, en el fondo. En su literatura la idealización –ese viento del romanticismo, que en España nunca pasó de ser un airecillo– cede todo su espacio a un realismo que es el preludio del laconismo milagroso que mucho más tarde encontramos en la poesía de Antonio Machado, cuyo único antecedente cierto fue Bécquer. Curiosa paradoja: dos sevillanos, a los que por costumbre se les considera tipos expansivos, son los poetas que enseñaron a sus contemporáneos a pensar hacia dentro, conteniendo la dicción hasta ligar verso y prosa

Un metafísico del lenguaje

Campoamor creía en el uso metafísico del lenguaje. Así tituló su discurso de ingreso en la Academia, honor que incluía que el Estado, como sucedió en su momento, abonase los gastos de su funeral. De su popularidad, que ahora parece increíble, hay abundantísimas pruebas. No todo el mundo tuvo el honor de ser inmortalizado por Ramón Cilla, uno de los mejores ilustradores de la época, que lo representa con un arpa en las manos –el atributo de los líricos– y sentado sobre los volúmenes de sus Doloras. Su figura fue incluso la portada del periódico Madrid Cómico (1887), otro galardón que en aquel tiempo era equiparable a ser primera página en Time. Bajo su caricatura aparecían estos versos: “¿Qué diré de Campoamor? / ¿Qué diré / que ya no lo sepa usté / queridísimo lector?”. Su vida era de dominio público por sus responsabilidades políticas y su notable predicamento literario. Hasta Rubén Darío le dedicó un poema: “Este del cabello cano, / como la piel de armiño, / juntó su candor de niño / con su experiencia de anciano; / cuando se tiene en la mano / un libro de tal varón, / abeja es cada expresión / que, volando del papel, / deja en los labios la miel / y pica en el corazón”. 

Campoamor. Madrazo.

Campoamor. Madrazo.

Sello en honor de Campoamor basado en el retrato de joven que le hizo Federico Madrazo en 1847.

¿Qué convierte a Campoamor en un moderno de su tiempo? Básicamente su teoría literaria. Vicente Gaos llegó a emparentarlo en este campo con T.S. Eliot por su defensa de una poesía coloquial cuyo verso emula a la prosa, un camino que en Inglaterra inició bastante antes Wordsworth tras concluir que para escribir poesía moderna había que desechar justamente el lenguaje poético y sustituirlo por el habla común. A mediados del XIX, toda la lírica española estaba enferma de casticismo, esa pandemia. Campoamor, criado bajo el ascendente cultural del tenue romanticismo español, que es casi un oxímoron, es uno de quienes –el otro es Clarín– intentan limpiar el idioma de esta cáscara innecesaria. Veinte años antes de que acabara el siglo escribe una Poética cuya primera edición es la introducción a Los pequeños poemas (1879). Hasta 1883 la pieza no se publica, ampliada, como obra independiente. En ella están ya esbozados todos los caminos que recorrerían los poetas que vinieron después: el coloquialismo y una teoría sobre la composición literaria en la que lo trascendente es el asunto y la estructura con la que se escribe, más que el yo poético. 

Huxley explica que lo vulgar en literatura no es tratar asuntos escabrosos, sino la falta de honestidad de un escritor al escribir. La ausencia de una verdad retórica

“Un asunto, sobre todo si es abstracto, hay que reducirlo a sensación y convertirlo en imagen; darle carácter humano y universalizarlo, de modo que, en vez de la causa de un hombre, se dilucide en él, si es posible, la causa de todos los hombres”, reflexiona. Borges expresó exactamente lo mismo mucho después: “Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres”. Para Campoamor, el arte era enemigo de las abstracciones y la poesía impersonal no funcionaba. Es cierto que parte de su retórica personal no ha envejecido excesivamente bien, aunque éste no es un defecto exclusivamente suyo. Lo mismo le ocurre, por ejemplo, a Ortega y Gasset, cuyas ideas se han conservado bastante mejor que su dicción. 

“El estilo no es cuestión de tropos, sino de fluido eléctrico”, escribió Campoamor en 1879

El gran hallazgo de Campoamor no son sus poemas, sino su talento para adivinar cuál era la dirección correcta para renovar la poesía española: una franqueza literaria que no evite incluso lo vulgar. Los modernistas, con sus cisnes y nenúfares, consideraban esto un defecto. Pero era el verdadero camino de la modernidad. Basta leer a Huxley: en su ensayo Vulgarity in Literature explica que lo vulgar en literatura no es tratar asuntos escabrosos, sino la falta de honestidad de un escritor al escribir. La ausencia de una verdad retórica. “No hay en poesía ninguna expresión inmortal que no se pueda decir en prosa ni con más sencillez ni con más precisión. Con la expresión natural de las imágenes rítmicas no puede haber malos poetas; con el antiguo dialecto poético son imposibles los poetas buenos. El culteranismo es fácil: lo difícil es la naturalidad. A expresión hinchada, vacuidad de ideas. A dicción prosaica, pensamiento insuficiente”, proclamaba.

El tiempo no le ha hecho justicia. No. Pero sí ha terminado dándole la razón. La poesía más sublime arranca de las entrañas de la prosa. Y necesita, antes que forma, un fondo de autenticidad. “El estilo no es cuestión de tropos, sino de fluido eléctrico”. Lo escribió este malogrado poeta asturiano, que decía que “el arte más supremo que existe es escribir como piensa todo el mundo”, en 1879. El mismo año que Pablo Iglesias fundó el PSOE y se inauguraba en Barcelona el primer tranvía de vapor.