Patricia Highsmith, intimidad incorrecta
Anagrama publica los diarios y cuadernos personales de la maestra de la literatura criminal, donde se retrata su evolución personal, pero expurga parte de sus opiniones ofensivas y racistas
27 agosto, 2022 19:40El 14 de abril de 1941 escribe: “Mi apetito es doble: ansío amor y pensamiento. Entre ambos pueden llevarme a cualquier parte”. Patricia Highsmith (1921-1995) tiene entonces veinte años y esta cita forma parte de sus Diarios y cuadernos, publicados póstumamente y que ahora llegan en castellano de la mano de Anagrama. Este comentario está apuntado originalmente en francés (hay otras anotaciones en alemán, italiano o español), combinando la ejercitación de lenguas que está aprendiendo con una voluntad de encriptación del contenido ante miradas ajenas.
Parece que en algún momento la autora barajó la posibilidad de publicar una selección de estos textos íntimos, aunque también se le pasó por la cabeza quemarlos. No los dio a conocer en vida y tras su muerte las libretas con donde los escribía aparecieron en su casa en Suiza, apiladas en el fondo del armario de la ropa blanca. Highsmith había nombrado su albacea a Daniel Keel, fundador de la editorial suiza Diogenes, que representaba internacionalmente a la escritora, más apreciada en Europa que en Estados Unidos. Lo que se encontró fueron un total 56 libretas, divididas en 18 diarios íntimos y 38 cuadernos. La distinción entre diarios y cuadernos no es baladí: en los primeros anotaba su día a día, en los segundos adoptaba un tono más reflexivo y meditabundo. El material sumaba 8000 páginas y por tanto la sensatez aconsejaba hacer una selección.
Entre otros criterios, se decidió eliminar, por ejemplo, los resúmenes de argumentos de novelas en ciernes y las entradas más anodinas o repetitivas. Nada que objetar. Sin embargo, hay otro criterio que proyecta la única sombra sobre esta edición por lo demás modélica: Highsmith, dada a la contundencia y la visceralidad, acabó siendo una anciana solitaria, alcohólica y resentida, y dio rienda suelta a comentarios antisemitas y racistas. La editora de los diarios, Anna von Planta, explica en el prólogo que se decidió eliminar las entradas más hirientes. “Sobre todo en la vejez se aprecia cada vez más cómo no es solo el lenguaje de Pat sino también sus propias opiniones las que son ofensivas, rencorosas y misántropas. Aspiramos a representarlas con fidelidad. Solo en un puñado de casos extremos creímos que nuestro deber editorial era negar a Pat el escenario donde expresarlas”.
Aquí tenemos un pequeño problema, porque, ¿qué se ha eliminado y en nombre de qué? ¿De la corrección política; de salvaguardar el buen nombre de Pat, como cariñosamente se refiere la editora a Highsmith; de la moralidad o de la moralina? No se trata de regodearse morbosamente en las malas pulgas de una anciana amargada, pero la cosa plantea dudas, porque esas “opiniones extremas” forman parten del autorretrato de unos papeles íntimos. Recuérdese lo que sucedió con la primera edición de los Diarios de Alejandra Pizarnik: también con la excusa que había que seleccionar material, la hermana y la madre impusieron a la editora tales vetos que lo que se publicó desfiguraba gravemente los diarios y años después hubo que hacer una edición mucho más completa, que cuadriplicaba el número de páginas y aportaba una visión más cabal de la compleja personalidad de la grandísima poeta que fue Pizarnik.
Otro ejemplo: ¿qué sentido tendrían los crudos diarios de John Cheever sometidos a una censora expurgación? En el caso de Highsmith, la pregunta es: si se hurtan los comentarios antisemitas más crudos, por qué no se elimina, por ejemplo, esta observación sobre su primera visita a Roma en 1949: “Una ciudad sucia. Todos los hombres están masturbándose o algo, mirándome con una fijeza idiota”. Ya puestos, esto es obviamente denigrante y generalizador, y podría ofender a los romanos y al género masculino en general.
En cualquier caso, sería muy injusto quedarse solo con este detalle porque, como ya he apuntado, la edición es por lo demás ejemplar: cada etapa va precedida de una nota introductoria que sitúa el momento biográfico, el contexto y las personas importantes para Highsmith; hay además una serie de apéndices entre los que destaca uno escrito por Joan Schenkar, la biógrafa de la autora, sobre su relación –que aparece solo tangencialmente en los diarios– con las grandes figuras lesbianas de la generación anterior: la fotógrafa Berenice Abbott, la galerista Betty Parsons, y las legendarias expatriadas en París Janet Flanner, la mecenas Natalie Barney…
De hecho, aunque Highsmith conoció a grandes figuras del mundo de la cultura –Jane Bowles, Carson McCullers, Koestler, Auden, Truman Capote, Jerome Robbins, Hitchcock, Jeanne Moreau, Wim Wenders y Peter Handke– hay pocos comentarios y menos chismes sobre ellos. Y en cuanto a la vida íntima de la autora, su alcoholismo y su misantropía tampoco hay en estos diarios grandes novedades que no se supieran ya gracias a la excelente biografía de Schenkar (publicada en castellano por Circe).
¿Por qué entonces son interesantes, incluso me atrevería a decir fascinantes, estos diarios y cuadernos? Porque presentan un autorretrato en claroscuro, de una sinceridad por momentos desgarradora, de una escritora que construyó una obra en la que las ambigüedades morales están trabajadas con especial brillantez (es un caso de manual de escritora de género que va mucho más allá del género; otro, en el ámbito del terror, sería Shirley Jackson). Estas páginas nos permiten –entre otras cosas– sumergirnos en las entrañas de cómo se gesta todo este universo literario tan estimulante y complejo.
Highsmith escribió diarios toda su vida. Esta selección arranca en 1941 y llega hasta 1993, dos años antes de su fallecimiento. De las más de mil páginas del libro, casi dos tercios corresponden a las notas de la década de 1940, sigue en volumen la década siguiente y después el material va siendo cada vez más escaso. Tenemos por tanto un recorrido muy detallado, minucioso incluso, por su etapa de juventud y la gestación de sus primeras obras literarias, y más disperso por sus años de madurez y vejez. En la década de 1940 la vida de la joven aspirante a escritora Patricia Highsmith transcurre en Nueva York.
Nacida en Texas, llegó a la gran ciudad de la Costa Este con su madre y su padrastro cuando tenía seis años. Aunque parte de su infancia la pasó en Texas con sus abuelos y después fue volviendo allí regularmente, en los diarios ese mundo sureño tiene poca presencia. El desarrollo vital y literario de la escritora se produce en Nueva York. Estudió en el Barnard College, una universidad femenina, y pronto descubrió las dos pasiones que regirían su vida: la escritura y el deseo hacia otras mujeres. Y poco después, de forma temprana, se incorporará una tercera, que poco a poco se irá adueñando de ella: el alcohol.
La joven Highsmith es casi una versión femenina del Don Juan. Lo que le gusta es sobre todo seducir: “A menudo me pregunto si es amor lo que quiero o la emoción de la dominación, no emoción exactamente, sino satisfacción”. En septiembre de 1943 escribe: “Los perfumes de las mujeres acabarán por volverme loca. El corazón me late furioso a mediodía al percibir el aroma de la mecanógrafa con la taza de café enfrente de mi mesa de a cafetería. La cabeza me da vueltas en la calle y una terrible fuerza me impulsa hacia la potra que se pavonea, la duquesa viuda que anda pesadamente, las negras de extremidades tersas y rectas. ¡Cualquier cosa! ¡Cualquiera! Déjame enterrar la nariz en sus pechos vestidos. ¡El perfume! Sueño con la noche, la promesa y la memoria del amor, prueba de la amante y señal de la amada. ¡El perfume! Dulce y lascivo bajo el sol radiante, tentador de todos los sentidos”.
Ya en esta época tiene muy clara su otra pasión: la escritura. Desde el principio, con los primeros relatos, muestra una gran determinación en dedicar sus esfuerzos a eso. Los lugares que frecuenta en Greenwich Village –el mundo subterráneo y semiclandestino de los bares lésbicos y el mundo intelectual y bohemio– asoman en estos diarios, que se convierten en un retrato vívido del Nueva York de aquel entonces, donde durante un tiempo tiene que ganarse la vida escribiendo guiones para cómics románticos, dedicación que la desespera: “Pensaba que los cómics serían estimulantes. Pero por desgracia, no”.
Ya en su primera novela, Extraños en un tren –que la catapultará al éxito con buenas críticas, elevadas ventas, traducciones en el extranjero y la rápida adaptación al cine de Hitchcock–, la autora construye su territorio literario de ambigüedad moral. Hay una anotación impagable de diciembre de 1947, cuando está enfrascada en la escritura de esta obra: “Un gran día hoy: he escrito el asesinato, la raison d’être de la novela (…) Tengo la sensación de que hoy ha ocurrido algo en mi interior. Soy mayor, bastante más madura”. Más adelante, en 1950, escribe: “Estoy interesada en la psicología del asesino, y también en los planos opuestos, los impulsos del bien y del mal (constricción y destrucción). ¡Cómo por medio de una leve desviación uno puede convertirse en lo otro, y todo el poder de una mente y un cuerpo firmes encauzarse hacia el asesinato o la destrucción! ¡Es sencillamente fascinante! (…) El asesinato es en cierto modo una manera de hacer el amor, una manera de poseer.” De aquí germinará el personaje del Tom Ripley, pero antes Highsmith da un arriesgado giro en su carrera.
Tras el éxito de Extraños en un tren y ante el estupor de su agente literaria, se empeña en escribir una novela lésbica, El precio de la sal, que firmará con el seudónimo de Claire Morgan. La gestación de esta novela, que los diarios recogen con detalle, es muy interesante. Publicar en 1952 una novela de tema lésbico podía ser un suicido literario; también le dijeron eso en 1948 a Gore Vidal cuando publicó la novela gay La ciudad y el pilar de sal. Ambas tienen un elemento en común que acaba siendo lo más transgresor para la época: acaban bien, tienen un final razonablemente feliz.
En aquel entonces existía un mercado de novelas de esta temática (que se publicaban en colecciones pulp, como literatura sensacionalista), pero había una suerte de código secreto que las editoriales obligaban a cumplir: tenían que acabar trágicamente, la protagonista podía vivir momentáneamente su sexualidad, pero al final debía acabar pagando la transgresión con el suicidio, la soledad, el desamor o bien su encauzamiento en la normalidad mediante el matrimonio.
Highsmith –que se inspiró para la novela en su relación con una mujer mayor que ella– escribió una primera versión que cumplía esta pauta, pero en la segunda optó por el transgresor final feliz o, al menos, abierto y no trágico. Lo curioso es que escribió este libro –que en 1990 reeditó con el título de Carol y firmado con su propio nombre– en un momento en que seguía terapia psicoanalítica intentando curar su lesbianismo y estuvo a punto de casarse con un compañero de estudios. Hay aquí un sugestivo juego especular entre vida y literatura que los diarios permiten explorar de primera mano: “Qué dolorosa es la novela que estoy escribiendo”, apunta en mayo de 1950.
Después Highsmith regresa a la novela criminal y moralmente ambigua y hace su aparición el personaje de Tom Ripley, del que esboza un primer retrato en 1954: “Un americano joven, medio homosexual, un pintor mediocre, con algo de dinero de familia a modo de ingresos, pero no demasiado. Es un individuo de aspecto ideal, inofensivo, poco importante como hay muchos por ahí. (…) Es en parte tonto, en parte inteligente, con un comportamiento dirigido eminentemente hacia la propia conservación, en esencia. (…) No debe ser nunca demasiado queer, solo capaz de desempeñar el papel si fuera necesario para obtener información o salir bien parado de una emergencia. Ah, me lo imagino divirtiéndose en pantalones cortos en la Terraîa en Palma de Mallorca, sonriendo al sol”. Su identificación con el personaje llegará a ser tan relevante que, en una anotación de 1989, comentando los conciertos de Rajmáninov, escribe: “El concierto para piano nº 3 de Rajmáninov. Exuberante, hermoso e intenso. No tan triste como el nº 2. A Tom [Ripley] le gustaría el nº 3”.
En 1949 realiza un primer viaje por Europa y a partir de entonces irá pasando cada vez más tiempo allí, hasta instalarse definitivamente: “Europa por primera vez a los veintiocho vuelve a ampliar los intereses de uno, lo hace tan diverso como a los diecisiete”. Después de varios viajes –incluida España– e idas y venidas entre Estados Unidos y Europa, se instala primero en Inglaterra (por la historia de amor, una de las más importantes de su vida, que vive entonces con una mujer casada), después en un pueblo francés y, harta de los problemas con el fisco, finalmente en Suiza, donde se hace construir una casa con solo dos ventanas –parece sacada de una novela de Thomas Bernhardt– que simboliza bien su creciente misantropía. En estos últimos años comenta iracunda el conflicto isrealí-palestino y la guerra de Irak, atiende algunas obligaciones promocionales con sus editores, le rondan los achaques, no dejan de llegarle noticias de muertes de amigos y conocidos, y es una mujer cada vez más solitaria.
El recorrido de estos diarios permite asomarse a cómo la persona forja los cimientos de la inquietante escritora. Hay una desternillante entrada macabra de noviembre de 1973 que define bien la retorcida personalidad de la autora. Se titula Pequeños crímenes para niños pequeños y propone “cosas en la casa que pueden hacer los niños”, en concreto ocho actos criminales del tipo: “investigar los productos contra el moho en el cobertizo del jardín. Se puede añadir veneno incoloro a la botella de ginebra”. Poco antes, ese mismo año, hay otra anotación de calado: “Conrad Aiken murió recientemente diciendo: “Quizá no haya respuestas y nada tiene el menor sentido”. Esto me impresiona, incluso lo creo, y sin embargo la vida, las experiencias, son lo único de lo que debemos ocuparnos. Decir que carecen de sentido equivale a decir que no tienen ningún valor. Por desgracia, no hay nada más de lo que ocuparse o a lo que otorgar sentido”.