Torquato Tasso y la 'Jerusalén liberada': epopeya y crepúsculo
Acantilado publica, con traducción, edición e introducción del filólogo barcelonés José María Micó, una versión solemne y definitiva de la obra mayor del poeta italiano, que reavivó la épica durante los años más tardíos del Renacimiento
Las grandes obras literarias se parecen mucho, acaso demasiado, a los seres que las conciben: nacen, sin que se sepa del todo el motivo; gozan de un tiempo (tasado) de vida, que puede ser muda o sonora, y al cabo de unos cuantos años, nunca demasiados, fenecen en la paz (vetusta) de las bibliotecas y los cementerios. Sólo algunas gozan del privilegio de la eternidad, ese punto fijo en la línea, que quisiéramos infinita, del tiempo.
Esta regla tiene pocas excepciones. Una de ellas afecta a Torquato Tasso (1544-1595), poeta italiano de las postrimerías renacentistas que, igual que el falso apóstol al que se le rinde culto en la catedral de Santiago de Compostela, fue imán y motivo suficiente para la peregrinación de iguales y devotos hasta su tumba, en Roma, o en busca de su celda mística en Ferrara (Italia). Entre ellos figuran desde Carlo Goldoni, que le dedicó una tragedia (en cinco actos), al divino Goethe, que quiso recrear su honda melancolía, que no era sino una misteriosa dolencia neurológica.
Tasso es el protagonista (ficticio) de óperas y sinfonías, de cuadros de artistas como Tintoretto o Delacroix, y de partituras de Monteverdi, Händel, Liszt o Dvorak. Aparece en un poema de Byron –The Lament of Tasso– y en un pasaje memorable de los Ensayos de Montaigne, que también acudió en su busca. Baudelaire, el demonio que anuncia la poesía moderna, dedicó unos versos trágicos a su mísera estancia carcelaria.
Algo debe tener el agua (pagana) cuando es objeto de bendición (cristiana). En el caso de Tasso, a quien hoy no lee casi nadie, salvo los amantes de la arqueología literaria, desentrañar esta incógnita nos acaba conduciendo hasta su tormentosa biografía –llena de altibajos– y a un iniciático mito romántico, aunque circunscrito a los especialistas, cosa natural porque son las iglesias secretas las que, cobijadas en la humedad de las catacumbas, inventan a los dioses antes de que éstos lo sean de todos.
Al repasar sus peripecias sobre la Tierra lo que encontramos, al margen de hitos vitales ordinarios, es una voluntad literaria obstinada y sostenida a lo largo de los años, incomprendida, mal gestionada y, hasta cierto punto, desperdiciada si no fuera porque, cuatro siglos largos después de su deceso, un filólogo ejempla –el barcelonés José María Micó, que nos ha devuelto la música de Dante, nos explicó (como nadie) los misterios de Góngora e insiste y persiste en divulgar los clásicos con la dignidad y la dedicación que se merecen– no se hubiera ocupado durante muchos años de leerlo a fondo, estudiarlo, traducirlo y, al cabo, editarlo.
El catedrático de Literatura de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, cuya valiosa labor merecería el Premio Nacional de las Letras –recibió en 2006 el galardón dedicado a la Traducción, concedido por su versión del Orlando furioso, de Ariosto– ha hecho que el sello Acantilado nos devuelva una versión solemne, y casi definitiva, de la Jerusalén liberada (1581), la obra maestra de Tasso.
El libro, que acaba de salir, es un ejemplo de sabiduría filológica, talento editorial y rigor cultural. Permite leer, adaptado al lenguaje de nuestros días, pero sin traicionar el original, la que probablemente sea una de las últimas epopeyas de Occidente, publicada un cuarto de siglo antes que el Quijote de Cervantes, que agotará –por la vía de la burla y la ironía– un género de tradición secular que tuvo su edad de plata en época medieval.
La Jerusalén liberada es, desde su génesis, una obra fuera del tiempo. Lo fue cuando fue concebida –el poeta italiano comenzó su redacción en su juventud, deslumbrado por las posibilidades de resucitar el espíritu de la épica clásica al amparo de las normas de la Poética de Aristóteles– y lo es también, con más motivo, ahora. Este desajuste explica su encanto y justifica su importancia dentro de la tradición culta europea.
La versión de Micó era más que necesaria: su última traducción íntegra (en octavas) al español, firmada por el mexicano Francisco Gómez de Palacio, databa de 1887, al margen de otras adaptaciones posteriores en prosa. Hacía falta una renovación del texto, publicado en el siglo XVI sin la autorización de su autor y objeto, además de una historia editorial enrevesada, con versiones contradictorias, de un doloso proceso de expurgación por parte de la curia romana (auspiciado por el propio poeta) que explica la demencia que sufriría Tasso, desquiciado entre su instinto literario y las duras exigencias doctrinales de la Contrarreforma. Atrapado entre ambos extremos, siempre en busca de un equilibrio imposible.
El libro narra, en verso, la Primera Cruzada de los cristianos y la batalla por la reconquista de Jerusalén de manos de los turcos. Una gesta situada en el siglo XI que, para la literatura católica, tiene la condición de guerra sacra. Su singularidad estriba en que fue escrito cuando el espacio de la epopeya –el canto dedicado a las gloriosas hazañas de los héroes– empezaba ya a ser ocupado por los preludios de la novela, esa forma (bastarda) que, tras la inversión de valores que tiene lugar en el tránsito entre el mundo antiguo y la era moderna, acabaría sustituyéndola.
Tasso concibió esta obra como un artefacto, intentando dotar de nueva elevación a la literatura caballeresca. Lo hizo por el procedimiento de ser fiel a las normas aristotélicas: una fábula única, protagonizada por un solo caballero, inmerso en una acción heroica, y con un narrador cuyo terreno de enunciación está relativamente limitado (un claro síntoma de protomodernidad, por decirlo de alguna manera).
El poeta italiano buscaba así devolver la vida a una forma literaria ancestral que, en la fase crepuscular del Renacimiento, si destacaba por algo era por sus excesos retóricos y su desprecio por la verosimilitud. No lo lograría del todo, por fortuna, ya que –lo explica Micó en su introducción– Tasso se debatió toda su vida entre su vocación artística, abierta a determinadas heterodoxias, y el férreo patrón que se había impuesto. En este sentido se podría decir que la Jerusalén liberada, de forma semejante al Quijote, es un libro que triunfa como prescribía Beckett: fracasando. Y que rinde los últimos honores exactamente al mismo señor que viene a por poner en cuestión.
Si Tasso no hubiera sido, en el fondo, un heterodoxo de sí mismo, nos hubiéramos perdido el espectáculo de esta obra extraña, que apunta lo que más tarde definirá al Quijote: la eterna pugna entre el ideal (literario) y la realidad. Que el poeta de Sorrento hiciera todo esto, al tiempo que ejercía su condición de cortesano, obligado a que su poema, aunque fuera de forma fingida, elogiase a los linajes aristocráticos a los que debía el obligado vasallaje y un inevitable mecenazgo, nos parece increíble.
Todavía lo es más que, sepultada esta motivación por el inevitable paso de los siglos, un poema versificado sobre los hechos de armas de Godofredo de Bullón y sus valerosos caballeros contra el Turco infiel haya acabado siendo una descripción fidedigna de las encrucijadas culturales del siglo XVI. Micó ha trasladado los versos de Tasso, distribuidos en veinte cantos, en estrofas de ocho versos, compuestas por seis versos libres y dos versos de cierre en forma de pareado (con rima asonante o consonante). Una elección que conserva el carácter narrativo del poema sin que pierda su sentido de la musicalidad.
La obra documenta el tormento que debió significar este colosal ejercicio de síntesis entre la tradición de la literatura antigua y la irrupción del idioma del prosaísmo, de cuya pugna da cuenta el doble final del poema, que por un lado se presta a una lectura ortodoxa, cristiana e histórica y, por otro, tolera una alternativa de orden sentimental y novelesco.
El contraste entre estos dos registros, que fue la causa del escándalo que castigó al poeta, más que un defecto, ha terminado convirtiéndose en su principal rasgo de identidad. La Jerusalén liberada permite apreciar cómo el esfuerzo por escribir según las preceptivas clásicas confronta con una sensibilidad artística ya cercana a la novela moderna que, aunque todavía no había tomado por completo su carta de naturaleza –esto no sucederá hasta 1605, cuando Cervantes publica la Primera Parte del Quijote–, ya está, por así decirlo, en la placenta cultural del momento.
Micó desarrolla todo esto en su introducción: “La historia puso los datos, y la poesía el pathos. El hibridismo y la mezcla, que representaban teóricamente un problema para la deseable restauración de la epopeya clásica después de los supuestos excesos del poema caballeresco, fueron en la práctica la mejor solución (…) Tasso, obsesionado con los purismos que lo rodeaban (el literario y el religioso, fundamentalmente), en el fondo sentía o sabía que los puristas siempre se equivocan y que el arte es una cosa distinta. Nunca perdió de vista la necesidad de asombrar al lector –que también era, todavía, un oyente–, ni abandonó la convicción de que el verso era el medio para conseguirlo (…) Y nos ofrece (con su estilo magnífico y mezclando verdad y ficción, armas y amores, fábula y tragedia) una epopeya moral sublime, reflexiva y melancólica, recorriendo el camino que lleva desde la gran bondad de los antiguos caballeros hasta la ardua tragedia del estado humano”.
La Jerusalén liberada, donde ambos universos se enfrentan en una batalla análoga a la que libraron cristianos y otomanos por Jerusalén, es el canto de cisne de la poesía antigua, capaz de amplificar la realidad y convertirla en verdad antes de que la rueda cambiase de signo y la prosa (realista, desengañada, terrestre) la sustituyera.