Letra Clásica
Carlos Pujol, el fondo del secreto
El editor de Planeta, sabio discreto, traductor y escritor exquisito, fue un hombre de letras integral al que el mundo del libro recuerda diez años después de su muerte
28 diciembre, 2021 00:00“Nunca se anunció”. Así describía a Carlos Pujol el exministro de Cultura, César Antonio Molina, quién lamentó no haberle propuesto para el Premio Nacional de Literatura, porque incomprensiblemente “nadie me habló de él y nadie me lo propuso nunca”. Novelista, poeta, ensayista, traductor, editor, profesor, aforista y hombre de letras integral; todo eso era Pujol, después de 50 obras en todos los géneros y 100 traducciones. Resulta sorprendente que un escritor que versionó en castellano a John Donne o Ronsard, la poesía romántica francesa, Emily Dickinson, Baudelaire o Verlaine; el que ofreció al castellano obras en prosa de Defoe, Jane Austen, Stendhal o Simenon, “nunca mereciera no ya el Nacional de Literatura sino el Premio Nacional de Traducción, ni ningún otro similar”, escribió Fernando Valls.
Pujol no se afanó por lograr visibilidad; optó por la postura del emboscado en una sociedad de hormigas trabajadoras y abejas reinas ¿Por qué? Sin alcanzar la respuesta, diremos que la naturaleza de la invención literaria está en sus pretensiones sediciosas, frente a una realidad que nos niega. Se escribe para cambiar el mundo, sin aplicar la nefasta ideología; se hace también para sobornar al tiempo, para convertirlo en presente continuo donde se funden el pasado y el futuro, como lo vive K en la ficción suspendida de Kafka o Faulkner en el condado imaginario de Yoknapatawpha. Pujol vivió clandestinamente, se fundió con su letra; no quiso ser parte de la impostura. O, tal vez, su impostura fue mayor.
Desde 1972 hasta su fallecimiento en 2012, Pujol perteneció al Jurado del Premio Planeta y a lo largo de estas cuatro décadas jamás se rindió ante los cronistas de sociedad, portavoces de sus engaños. Durante décadas fue la mano literaria de los Lara y formó con Pere Gimferrer el dúo de asesores áulicos de la gran editorial. Fue en los segundos sesenta, cuando José Manuel Lara Hernández, el fundador de la editorial, le pidió a Carlos Pujol que mentorizara a su hijo José Manuel Lara Bosch: “llévatelo a París, muéstrale el mundo y la cultura”. Sin llegar al extremo de la correspondencia didáctica de Lord Chesterfield con su hijo, Pujol convivió con el primogénito en el París de los adoquines y del Barrio Latino e informó convenientemente al patrón.
Desde 1972 hasta su fallecimiento en 2012, Pujol perteneció al Jurado del
Los consejos del literato surgieron efectos balsámicos; más allá de su formación como gestor, Lara Bosch, que además de liderar la editorial presidió el Círculo de Economía, había un fondo humanista, gracias a Pujol, como saben muy bien los que fueron sus colaboradores cercanos hasta su prematura muerte por enfermedad, en 2010. El Pujol afrancesado (lo mismo podría decirse del anglosajón) nos dejó ensayos sobresalientes sobre Voltaire, Balzac o Saint-Simon; y esta misma derivada cultural de la “Europa que hablaba francés” –por decirlo en palabras de Marc Fumaroli– le introdujo a un estudio detallado de la obra de su gran amigo y vecino Juan Perucho, autor de maravillas de nuestro realismo mágico, como Llibre de cavalleries y Les històries naturals.
En el domicilio de Perucho y con Alfonso Canales y Pere Gimferrer, fundó la famosa Academia de los Ficticios, un nido de sabios que se mantuvo al margen del resto hasta implosionar por exceso de sabiduría y felicidad. Su personalidad literaria, la de un hombre erudito y discreto sin la menor altanería, sigue siendo uno de los secretos mejor guardados, cuando se cumple ya el décimo aniversario de su muerte. A la hora del recuento conviene decir que La Veleta de Granada, sello del editor y magistrado Miguel Ángel del Arco, aportó, en una colección dirigida por Andrés Trapiello, el bello volumen Poemas, una restitución de la modernidad en la palabra, síntesis de lo clásico y lo romántico, como apunta el profesor Pere Ballart. El enclave del autor se asienta allí donde el poeta “siempre habla de lo mismo” –una célebre frase de Paul Claudel, que Pujol repitió muchas veces– y se plasma claramente en piezas como Los desvaríos de la edad, en clave de soneto.
En el domicilio de Perucho y con Alfonso Canales y Pere Gimferrer, fundó la famosa
Pere Gimferrer ha valorado repetidamente la gran calidad literaria de Pujol como narrador: “Nunca se le hizo justicia. Era un excelente novelista, desde La sombra del tiempo hasta Dos historias romanas”. Mucho más reconocimiento tuvo por sus estudios, así como por sus traducciones y significativamente por sus numerosos prólogos en las obras de los grandes autores. Gimferrer destaca poemarios como Me llamo Robert Browning y sus traducciones de Shakespeare o Verlaine. Por su parte, Andrés Trapiello describe a Pujol, el ciudadano alto, elegante y discreto como un “franciscano ilustre” que nunca alteraba el gesto; se acercaba con una media sonrisa dispuesto a decir “nunca pasa nada y cuando pasa no importa”. Era un “monje tibetano”, dice Rafael Reig. Jamás buscó el aplauso, pero a pesar de su discreción, fue (es) una de las figuras más admiradas de nuestra literatura.
Falleció en 2012 y a los cinco años, en 2017, el mundo de las letras le rindió un sentido homenaje. Ahora, al cumplirse una década de su repentino fallecimiento se repite la glosa de los camaradas a su memoria. Y entre ellos se encuentra la profesora de la Universidad Internacional de Catalunya (UIC), Teresa Vallés, estudiosa de la obra de Pujol, que muchas décadas después de la primera novela del sabio, La sombra del tiempo (aparecida en 1984, cuando Pujol había cumplido los 40 años), destaca la obra como una inolvidable “alegoría en torno al fracaso y la esperanza”.
Como coordinadora del grupo de investigadores de la UIC, bajo el epígrafe Carlos Pujol, literatura y humanismo, Vallés dirigió este diciembre el último homenaje del décimo aniversario, dividiendo los temas pujolianos en dos diálogos: el primero con Henry James, Proust y Conan Doyle y el segundo con la propia teoría literaria de Pujol esparcida en campos tan amplios como la biografía, el ensayo, la novela y la poesía. La UIC ha catalogado el archivo personal del escritor, que cuenta con 15 carpetas de su actividad como novelista y crítico, y con 1.878 documentos que van de cartas a menciones como el diploma de la citada Academia de los Ficticios, una institución sincrética, secreta y plagada de misterios, fruto de la imaginación calenturienta de sus correspondientes.
Pujol, se doctoró en Filología Románica y fue discípulo del gran medievalista Martín de Riquer, el profesor que dirigió su tesis sobre Erza Pound, el enorme poeta norteamericano de fijación musoliniana, futurista y equivocado en casi todo, pero acertado en la estética. Gentleman, con increíbles conocimientos de la cultura francesa, inglesa e italiana, hablaba con fina hilaridad colocando sus pupilas por encima de sus clásicas lentes de montura negra; fue un sabio humilde o si se prefiere un archi-tímido encastillado en la creación. Alérgico al amiguismo y a la burocracia académica, tras 17 años en la UB abandonó voluntariamente la carrera académica y rechazó la cátedra que le ofrecieron.
Recató su noble ciencia para no contaminarse de mundanidad, pero jamás rechazó una conversación amable bajo los soportales del Paraninfo. Una de estas interacciones resulta muy significativa: un día, el joven Valentí Puig, escritor consagrado y sabio de prosa voluptuosamente isleña, salía de una de sus clases y le preguntó: “Profesor ¿Cuál es la mejor revista para estar al día sobre la literatura de hoy?" Y con esa media sonrisa característica, Pujol le contestó: “No hay que estar al día, hay que estar como mucho al siglo, y no más allá del XVII’’. No hay duda de que Pujol había trazado el origen de todo en Michel de Montaigne.
Era un mentor infatigable. Ayudó a un buen puñado de escritores en rodaje; “la suya fue una vocación de todo orgullo y para nada vanidad”. El mismo Valentí Puig le recuerda en el jurado del Premio Ramon Llull, con Gimferrer, el profesor Vilanova o Gabriel Oliver, presididos todos por María Teresa Bosch de Lara, la gran dama de la edición. Puig no es el único que coloca al maestro como uno de los mariscales secretos de la cultura; pero es de los pocos que le consideran el mandarín que necesitan nuestras letras, entonces y ahora. Será o no así, pero Pujol fue capaz de contemplar el mundo desde arriba, a fuerza de una clarividencia desengañada.
De estas conversaciones y de otras con espíritus elevados, así como del estudio, nació un libro que sirve de guía para la extensa obra de Pujol: Cuadernos de escritura, un revolcón superlativo en la estética literaria del autor, intercalada por un buen montón de aforismos, que reflejan la herencia de Joseph Joubert. De los aforismos de Pujol, de su incombustible ironía no se ha dicho todo.
Recordemos este: “la falta de éxito es una bendición de la que uno está siempre inconsolable”. Pujol se mortificaba llevando el peso del mundo sobre sus espaldas, que es como decir que trataba de desentrañar lo que hay detrás del amago. Su esfuerzo le distancia de la pedestre seriedad de la cultura burocrática pegada al poder de la que habló Stendhal en el pórtico de lo contemporáneo. A fuerza de rendir y predicar con el ejemplo, Pujol se convirtió en el maestro de la voz reflexiva: “Escribir no es hacer, más bien hacerse, completarse con palabras”.
Escribió sobre los fantasmas interiores del autor e hizo suya la idea de Henry James según la cual la literatura está para hablar de “lo que no es; hablar de la verdad oculta, para el resto están los demás”. Pujol buceó con sabiduría en los cásicos personajes de James, cándidos norteamericanos marcados por un rigorismo puritano, sugestionados por la cultura europea y temerosos del mundo promiscuo del que debían mantenerse a distancia. La verdadera grandeza de la letra es lo que no dice y, como el infinito, no podemos medirla. Trató de hallar la obra conclusa con la pasión de un buscador de perlas.
Se cernía sobre los deseos literarios que trascienden el statu quo. Y acaso por ello, en algún momento de su juventud, visitó en París la librería Joie de Lire, no para recibir una bendición iniciática adquiriendo un ejemplar vernáculo de Madame Bovary, sino para hacerse con Bouvard y Pécuchet, la vida los dos escribientes, que desvelaron los secretos del humor descarnado, según el prólogo del propio Pujol a la obra en castellano de Flaubert.
Pujol resulta sublime en las reflexiones aparentemente tangenciales de grandes escritores; siguió un juego de espejos que le acerca –no estilísticamente, pero sí en el fondo– a las conocidas visiones de Nabokov sobre la novela del XIX, impartidas en el Wellesley College de la Universidad de Cornell.
Contrariamente a una creencia muy extendida, a Pujol no le interesó el tipo de literatura que representa el Ulises de Joyce y, en cambio, conectó con Balzac o Simenon. En el momento de la reflexión, el punto de vista, más que el estilo, establece la diferencia; en la rareza de su mirada residía su mensaje de fondo. Este era Pujol, el hombre que no quiso conformarse con ser solo el olvido y concretó una de sus obsesiones a través de este aforismo: “Escribimos para la perennidad o el olvido”. Su inteligente ambivalencia encaja con la idea concebida por Jorge Luis Borges en uno de sus conocidos sonetos –“Ya somos el olvido que seremos / El polvo elemental que nos ignora / y que fue el rojo Adán y que es ahora/todos los hombres y los que seremos…”–, una pieza propia del materialismo geológico o del panteísmo, que en cualquier caso, engarza con la humildad devota de Pujol.
Partiendo de sus devaneos con las letras y de su bagaje como académico aparece la escena; Pujol nunca escribió teatro, pero sus relatos breves contenidos en Fortuna y adversidad de Sherlock Holmes fueron adaptados y teatralizados por los alumnos del grado de Humanidades de la UIC, el día del homenaje al décimo aniversario de su fallecimiento. De este apartado de su investigación sacó, inopinadamente, algunos de los rasgos más inteligentes y jocosos de su obra. En uno de los fragmentos más jugosos del tramo detectivesco, Pujol conecta a Conan Doyle con Barcelona en Los secretos de San Gervasio: una calurosa noche de agosto en Londres, Holmes recibirá la visita de dos damas barcelonesas solicitándole su ayuda para averiguar el paradero desconocido, de su padre, don Pelegrín. Cuando Pujol escogía esta vía, la diversión y los juegos de espacio y tiempo estaban asegurados. Tomó elementos del género criminal, respetó sus normas genéricas, pero transgredió su fundamento basado en que la razón lo puede todo; él explicaba muy bien que, solo desde la desconfianza respeto a la razón, se logra pensar literariamente.
Partiendo de sus devaneos con las letras y de su bagaje como académico aparece la escena; Pujol
Proust está muy presente en su narrativa. Especialmente en la cadencia del tiempo sobre la ciudad imaginaria (Roma fue su preferencia). El tiempo es una ventana abierta de par en par a la verdad, tal como se ve en El lugar del aire (1984), la tercera novela de Pujol, su narración más proustiana en la que aparece un retrato hiperbólico, a pesar de las apariencias, del celebrado autor de La Recherche. Pujol profundizó en las recuperaciones emocionales de la historia personal de Proust, captada a base de repeticiones. Es la simultaneidad entre los hechos y su memoria; la manifestación de un corazón sensible bajo la indiferencia del resto del mundo. La visión de Proust que propone Pujol resulta concomitante con la que ofrece Foster (Aspectos de la novela), sobre el autor francés. En el capítulo de novelas hay que añadir otras obras de narración culturalista como Es otoño en Crimea (1985) o Jardín inglés (1987).
Carlos Pujol y Andrés Trapiello / FUNDACIÓN JUAN MARCH
El catedrático y crítico literario José María Pozuelo Yvancos destaca sus traducciones de John Donne, Robert Browning, Jane Austen, Chateaubriand o Verlaine. Teniendo un sentido nítido de la justicia social, Pujol nunca presentó el mundo como un lugar habitable a partir de las reformas. Aceptó la lógica de la novela victoriana, por ejemplo, en la que los pobres pueden lamentar el hambre, pero no la pobreza y los servidores pueden tomar a mal los malos tratos, pero no la servidumbre.
Tenía la clarividencia del que anuncia un mundo irreal, la literatura, en el que las buenas intenciones son trampas y los oasis son solo espejismos. Para Yvancos, el recuerdo de su amigo se hace nítido desde la letra hasta el corazón: “Cuando hablaba con él, empezábamos por los temas filológicos, pero siempre acabábamos disertando de lo que él se sentía más orgulloso, sus nietos”. Pujol nunca quiso hablar de sus obras; estaban expuestas en librerías y bibliotecas, lo que al autor le parecía más que suficiente. El académico evoca así al humanista: “Pujol era toda la literatura”.