Letra Clásica
Armando Manzanero, el chamán del bolero
El bolerista mexicano, cuyas composiciones musicales interpretaron Sinatra, Chavela, Moncho, Presley o Roberto Carlos, deja huérfano el género de la música melódica
31 diciembre, 2020 22:30El desamor es el único sentimiento humano que mata y revive simultáneamente. Pero este viaje rápido de ida y vuelta al inframundo, núcleo del bolero, no pudo completarlo Armando Manzanero este lunes, cuando el cantante y compositor falleció en México, a los 86 años. Lo conocemos por sus canciones y tanto más por las versiones de sus colegas: “Adoro la forma en como besas / y hasta cuando me dejas / yo te adoro vida mía…” cantaba Chavela Vargas, tan dócil en el arte como rebelde en la vida. Era tan fuerte la Vargas que, al oírla, uno ni se acordaba del autor.
Algo parecido ocurrió con Moncho (Ramón Calabuig). El gran gitano del barrio de Gracia fue tan bueno cantando boleros que, cuando menos se lo esperaba, el maestro Manzanero compuso para él Llévatela. Era una auténtica pieza cortapulsos en la barra de Las Vegas, un local de entendidos de la Calle Aribau de Barcelona; imagínenselo: pista de baile, alfombras, madera, moqueta, cocteleras con pie adamascado y pinceladas de un simulado art decó artificialmente disperso.
Todavía quedan remansos en la memoria de la ciudad cautiva. En las noches bonitas, Moncho cantaba las letras de Manzanero con ojos de lechuza: “Llévatela, si al fin y al cabo piensa mucho en ti / Por la forma en que te mira, comprendí…”. Y muy pronto supimos que llorar por un amor imposible no es ninguna pena; es un lujazo. Repitió con Házmelo otra vez, compuesto por Concha Valdés, una pieza que Bigas Luna incluyó, en catalán mestizo, en la banda sonora de su película Jamón, Jamón (con Penélope Cruz y Javier Bardem, nada menos).
El bolero con su don de eternidad nos hace sabios, pero cuesta de aceptar la desaparición de Armando Manzanero en los últimos compases del maldito año de pandemia. Su trabajo ha sido interpretado por cantantes como Frank Sinatra, Andrea Bocelli, Tony Bennett, Elvis Presley, Alejandro Fernández, Lucho Gatica, Perry Como, Luis Miguel, Raphael, Roberto Carlos, etc. ¿Se lo imaginan? Todos los grandes querían interpretar a Manzanero; además, cualquiera de nuestros vecinos podía desafinarlo sin rubor, con las manos en los bolsillos, sobre un escalón granítico del Port Vell, como lo hacen los napolitanos con el Trovador de Caruso. Las cuatrocientas composiciones de Manzanero confirman que necesitaba una difusión especial basada en el boca oreja; al fin y al cabo, nunca hubiese podido cantarlas todas él solo.
Manzanero escogía sus escenarios: el Metropolitano de México DF o el teatro Teresa Carreño de Caracas, sin olvidar el Madison Square Garden de Nueva York, donde pisó con profundo respeto el proscenio de Satchmo (Louis Amstrong), aquel trompetista que enloqueció a miles de gringos entregados al embeleso de la nota imposible. El cantante y compositor azteca levantó varias veces el Madison neoyorkino en los años en los que se alternaban conciertos y los combates de boxeo míticos, como aquel Cassius Clay-Sonny Liston por la corona mundial de los pesos pesados. No les cuento la que montaba la música de Manzanero en el Tropicana de La Habana, el cabaret de Tres tristes tigres, la novela de Guillermo Cabrera Infante; allí conoció a Ignacio Villa, el Bola de Nieve, uno de sus dobles.
Manzanero había empezado de joven a tocar el piano para otra voz indisoluble del bolero: el chileno Lucho Gatica, intérprete magistral de El Reloj, de Roberto Cantoral. Con este último debutó en EEUU y allí entabló amistad con Celia Cruz, la reina cubana del bolero, la salsa y el son. En las últimas horas, tras conocerse la pérdida, la música cubana se ha mostrado embravecida por el desconcierto del fin: el salvadoreño Álvaro Torres y los habaneros Francisco Céspedes y Haila María Mompié (“me quedo con tu inmensa sonrisa”), fueron los primeros en mostrar su pesar por la muerte del azteca.
Su capacidad como músico ensombreció su voz al comienzo de su carrera; pero pronto, Manzanero demostró que era capaz de transportar inmaculado el hilo fino de su voz desde la piedra de Dionisos hasta la última grada del anfiteatro. Su rima atravesaba plateas y palcos hasta llegar a la puerta de la calle, el auténtico gallinero de los recitales románticos, donde se agolpaban los que no tenían entrada. Cuando vio el ímpetu decorativo de los tenores cantando sus piezas entendió que debería calibrar al bolero lejos de la rabia de la Sonora Matancera, con Celia o con Beni Moré. Su música no es una sinfonía, está basada en los criterios de orden y disciplina, pero sin pasar por alto la voluntad especulativa que se encuentra en la base de toda creación.
Entendió por qué Oscar Wilde había escrito que cada artista pinta siempre el mismo retrato. Manzanero, siguiendo al gran autor dublinés, decidió componer siempre el mismo bolero; cambiaría las proporciones, los sostenidos, pero su esencia sería siempre la misma. Los tenores cantan a partir del estómago; pues bien, Manzanero, que había dejado de esconderse detrás del piano, cantaba desde la glotis y con los ojos muy abiertos. Su voz atravesaba paredes, como los ojos de Gala (en palabras de Paul Éluard).
Contigo aprendí o Esta tarde vi llover impactaron en los sesenta en el mundo sentimental de la Gran Manzana y conmovieron a las enamoradizas Américas hispanas. Esta tarde vi llover es una escalera sentimental sencilla de apenas once peldaños (palabras); define la soledad como estado de ánimo universal; es la soledad convertida en elocuencia, sin embrujos ni tapujos. En 2011, el legendario Toni Bennett, atraído por la matemática del compositor mexicano, grabó con el español Alejandro Sanz una versión bilingüe de esta pieza (Yesterday I Heard the Rain). También lo hizo el famoso pianista de jazz, Bill Evans.
Mucho antes, en 1973, Elvis Presley cantó su versión de Somos novios, traducida como It‘s Impossible. Quizá por la presencia de Elvis, esta versión emparentó el bolero con el calipso de Harry Belafonte, la música afro y cadenciosa de Trinidad Tobago, muy extendida en las islas de San Andrés y Providencia (Colombia), en Panamá, en Venezuela y en la costa caribeña centroamericana. A este ritmo, pariente sesgado del bolero, le pusieron el nombre de calipso en recuerdo de la ninfa que salvó a Ulises de un naufragio y lo hizo prisionero a base de mágicos ensalmos.
A partir de estas concordancias, resulta fácil colgarse de Manzanero y seguirá siéndolo por mucho tiempo, aunque ya no esté entre nosotros. El tipo de bolero que concibió tiene cabida en el mito; es la música de Orfeo proclamada en un verso de Rilke, con permiso de Ramón Andrés (Diccionario de música, mitología, magia y religión). Su música y su voz poseen la fertilidad y la elasticidad del abedul. Contienen propiedades curativas, ya que la buena música, igual que la medicina, atiende a los números; es decir, las partituras y las enfermedades se miden por consonancias. Demócrito advirtió que una tonada melodiosa podía curar la picada de una serpiente venenosa y Celso recomendó la música para curar las tristes vacilaciones. Simplificando, el bolero, canción triste, cura las tristezas del alma con el piano y la voz, del mismo modo que los conjuros chamánicos expulsan las epidemias acompañados de música de cuerda.
Algo sabía de todo eso este compositor nacido en la península de Yucatán, en 1935 en una familia de músicos. Su padre fundó una orquesta, su madre fue bailarina y su abuela dirigió una escuela de Bellas Artes en Mérida, donde Manzanero estudió desde niño. Sin haber cumplido diez años, se plantó ante los suyos: “Quiero ser músico”. Aprendió acordeón y piano hasta que decidió ir a vivir a México DF a casa de su amigo Luis Demetrio, un conocido compositor yucatero.
De joven se dio sus serenatas a la luz de un candil y bajo el balcón de la bella de turno; aceptó las derrotas de la educación sentimental mexicana, hasta el punto de sentirse descorazonado en el rincón de una cantina y oyendo a distancia el conocido lamento mariachi que dice “yo lo que quiero es que vuelva, que vuelva conmigo la que se fue” Pero Dios no le llevó por el camino de las rancheras; nunca “fue borracho, pendenciero ni jugador” como Juan Charrasqueado. Armando estaba predestinado al llanto sensual.
En Ciudad de México, llevando las canciones de Luis Demetrio, el joven Manzanero conoció a Rubén Fuentes y al compositor Rafael de Paz, que le abrieron las puertas de la profesión. Saltó al ruedo cuando más débil estaba la balada romántica. Pero era bueno, tan nítido, que grabó su famoso hit Adoro, en 1967. Fue su primer éxito de ventas, pero sobre todo un clásico cantado a menudo por almas sensibles, como Alejandro Sanz, quien estos días ha colgado en twitter esta bella despedida: “Nos enseñaste adorar de la manera más bella”.
Se marcharon Aznavour, Gardel o Sinatra; esta vez le tocaba a Manzanero siguiendo el injusto cruce del destino. En las alboradas celestes que caen en arcos de mil colores sobre las gélidas tierras del Norte, dicen que Manzanero anda deletreando No sé tú, Contigo aprendí, Esperaré o Somos novios. Hace ya diez años que los Grammy latinos le reconocieron con un premio a la excelencia. Y ahora la Sociedad de Autores y Compositotores de su país ha calificado su desaparición, como “el fin del alma romántica de México”. En los últimos años, el repliegue de Manzanero sobre los suyos se ha había hecho evidente. En 2018 cantó Adoro en lengua precolombina, en un homenaje que le rindieron en Chichén Itzá, la capital del antiguo Imperio Maya.
¿Qué tendrán la pólvora y las sábanas que las hace tan atractivas? Octavio Paz, el poeta superlativo de esa gran nación, lo tuvo claro: “la melancolía”, un mise en abyme, literario, hecho de capas superpuestas como las matrioskas rusas; un misterio difícil de afrontar, con el que no hubiese podido ni el mismo Nietzsche. Lo intentaron Fernando del Paso en su novela Palinuro de México o el argentino Manuel Puig, rey de la parodia, con El beso de la mujer araña, una historia en la que el bolero es la intrahistoria dentro de la historia al son de Contigo aprendí (otra pieza inolvidable de Manzanero), en la que el amor no da una segunda oportunidad: “…las cosas buenas ya contigo las viví”.
El misterio de la violencia en México podría haberse cerrado con Carlos Fuentes en novelas como con La muerte de Artemio Cruz o Los años con Laura Díaz. Pero ni él pudo evitar la contaminación de la lucha contra la injusticia social o la preexistencia de Sinaloa, cuna del polvo blanco, reflejada en los narcocorridos de Los tigres del Norte; casi nadie ha desentrañado el dolor tan profundo de una tierra que convive con la muerte sin motivo y sin el menor atisbo de arrepentimiento. Quizá por eso México produjo los boleros de Manzanero, el gran lenitivo de una cultura, que no se cierra ninguna puerta.