Letra Clásica
Memorias de una Europa en marcha
Mauricio Wiesenthal escribe una elegía sobre la cultura de principios del pasado siglo a partir de un libro de viajes, reales y simbólicos, sobre el mítico ‘Orient-Express’
20 agosto, 2020 00:00Hay libros de otra época que certifican, simplemente mediante su existencia, los crueles efectos del paso del tiempo. En contra de lo que muchos postulan, no siempre es para mejor. Entre otras razones porque la celada de las horas, que siempre nos amenaza, es irremediable. Uno de estos títulos es Orient-Express. El tren de Europa (Acantilado), unas memorias personales que Mauricio Wiesenthal (Barcelona, 1943), escritor cosmopolita, judío pelirrojo, perito en vinos, hombre culto y civilizadísimo, enamorado de la Europa de entreguerras, ha construido como un jalón más de su asombrosa y sucesiva literatura sensorial, que es aquella que, frente a la parquedad de estilo que tanto se estila (la redundancia es expresiva), opta por poner en escena, igual que en una ópera galante, todo aquello, imperfecto y hermoso, que una vez existió y que el calendario ha arrasado.
Por supuesto, este tipo de libros se sustenta en la amplificación verbal –de hechos, instantes, situaciones, historias– y en la práctica de la nostalgia como una más de las bellas artes, pero dada la pobreza de algunas obras que hoy se dan a la imprenta, constituye una maravillosa anomalía. Una flor extraña. Wiesenthal ha escrito, a la manera de Stefan Zweig, uno de sus maestros, un libreto (con la música del tiempo perdido) que en apariencia versa sobre la historia del rey de los trenes pero que, en el fondo, es otra cosa. Mucho mejor: un cuadro de época, una historia descompuesta en mil relatos secundarios, un delicioso libro de viajes (reales o imaginarios) que tiene lugar en ese estado del tiempo que es la memoria íntima.
Mauricio Wiesenthal / LENA PRIETO
Su gran mérito, además de la erudición, más que notable, es el hábil manejo de una de las virtudes reconocidas a Proust: la capacidad para transmitir emoción evocando algo que hemos sentido antes, en otra vida imposible, incluso antes de que hubiéramos nacido. La magdalena de Wiesenthal es una locomotora que tira de vagones hechos de maderas nobles, marquetería artística y esa decadencia que siempre manifiesta el lujo ingenuo.
“Las memorias de viaje –olorosas maletas de cuero de Rusia, etiquetas de hoteles, cuadernos de notas manuscritos con tinta azul– acaban transformándose en recuerdos de amor. Cuando pasan los años se vuelven confusos y nebulosos como las noches de tren, apenas iluminadas por los recuerdos fugaces de las estaciones: luces blancas de Laussane, anaranjadas en Venecia, amarillas en Belgrado, rojas en Sofía y azules en Estambul”, escribe Wiesenthal en la obertura de su viaje, donde se relatan las formas de la Europa civilizada y apasionante que desde finales del siglo XIX trataba de superar el estrecho marco de los nacionalismos –con sus recurrentes y obstinadas fronteras– para articular un espacio común, burgués, comercial y próspero donde los diferentes podían convivir sin tener que aniquilarse. Un espejismo, porque las dos grandes guerras mundiales se encargaron de impedirlo, quebrando esta unión tácita, cultural, basada en la pluralidad de caracteres, pero que durante unos instantes del mundo, en determinados lapsos históricos, previos o posteriores a las contiendas, parecía algo posible.
Postal de promoción del 'Orient Express'
El Orient-Express, hilo conductor de las vivencias de Wiesenthal, símbolo de la ruta que unía Londres y París con Turquía, puerta de Oriente, dejó de existir en los años setenta. Su último viaje fue una enmienda de toda su historia. El tren salió tarde. En realidad, todo conspiraba en su contra: la división de Europa en dos bandos –las democracias liberales frente a las repúblicas del imperium soviético–, la repentina vulgaridad de las élites, que dejaron de ser espirituales para tornarse materialistas, la obsesión del beneficio inmediato y, sobre todo, la confusión entre cultura y política, que trabajaba en favor de la división continental en vez de mantener la concordia.
Afiche de la ruta del 'Orient-Express' desde Londres a Bucarest
Wiesenthal, que vivió el último viaje del mítico tren en un vagón de tercera y retrató esta experiencia en un libro anterior –La Belle Époque del Orient-Express (Geocolor, 1979)– narra ahora una geografía y un ambiente, el universo de “los nómadas del golden travel”, donde las ficciones novelescas parecen ciertas y las mentiras de los cuentos se encarnaban en personajes de leyenda, como Josephine Baker, Coco Chanel, Mata Hari, Agatha Christie, María Callas, Arthur Rubinstein, Deborah Kerr, Marlene Dietrich, Laurence Olivier, D. H. Lawrence, Blasco Ibáñez o Graham Greene.
También hay actores secundarios: sultanes orientales que viajaban a París con un séquito imposible, espías de todos los bandos, hombres de negocios, presidentes que se caían del tren en camisón –le pasó al francés Paul Deschanel–, inviernos cubiertos de nieve, bosques frondosos, asesinos anónimos o mercenarios elegantes. Sesenta y siete horas y treinta y cinco minutos de trayectos de ida vuelta entre Oriente y Occidente, con escalas, controles aduaneros, sueños rotos, pasaportes gastados, billetes austrohúngaros, caviar, pularda en su punto exacto de cocción, traficantes de armas, el erotismo tras las cortinas, cenas con música de Mahler y Strauss, privacidad frente a la multitud.
Ilustración del 'Orient Express' llegando a Estambul
Una continuidad de espacios, estaciones, restaurantes barrocos, gustos, trajes, vinos, recetas gastronómicas y excesos. El atrezzo de una grandeur que el tiempo fue volviendo amarilla y terminó, como los vagones originales de la Compagnie Internationale des Wagons-Lits, subastándose al mejor postor (generalmente Hassan II, rey de Marruecos) como piezas de un museo de las reliquias del tiempo o, en el mejor de los casos, restaurados por inversores millonarios –Wiesenthal cuenta la historia del oligarca James Sherwood, que adquirió parte de la herencia del Orient-Express– como atractivo vintage, en una caricatura bienintencionada de los tiempos magníficos en los que la modernidad y la luz eléctrica asombraban al mundo. Cuando viajar el globo era un acto poético. En esos años lejanos en los que las bicicletas podían ser monturas aristocráticas, llevar bombín se consideraba un hecho de estilo y leer libros una señal indudable de cultura.
En esta época lejana, viajar era un suerte de provocación cultural, en lugar de una excursión. Wiesenthal evoca con maestría esos momentos sublimes que sólo han conocido los viajeros con clase: el olor de la lavanda de los baños de los hoteles, el distinto perfume de cada uno de los países de la ruta –la Austria de los pinos, la Italia de los limoneros, la Francia de la vendimia, una Rumanía las acacias–, abrigos meciéndose, sonámbulos, en las perchas de los trenes, sábanas de hilo, sorbos de Dubonnet, el suspiro de las locomotoras, la puntualidad de las partidas, la exactitud de las llegadas, los silbatos y los relojes en hora. El humo de los trenes, la libertad de una Europa sin nacionalismos, habitada únicamente por peregrinos.