Manuel Vilas

Manuel Vilas

Letra Clásica

La memoria (sentimental) de Manuel Vilas

‘Alegría’, la novela finalista del Premio Planeta, proyecta al presente la misma fórmula prosaica de ‘Ordesa’, aplicada ahora a las inciertas relaciones entre padres e hijos

9 enero, 2020 00:00

Lo escribió Félix Grande en unos versos (portentosos) de su libro Música amenazada: “Donde fuiste feliz alguna vez / no debieras volver jamás: el tiempo / habrá hecho sus destrozos, levantando / su muro fronterizo / contra el que la ilusión chocará estupefacta / El tiempo habrá labrado,/ paciente, tu fracaso / mientras faltabas, mientras ibas / ingenuamente por el mundo / conservando como recuerdo / lo que era destrucción subterránea, ruina”. Ok. De acuerdo. ¿Y qué ocurre con los lugares donde hemos sido profundamente desgraciados? ¿Merecen volver a ser visitados? La respuesta a esta pregunta depende del carácter personal de cada cual, que, como sabemos desde Heráclito, es la ecuación secreta de nuestro destino, esa incógnita sin solución. Hay quien piensa que sí: que todo lo vivido de verdad, a fondo, merece resucitar de alguna u otra forma mediante al ejercicio prodigioso de la memoria. Otros, escépticos, coinciden con la visión de Grande: la vida nunca se repite nunca igual y, justo para soportar tan amargo trance, es necesario desprendernos de las cosas y hasta de las personas sin demasiados ceremoniales. Sin lágrimas. Sin nostalgias. “Toma sin orgullo, abandona sin esfuerzo”, escribió Marco Aurelio en sus Meditaciones

Sucede, sin embargo, que nuestra capacidad de elección en relación el pretérito es una ficción: a medida que cumplimos años vamos descubriendo (con pánico) que los recuerdos se van transformando en un inevitable presente continuo. Con este material de acarreo sentimental compuso Manuel Vilas Ordesa (Alfaguara), que más que una novela es un libro (fragmentario) lleno de lirismo por la muerte de sus padres, un hecho que siempre es el preludio, la obertura, de la sinfonía del propio deceso, todavía por llegar, pero ya a la vista. A partir de sus recuerdos, compartidos por parte de su generación, el escritor aragonés entonó una prodigiosa elegía sobre su familia –sobre todas las familias– que logró convertirlo, tras publicar poesía e incurrir en la narrativa, en un autor mainstream: traducciones, premios, colaboraciones, viajes, lecturas, conferencias y los atributos de la celebridad (momentánea). Si hacemos caso a sus palabras –“Que te espere alguien en algún sitio es el único sentido de la vida, y el único éxito”– Vilas lo ha logrado: es un escritor “autónomo” que vive de los libros tras convertirse en finalista del Planeta

Alegría, Manuel Vilas / PLANETAAlegría, Manuel Vilas / PLANETA

La suya ha sido una carrera en ascenso que, como en otros casos anteriores, está en ese punto exacto de convertirse en un bucle. Alegría (Planeta), la novela por la que ha recibido el galardón planetario, no es en realidad tal: más que de un cuento de largo aliento –sus capítulos son significativamente escuetos, casi miniaturas–, se trata de un libro de memorias, evocaciones y, en cierto sentido, un manual de autoayuda que insiste en la fórmula compositiva de Ordesa: descripciones prosaicas seguidas de destellos de lirismo que, por acumulación, van tejiendo una red de referencias –el campo vivencial de un poema sin versos estrictos– que termina dibujando un universo, un ánimo, una mirada. Vilas se copia a sí mismo –entiéndase en sentido positivo: el único capaz de autoplagiarse con rigor es el propio autor– con un talento indudable, pero, al contrario que en Ordesa, esta vez proyecta su maquinaria evocativa no tanto sobre la muerte –que ahora únicamente es un ingrediente más– cuanto sobre la vida común, trastocando lo que venía a ser un drama amarillo, como la famosa lluvia de ese color, representación metafórica del tiempo, en una estampa celeste. 

Alegría tiene un final feliz –aunque se trate de un pasaje circunstancial– que quiebra la elegancia difunta de Ordesa y que, aunque ilumine la vida del narrador, no le permite alcanzar el fulgor de su hermana mayor, donde el juego entre la vulgaridad (cotidiana) y la poesía (de la memoria) confluían con una trascendencia poderosa que aquí se muestra más avara. Suponemos que, en parte, sucede porque la vida del autor –esa voz que se cuenta– ya no es la de Ordesa: el narrador ha dejado de ser el hombre, divorciado, que habita en un piso hipotecado situado en una de las anónimas periferias de la España provinciana, cuyo tiempo gastaba dando clases (estériles) en un instituto, para convertirse ahora en un escritor célebre que viaja por el mundo para vender su novela, firmar ejemplares y hablar (con extraños) de la vida de su familia, convertida en un patrimonio colectivo. A pesar de los saltos de espacio y tiempo, se trata de una existencia monótona, irreal, muy similar a la que Saramago codificaba en sus postreros Cuadernos de Lanzarote. En ella ya no palpita la rabia de la autenticidad, sino el mecanicismo de una vida sin asideros. De esta forma, uno de los elementos de contraste del libro –esencial en términos de poesía prosaica– se resiente.

Ordesa, Manuel Vilas / ALFAGUARA

Ordesa, Manuel Vilas / ALFAGUARA

El enfoque de Alegría, además, es menos nítido que su antecesora: Vilas cuenta primero su búsqueda de la alegría en relación a sus hijos y, consciente quizás de que tal elección le conduce a la endecha, más que a la elegía, retorna a la memoria de sus padres, para tratar de vincularla de alguna forma con sus vástagos. El resultado de este viaje en el tiempo entre tres generaciones es la pérdida (paulatina) de intensidad. Un parpadeo en el fuego de la emoción. Algo que sería natural en el caso de una novela de corte convencional –como ya nos enseñara Borges, al justificar su predilección por los cuentos– pero que, en un libro sustancialmente lírico, donde la retórica debe funcionar como un cañón, nos parece un defecto.

Alegría, más que la segunda parte de Ordesa, se asemeja, por decirlo en términos musicales, a unas gloriosas tomas de estudio: contiene fragmentos extraordinarios –el arranque del libro, la disquisiciones sobre la crisis de la edad madura, ciertas evocaciones sobre la lejana infancia, la descripción de las experiencias escolares– que contrastan con episodios pedestres –por ejemplo, el pasaje donde se relata una comida con Felipe González–, escritos con una redacción de enciclopedia, o instantes descriptivos excesivamente prolijos, que rompen el delicado equilibrio entre lo que es diminuto (pero trascendente) y lo simbólico (universal). 

Estos elementos, por supuesto, también estaban en Ordesa, pero en su caso se combinaban en una proporción distinta. La historia de fondo es la misma: el paso del tiempo, inevitable, como fuente esencial de tristeza; y el presente, visto a través de la recreación de una alegría voluntarista. Entre ambos extremos camina el narrador del libro, que pasa con facilidad de la sensibilidad a la sensiblería sin llegar a perpetrar una autoficción –echamos de menos muchas de las sugerencias del género– porque su territorio no es exactamente ambiguo, sino explícito, autobiográfico, la continuación voluntaria de un camino –el de la memoria sentimental– que ya aparecía en Lou Reed era español (Malpaso), al que en términos cronológicos debemos considerar el embrión (estilístico) de Ordesa, esa elegía (sin alegría).