Performance del artista Vahit Tuna en Estambul con 440 pares de zapatos de mujer / EFE

Performance del artista Vahit Tuna en Estambul con 440 pares de zapatos de mujer / EFE

Letra Clásica

Caminar con los zapatos de otro

La fuerza simbólica y angustiosa de los zapatos es tremenda, representan mejor que cualquier otra prenda nuestro estar en el mundo

27 octubre, 2019 00:00

En una pared de un edificio de Estambul el artista Vahit Tuna ha colgado 440 pares de zapatos femeninos. La imagen es llamativa, y como además alude a una realidad sobre la que desde hace algunos años crecen los intentos de sensibilización --la realidad de los feminicidios--, ha dado la vuelta al mundo.

Son 440 pares de zapatos porque ese es el número de las mujeres asesinadas en Turquía durante el año 2018. Hay que celebrar a las intenciones del artista, es una buena causa. Es de suponer que poca influencia concreta tendrá esa obra impactante en el hombre número 441, o sea en el siguiente sujeto violento, colérico, muchas veces alcoholizado, que asesina a una mujer porque sencillamente está harto de verla y culpa de su propia frustración, de la miseria de su propia vida, a la existencia en el mundo de esa mujer particular, que suele ser la que se casó con él ; o porque ella quiere separarse, o dejarle por otro; o porque no accede a sus deseos sexuales o amorosas, o... por lo que sea. Ciertamente el recuerdo de esa pared de zapatos no hará que el próximo homicida se detenga a pensar unos minutos y deponga su intención, pero quizá haga que la futura víctima o alguien de su entorno tenga más presente la magnitud de la tragedia y se movilice para evitar que se repita...

¿Por qué son zapatos precisamente de tacón los 440 pares en la obra de Tuna? El artista dice que además de que tienen más prestancia estética que los zapatos planos, son un símbolo de poder e independencia femenina. Esto es en parte verdad; en general las mujeres suelen ser más bajitas que los varones y a algunas o a muchas les da un suplemento de confianza en sí mismas y de aplomo crecer unos centímetros. Y sobre todo en países islámicos, donde la clerigalla, el Estado y la tradición consideran a la mujer un ser inferior y pecaminoso, y procuran tenerla sometida y hacer que su apariencia sea cuanto más informe mejor, es de suponer que ponerse tacones es toda una declaración.

Ello al margen, naturalmente, de las razones y connotaciones erotizantes. Estas razones estéticas y connotaciones eróticas son las que precisamente llevan en determinadas firmas a exigir abusivamente de sus empleadas el uso de los tacones. De vez en cuando salta la noticia de que en Osaka o en Milano las empleadas de una empresa se han rebelado contra tan enfermiza imposición, y contra tan dañino y antinatural calzado.

La fuerza simbólica y angustiosa de los zapatos es tremenda. Representan mejor que cualquier otra prenda nuestro estar en el mundo, como lo prueba el hecho de que para pedir comprensión los anglosajones en vez de decir “ponte en mi piel” digan “ponte en mis zapatos”, o como en la canción, “camina una milla en mis zapatos”.

Al leer sobre esta obra impactante de Vahit Tuna me he enterado de que en algunas regiones de Turquía los parientes colocan a la puerta de la casa los zapatos del fallecido, como muestra de luto. En ciertos países centroeuropeos, al entrar en un piso siempre se fija uno con extrañeza en los zapatos en el recibidor. Es costumbre dejarlos allí para no manchar de barro el suelo. A veces hay también pares de zapatillas para que el visitante no ande descalzo por el piso. Resulta desagradable ponérselas, la verdad, pero donde fueres haz lo que vieres. Esos zapatos en la entrada del piso pueden dar una impresión de intimidad doméstica y confortable, o ser un poco deprimentes, eso ya depende de cada uno. Por cierto que al ver esos zapatos uno ya sabe quién está en casa y quién no.

Recuerdo la diferencia entre dos memoriales sobre el Holocausto a la orilla del Danubio. En Viena, Alfred Hrdlicka (1928-2009), el escultor vienés más reconocido de su tiempo, incluyó en su monumento contra la guerra y el fascismo de la Albertinaplatz la efigie de bronce de un judío prototípico (barba, kipá, etc.), en cuclillas, fregando la acera con un cepillo, humillación que fue real durante el imperio nazi en Europa. El monumento tuvo la consecuencia involuntaria de molestar a algunos representantes de la comunidad judía vienesa; no les gustaba esa perpetuación simbólica de aquel episodio, aunque desde luego las intenciones de Hradlicka eran muy otras: él se proponía forzar al espectador a contemplar la escena, invitándole así a ponerse “en los zapatos” o “en la piel” del público nazi de aquellas ceremonias humillantes, e invitarle a la meditación.

Menos conspicua pero igualmente impactante es la escultura --ignoro el nombre del autor-- en Budapest, en los muelles del Danubio, entre el Parlamento y el Puente de las Cadenas. Son sesenta pares de zapatos de hierro que recuerdan los fusilamientos de 20.000 judíos del gueto a los que las “Cruces flechadas”, los nazis húngaros, hacían descalzar, les ataban por parejas y para ahorrar balas --eran las postrimerías de la segunda guerra mundial-- les pegaban un solo tiro; el muerto arrastraba a su compañero al Danubio.

En los mercadillos, en las zapaterías, en el Rastro o los Encantes uno ve a veces montones de zapatos usados y siente un leve malestar insignificante. Hace pocos años vi en una galería de la calle Consejo de Ciento de Barcelona una vitrina sobre un alto zócalo, que contenía un zapato de varón, pintado con reluciente esmalte negro. La cartela decía: “Sabata de Cuixart”. Fecha: 1963. Siguiendo las tesis de Duchamp, según las cuales el criterio del artista convierte en obra de arte cualquier cosa que seleccione, Cuixart había elegido su propio zapato; no era del todo original porque el año anterior Claes Oldenburg ya había expuesto sus pantalones. En fin, beatus ille.