Letra Clásica
Landero, memorias de un hombre tranquilo
El escritor extremeño explora sus recuerdos familiares en ‘El huerto de Emerson’, una narración de impecable factura llena de mordacidad, autoburla y sentimiento
2 abril, 2021 00:10Lluvia Fina fue una distracción, o una tentación muy poderosa a la que no pudo resistirse, para el escritor Luis Landero. Andaba trajinando con unos diarios, unos cuadernos en los que contaba por puro gozo y por hacer gimnasia de unas memorias más íntimas cuando una noticia en un periódico (brutal reyerta familiar en medio de una celebración) le llevó a preguntarse sobre esa red de silencios y medias verdades con las que todas las familias (felices o no) tejen sus relaciones. Apartó la idea de los cuadernos y se puso a escribir. El resultado fue la novela mas leída, vendida y glosada del año 2019 y la confirmación de que a Landero los lectores le creen cada vez que abre la boca, coge el ordenador, la pluma o lo que él quiera. En plena campaña de promoción de Lluvia fina, con el virus acechando pero aún emboscado, declinó presentaciones e invitaciones para enfrascarse en una tarea – decía– que le tenía felizmente ocupado. Ahora sabemos que el escritor estaba ejerciendo de hortelano de su propia memoria para escribir El Huerto de Emerson, la última de sus obras. No se puede llamar novela, no nos atrevemos a calificarlas de diarios.
Ya lo puso difícil –por aquello de clasificar lo escrito– en El balcón en invierno, escrita en 2014 y donde renegando de la ficción ( “ya nadie lee novelas”) jugaba a ficcionar su propia vida y se entretenía en ahondar en los rincones de sus recuerdos y esos pasillos de la infancia, por los que deambula con una soltura ejemplar. Para desmentirse a sí mismo, y por mucho que insistiera en que fue una tentación que cumplió de manera casi involuntaria, escribió la que ha sido su novela más aplaudida, más allá de la consagrada Juegos de la edad tardía, y demostró que no es gratuito el lugar que ocupa en las letras en español.
Además de una impecable factura en su narrativa, limpia, escrupulosa, ágil y siempre aparentemente fácil, Landero cae bien. No demasiado amigo de cenáculos ni salones, cuando los transita es, malgré lui, un foco de atención porque, además de tener un gran sentido del humor no luce de un ego desorbitado ni parece tener cuentas que ajustar con el reconocimiento de su talento. A juzgar por sus prolijas referencias a su infancia ya de niño le bajaron los humos muy pronto. Hay una fina mordacidad y autoburla en sus obras, especialmente en aquellas que como El balcón o este Huerto, habla de sí mismo como autobiografía o, mucho más estimulante, simples juegos de la memoria.
Suele visitar su infancia Landero, pero cada viaje es diferente. Su origen rural, del que presume tanto, es parte sustancial ya de su idiosincrasia narrativa y también la relación con un padre, que murió temprano, y una familia en la que abundaban las mujeres, madre, hermana, tías y primas. Y tampoco nos sorprende, una vez más, esa referencia a su sentimiento de impostura, de no ser perito en nada (ni siquiera en lunas, aunque la haya mirado tanto, como a las estrellas del patio de su casa extremeña), de haber tocado muchas teclas (la guitarra como sima de su capacidad, instrumento que dejó abandonado el día que escuchó a Paco de Lucía y se sintió un liliputiense, según leyenda que gusta de alimentar) y haber trabajado de todo hasta llegar a ganarse la vida como profesor de literatura y escritor.
A estas dos habilidades se dedica hace muchos años, pero siempre con la idea de que pasaba por ahí y, como le gustó el sitio, se quedó para siempre, sin demasiadas ínfulas, vocación compulsiva y aún menos cumpliendo un destino trágico. Para trágica la vida, que es finita y que para hacerla más llevadera es preciso ocuparse de cosas distraídas. El huerto de Emerson es la confirmación de todo eso que nos ha ido chivando, de manera a veces explícita y o recurriendo a la ficción. Landero concibe estos cuadernos, a los que compara con un huerto, con la idea de hurgar en la vieja casa familiar, abriendo cajones y despejando el polvo de los baúles, para descubrir imágenes, objetos evocadores y retales de lecturas y compartir con el lector un viaje sentimental que siempre resulta emocionante, divertido y extraordinariamente hondo.
Insiste una vez más el escritor en su admiración por los oficios auténticos –así los llama–, aquellos en los que nunca se deja de aprender: albañiles, carpinteros, fontaneros o quienes son capaces de reparar un electrodoméstico. ¿Qué sé hacer yo? se pregunta, confesando que lo suyo no es serio ni merece tal nombre. Lo hace por puro gusto, por jugar al solitario con todos los héroes y villanos que han sido parte de su vida, desde en los viejos tebeos a las densas novelas rusas o a las propias invenciones (en El balcón en invierno confesaba que en su casa, más que novelista, siempre fue novelero).
Lleva lustros enseñando literatura y sin embargo –advierte– no cree tener un acopio desmesurado de sabiduría al respecto, sino retazos, ideas, algunos párrafos inolvidables y fogonazos de genialidades, siempre de otros. Precisamente tirando de ese hilo hay en este libro citas para guardar para siempre, relatos de grandes relatos y una perfecta imbricación entre las peripecias personales y las lecturas, entre lo vivido y lo leído, entre lo que sucedió y lo que uno vivió como si le sucediera.
La lengua se amolda y luce como en manos de un alfarero cuando Landero va y viene de su corazón a sus asuntos, volviendo a la casona de sus abuelos, grande, destartalada y provista de rincones misteriosos donde las mujeres, su abuela especialmente, desparecían para volver con pequeños tesoros envueltos en tela o en papel de estraza. Los olores, los misterios, el tiempo lento y contundente son narrados con tanta nitidez que quien haya compartido espacios como los del autor los revive, y quién no, se siente invitado a hacerlo, uno más de una familia amplia en la que se colaban a veces vecinos, parientes lejanos y señores de visita.
Sin fastidiarle al lector algún momento memorable de risa y confesiones, es más que reseñable el título del libro, El huerto de Emerson, metáfora del profesor en la primera clase con sus alumnos. La docencia le salía bien, dominaba el repertorio, hasta que en una clase especial, de visita a un centro que no era el suyo, quiso innovar parte del relato, con un resultado tan hilarante que sería un pecado hurtar a los lectores ese genuino momento de asombro y carcajada. Bajándose los humos, tomándose poco en serio y cumpliendo escrupulosamente un dicho suyo –en vez de conocerte a ti mismo, que suele ser aburrido, mejor conocer otras cosas– Landero consigue hacer su narración aún más grande y confirmarse como un gran escritor y una de esas personas a las que podemos admirar con independencia de su obra.
Pareciera que, además de pasárselo en grande, Landero haya ido concluyendo un ciclo personal, como el que recoge la casa de los padres y ordena los armarios. En toda su obra lo leído y lo vivido aparecen: el pueblo, pero también el barrio madrileño de La Prosperidad y alguno de sus viajes, aunque confiesa que, a pesar de su prestigio y de lo provechosos que resultan, no le gustan. Rotundamente. Prefiere leer o andurrear por terrenos conocidos. De elegir, se queda con la eterna odisea de la literatura, la aventura del lector y –ha de reconocerlo– el placer de escribir y hacerlo con exactitud y buena letra. Josep Pla viene en su ayuda para explicarse mejor: “Es mucho más difícil describir que opinar. Infinitamente más. Por eso todo el mundo opina”.