La escritora barcelonesa Elisabeth Mulder (1950) / ROSARIO DE VELASCO

La escritora barcelonesa Elisabeth Mulder (1950) / ROSARIO DE VELASCO

Manuscritos

Un inédito de Elisabeth Mulder

'Letra Global' ofrece el primer capítulo de 'El retablo de Salomé Amat', la novela inédita de la escritora barcelonesa Elisabeth Mulder, recuperada por Espuela de Plata

2 abril, 2021 00:00

Elisabeth Mulder Pierluisi, también conocida como Mulder de Dauner (su nombre de casada) nació en Barcelona en 1904. Escritora, traductora, periodista y crítica literaria. Perteneció al grupo de creadoras conocido como Las Sinsombrero, coetáneo a la Generación del 27. Criada entre Puerto Rico y la Ciudad Condal, vivió una existencia cosmopolita gracias a sus viajes por Europa y a su amplio dominio de los idiomas –sabía español, inglés, alemán, francés, italiano y ruso–. Fue alumna de Enrique Granados, que le enseñó a tocar el piano. En 1919 ganó un concurso de poesía con el poema Circe y empezó a colaborar con El Noticiero Universal de Barcelona. En 1927 publicó su primer poemario –Embrujamiento– y en 1934 su primera novela –Una sombra entre los dos–, a la que siguió, en 1935, La historia de Java.

Antes de la Guerra Civil su firma apareció en los diarios Mundo Gráfico y Las Provincias de Valencia y tradujo a Baudelaire, John Keats, P. B. Shelley, Pearl S. Buck y Pushkin. Desde los años cuarenta formó parte del círculo de Eugenio d'Ors en la Academia del Faro de San Cristóbal, así como en la tertulia Trascacho. Colaboró en las revistas literarias Ínsula y Vértice. Entre sus obras figuran El hombre que acabó en las islas (Apolo), Alba Grey, El vendedor de vidas (Barcelona, Juventud), Flora, Luna de las máscaras (Barcelona, AHR) y la colección de relatos Este mundo (Barcelona, Artigas). Su labor como periodista figura en las hemerotecas de cabeceras como La Vanguardia, Destino, Solidaridad Nacional y ABC. En los ochenta, mientras se quedaba ciega, acaba la novela El retablo de Salomé Amat, donde narra la historia de una familia a través de cuatro generaciones de mujeres. La editorial Espuela de Plata recupera ahora esta narración póstuma, que permanecía inédita hasta ahora, y de la que Letra Global publica su primer capítulo a modo de adelanto editorial.

El retablo de Salomé Amat

CAPÍTULO I

El pueblo no tiene nada de particular, salvo aquella cordillera de altas cumbres al fondo y un valle estrecho junto al río. lo atraviesa, y es a la vez su calle mayor, una carretera de primer orden cerrada a la salida por un puesto de aduanas. Los alrededores no pueden ser más agrios: grises peñascales, montes achatados, con pelambrera de carrascas, y algún encinar exiguo. Pero el pueblo, fronterizo, es rico. Casi todas las casas, o por lo menos las de la calle mayor, tienen una tienda bien abastecida y todas viven y medran gracias al contrabando. 

En el pueblo no hay mendigos. Si alguno aparece por él, es forastero y va de tránsito. La población, por más dadivosa que se muestre en ocasiones, se cansa pronto de mantener vagos, forzosos o no, y es habilísima en sacudírselos. Puebla de roca no resulta, pues, un lugar muy acogedor para los desheredados de la fortuna, tanto que ni aun los gitanos consiguen acampar a su sombra más allá de un día. Gitanos, pordioseros y vagabundos llegan, limosnean, efectúan alguna que otra ratería y, si no se van, los echan de mala manera. 

Todo lo cual hizo más raro aún el caso de aquella desgraciada que consiguió merodear por allí durante muchos días. Mendigaba en una jerga extraña, que ni era extranjera ni parecía ser nacional, pues no había español capaz de entenderla. En cuanto a su origen y procedencia, jamás se tuvo la menor noticia. 

Los primeros contactos de la mendiga con el pueblo fueron fructíferos. Su juventud y su maternidad inminente impresionaban al corazón más seco, y también la dulzura de su mirada, una dulzura inocente, de bestia mansa. Ella era así, en realidad, como un pobre animal perdido. Andaba siempre sola, huía con horror de todo el que se le acercara bruscamente y nadie sabía con certeza dónde se cobijaba. 

Tendría la mendiga veinte años o menos. Su cuerpo, hinchado y deformado por la preñez, cachazudo y torpe, no disimulaba su casi adolescencia, sin que por ello resultase menos repulsivo. Era un pobre ser escalofriante, con un rostro largo, jetudo, animalizado por el cretinismo. Una sonrisa permanente y sin vida le entreabría con desgarrón profundo los labios edematosos. Si alguna vez dejaba de sonreír, era porque presentía el peligro, por instinto, sin comprenderlo. Entonces arrugaba nerviosamente la boca, que adquiría una movilidad vibrátil, como la de un conejo, y, de pronto, daba un grito y escapaba. 

A Salomé Porta, la hija del guarda de Casa Amat, aquella mendiga casi niña, imbécil y embarazada, le producía un horror que había superado a la piedad, un horror compuesto de asco y de superstición. Asqueada, sobrecogida, había presenciado más de una vez cómo su padre expulsaba a la forastera de las tierras encomendadas a su vigilancia. La expulsaba sin palabras, con un solo gesto conminatorio que ella, sumisa, obedecía, acaso porque iba siempre acompañado de alguna dádiva: unas frutas o pan o unas monedas. Tomaba lo que fuese con avidez y huía como aterrada de su logro y, ya lejos, la oían prorrumpir en bestiales risotadas de satisfacción. Salomé la miraba alejarse torpe, insegura, sobre sus pies aplastados y sus piernas monstruosas, hinchada y vacilante, parecida a un globo a punto de alzar el vuelo. Y una gran aprensión, una extraña congoja, se apoderaba de la mocita Salomé, como si sintiese que sus quince años se le volvieran viejos en la sangre. 

Cierto día la cosa fue peor. Se encontró con la mendiga en un lugar del valle adonde ella había ido con una niña, su prima Lucía, a coger hierbas aromáticas. De pronto oyen pasos, vieron moverse unos arbustos próximos y entre las ramas apareció la mendiga que les fue al encuentro como una extraña bestia bípeda. Entonces, Lucía lanzó una exclamación aterrada e inexplicable: 

—¡Se parece a ti, Salomé! 

Salomé dejó caer el manojo de hierbas que tenía en la mano. Se sintió débil y las rodillas empezaron a temblarle. 

—¿A mí...? –balbuceó. 

Su mirada recorrió el cuerpo de la mendiga buscando en aquella masa deforme la semejanza con ella. ¿En qué podía haberla visto la niña? Como no fuera en el color rojizo del cabello o en los ojos anchos y claros... de pronto se sintió indignada y rechazó la posibilidad de aquel parecido como quien rechaza un insulto ignominioso. 

—¡Estás loca! –le gritó furiosa a Lucía. 

Miraba acercarse a la mendiga sintiendo no sabía qué nuevo malestar, qué otra misteriosa repulsión. Un asco más angustioso que ningún otro le revolvía las entrañas. Cuando la tuvo delante, tendiéndole porfiadamente la mano petitoria, con el rostro hendido por aquella sonrisa y la palabra enredada en aquella jerga, Salomé no pudo reprimir un grito de horror. Y no teniendo otra cosa que darle para alejarla de allí le arrojó el hatillo de la merienda, que la otra cogió al vuelo. 

—¡Mi merienda! –chilló Lucía. 

La mendiga dio un respingo y huyó por donde había venido. A duras penas pudo calmar Salomé la indignada protesta de su prima, pero le costó más trabajo aún serenarse ella. Y durante toda la tarde, la horrible exclamación: “¡se parece a ti!”, no cesó de martillearle el cerebro. En cuanto llegó a su casa buscó un espejo y se sometió a un examen riguroso. No existía tal parecido, claro está. Su pelo era, en efecto, rojizo, sus ojos claros, de un gris verdoso. Pero ni sus ojos ni su pelo parecían, como los de la mendiga, el fondo de una charca muerta. Y su cuerpo, sin deformación alguna, se erguía esbelto, liso y compacto. 

una sombra entre los dos

Por primera vez en su vida, Salomé Porta, que iba a cumplir dieciséis años y tenía novio, se asomaba al secreto de su belleza. Nadie le había dicho jamás que fuera hermosa. Descubrirlo le produjo un efecto extraño, como si de pronto le hubiera caído una herencia o tocado la lotería. Durante varios días estuvo pasando revista a su belleza como quien hace el recuento de sus bienes, guardando celosamente su secreto con el ansia posesiva del avaro que oculta su tesoro. 

Pero, como poseer un secreto es casi siempre traicionarlo, algún cambio debió efectuarse en ella que empezó a atraerle miradas inquisitivas. Y un día, regresando con su madre de buscar setas en el bosque, miró Vicenta a su hija, bañada en la luz de la sobretarde, y la vio como nunca la había visto hasta entonces. De pronto, las cosas que antes había considerado en ella desfavorables, su alta estatura, sus pies y sus manos grandes, sus caderas estrechas, sus cabellos de panocha madura y aquel ligero espesor de la mandíbula que daba a todo su rostro un aire grave y obstinado, chocante en criatura tan tierna, le parecieron todas de un encanto lleno de fuerza y, a la vez, de gracia. Y exclamó con un cloqueo de satisfacción maliciosa, que hizo sofocarse a la muchacha: 

—Vaya, pues Marcelo no se podrá quejar, después de todo. Tendrá mujer cabal y muy guapa... 

Salomé no contestó. No pensaba en ella ahora. Pensaba en Marcelo. Eran novios desde la infancia. Los padres de ambos habían sido amigos inseparables. Agustín el guarda-bosques y Emilio el contrabandista tenían decidida desde siempre la unión de sus vástagos más jóvenes: Marcelo y María Salomé. Los chicos obedecieron inconscientemente ese deseo. Y ahora en la adolescencia ya hablaban en serio de casamiento. Marcelo, apasionado y celoso, estaba cada día más ávido de la chiquilla. Emilio lo comprendía. Él también, en sus mocedades, había tenido la sangre así de encandilada e impaciente. Después de todo, se decía, más valía que dios les diese la bendición cuanto antes, no fuera en un mal momento a pedírsela al diablo. 

De los hijos de Emilio, contrabandistas de hecho todos ellos, aunque labradores en apariencia, el único que no tenía por qué temer la justicia era Marcelo. Marcelo amaba el trabajo de labrador, aunque estuviera mal retribuido. Le bastaba la vida pegada a un pedazo de tierra, disfrutar con ella y no pensar en el porvenir. Con su enorme estatura, su terrible fuerza y su genio vivo, parecía que iba a comerse el mundo, pero no era así. Era un hombre de oculta ternura y tenía el pudor de sus sentimientos más hondos. 

Hubo un tiempo en el que el padre y los hermanos trataron de apartarle de aquella vida estrecha de labriego, pero pronto desistieron y le dejaron en paz con sus ilusiones. Por dos motivos: porque así salvaban a uno de ellos, el más joven, de las peligrosas aventuras del contrabando y porque de esa manera alguien se hacía cargo del pequeño predio, herencia de la madre, donde vivían. Consistía, con la casa de labranza, en unas tierras de secano y una huerta en la nava alargada que formaba el valle. En realidad, aquello era de Marcelo, se lo habían cedido tácitamente los otros hermanos, a ninguno le apetecía semejante pobreza. Eran todos ambiciosos. Con el dinero que les producía el contrabando tenían grandes proyectos para el futuro.

El padre tenía otras intenciones. Adquirir en el pueblo un local con vivienda para él, donde montar una tienda grande de abacería. Un quehacer tranquilo. los años comenzaban a sentarle el juicio, el riesgo del contrabando a inquietarle, la vida en la casa, encaramada en el monte, a hacérsele solitaria. Y más lo sería cuando, a excepción de Marcelo, todos los hijos se le fueran. Le tentaban ahora a Emilio, en su vejez robusta, las veladas en la taberna del pueblo, entre el parloteo social y político de corredores y traficantes; la vida sin sobresaltos, en paz con los carabineros; las charlas picantes con las mozas de trapío. Y algún devaneo discreto... 

De modo que, un día u otro, Marcelo se quedaría solo. Es decir, solo no, con Salomé. Y labraría un año tras otro su terruño y su huerta, sacando de cada pulgada de terreno el máximo rendimiento; y vivirían de su trabajo sin miseria, pero sin abundancia, él, su mujer y sus hijos. Año tras año. Año tras año... 

—¡Salomé! –exclamó la madre de pronto–. Salomé ¿en qué estás pensando? 

—¿Yo? En nada. 

Llegaron a la casa y se fueron derechas a la cocina. Salomé comenzó a sacar las setas de la cesta y a lavarlas. La madre avió la cena. Pronto un olor a garbanzos y a tocino impregnó el aire, mezclándose con el olor a musgo y a especias que se desprendía de las setas. 

Cuando llegó el padre y el hermano, cenaron. Después de cenar, el padre se puso a limpiar la escopeta y el hermano a remendar una collera. Salomé preparaba las orzas de conserva para las setas, y la madre, fregando los platos, canturreaba una copla. Cada cual pensaba en lo suyo y apenas se dirigían la palabra, pero el silencio les unía como un abrazo. Pareciendo distraerse unos de otros, eran, sin embargo, conscientes de su proximidad tan juntos como si se tocasen. El calor de uno penetraba en el calor de los demás y todos se sentían esponjados en aquel tibio horno de hogar, fonjes, henchidos en la espesa atmósfera llena de olores y de paz. Era una familia unida, sana, de limpia pobreza. Los padres se miraban en sus hijos y éstos en sus padres, con un orgullo fuerte y callado. 

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Retrato de juventud de Elisabeth Mulder

Poco después llegó la hija mayor, Casilda. Era la cocinera de los Amat. Estos la habían enviado a aprender el oficio, a montillar y ahora la tenían en casa, con buen trato y buen sueldo, bien merecido. De vez en cuando, Casilda se escapaba a la casa de sus padres, que estaba próxima a la residencia de sus señores y les llevaba alguna golosina confeccionada por ella. Casilda era la más charlatana de toda la familia, la más fisgona también y siempre tenía algo divertido que contar. Ella era el personaje importante de la familia.

Tenía el prestigio de haber ido al colegio en Montillar y de trabajar ahora en la Casa Amat conviviendo con personas de alta categoría. Cuando estaba en familia o con sus amistades se daba grandes aires y se sentía muy ufana cada vez que alguien la llamaba orgullosa. Era una chica de veintitrés años, de naturaleza exuberante. Tenía los ojos azules, el pelo oscuro y el cutis blanco-miel. Con su carácter expansivo, su risa efervescente, su alma mimosa, era calculadora y ahorrativa y, como decían todos, “una fiera para el trabajo”. Tenía sus pretendientes, pero no admitía cortejos ni obsequios. Hasta que poco después de entrar al servicio de los Amat conoció a Eusebio, el capataz, y se produjo un flechazo mutuo. Al cabo de unos meses se casaron. 

Al regresar Casilda a su trabajo, Salomé la acompañó un buen trecho. Luego volvió dando un rodeo. Era un anochecido de septiembre, claro y seco, con luna en creciente. Salomé dirigió la mirada hacia un monte cercano, buscando el achatado bulto de una casa que no tardó en descubrir. Era la casa de los Bori, de Marcelo. ¿Qué haría allí en aquel momento? Le imaginó sentado en la entrada descansando de un largo día de labor. Estaría quieto, sin- tiendo cómo la fuerza se le iba durmiendo a lo largo de los miembros. Y un súbito deseo de su contacto le atravesó la carne. El recuerdo de su voz, de sus manos, el olor de su piel soleada se le vino encima como un cuerpo imperioso. Experimentaba una sensación de debilidad, de blanda congoja. Se dejó caer sobre la hierba; de pronto, todo la conmovía: el rumor del bosque, la soledad, la noche. La vida era bella y misteriosamente triste; bella y secreta. Pronunció el nombre de Marcelo apretando la voz entre los labios y al oírse a sí misma echó a correr como si la persiguiera. 

—¿Por qué has corrido así? –le preguntó su padre al verla llegar jadeando–. ¿te ha asustado algo? 

—Me he asustado yo misma –contestó. Y para evitar otras preguntas, dijo que tenía sueño y fue a acostarse. 

Dos días más tarde se encontró por última vez con la mendiga. Y como llevada a ella por la mano de la fatalidad, aquel encuentro desveló su verdadero ser, transformó su carácter, endureció su alma y desvió el cauce de su vida. 

En el pueblo se había tomado la determinación de trasladar a la mendiga al hospital de Montillar, pues de un momento a otro iba a parir y la desgraciada, con toda probabilidad, ni siquiera lo supiese. Pero ella, como si su instinto selvático la avisara de la reclusión que le preparaban, se mantenía, por aquellos días, alejada del pueblo, oculta en cualquier parte. La gente temía encontrársela de pronto con su criatura en algún lugar inesperado, como las gatas habituadas a que les maten las crías. Últimamente la habían sorprendido robando. Entraba en las granjas de noche. Una vez la vieron huir de un corral a la luz de la luna, llevándose una haldada de huevos, la mitad espachurrados contra el vientre. Y si los perros no la atacaron fue porque el granjero tuvo la piedad de sujetarlos. Su aspecto, ahora, había alcanzado una monstruosidad indecible. Estaba espantosamente abultada y bajo la mugre del rostro se le adivinaba un color violáceo en el que naufragaba todo contorno humano. 

Una tarde, cuando Salomé se dirigía a casa de Marcelo con un recado de su padre para Emilio, le pareció oír, a medio camino, un rumor que provenía de un retamal. Al ver que se agitaba, por algo oculto en él, pensó que sería un cordero extraviado o un perro husmeando madrigueras. Se acercó y se encontró de pronto con la mendiga tendida en el suelo, retorciéndose y exhalando sofocados gemidos. Estaba convulsa, esparrancada, con los ojos desorbitados y los músculos de la garganta prominentes y tensos como si fueran a romperse. Clavaba en el suelo las manos engarfiadas. Salomé se quedó paralizada. Quería huir, pero no podía. Su cuerpo era un bloque de plomo. Tuvo que asistir al parto de la mendiga. Cuando ésta dio un grito afilado y el regazo se le llenó de sangre, comenzó a gritar ella también, llenando el monte de alaridos histéricos. 

Acudieron dos cabreros, uno viejo y otro joven, y, a la zaga de ellos, una vieja con traza de bruja que andaba cogiendo plantas medicinales por aquellos contornos. La vieja se inclinó sobre la mendiga y le palpó el cuerpo. Hurgaba en él morosamente, con aire de sabiduría, pero tenía una expresión sarcástica. Salomé la vio alzar en el aire una cosa movediza, plañidera y sanguinolenta. Se le nubló la vista y vaciló un momento. Cuando se rehízo, vio que los cabreros y la vieja improvisaban unas parihuelas para la parturienta. Los dos cabreros se reían como si aquello fuese lo más divertido que hubieran visto en su vida. Sus voces y sus burlas bárbaras herían a Salomé como cuchillos. 

Para ella, lo que estaba viendo era como una horrible pesadilla. Aquella brutal revelación de la vida le producía una atroz sensación de desgarramiento, como si su propia carne acabara de abrirse entre convulsiones y torturas. Al fin los hombres cargaron con las parihuelas, la vieja envolvió a la criatura en su mugrienta toquilla y se fueron camino del pueblo. Salomé vio por última vez el rostro de la mendiga que, desmadejada y semiconsciente, volvía a sonreír. Tres días después moría en el hospital de Montillar. 

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Al descender al pueblo la pequeña caravana se topó con Marcelo. Le contaron lo ocurrido y le dijeron que allá, en los retamales, se había quedado su chica reponiéndose del susto. Marcelo los dejó con la palabra en la boca y echó a correr monte arriba. 

Salomé estaba sentada en el suelo. Tenía los ojos abiertos, pero no veía. No podía decirse que aquella confusión reinante en su cerebro fuese pensar. Dentro de su cabeza retumbaban las voces de los cabreros mezclados con el gemir de la mendiga, el graznido de la vieja y sus propios gritos histéricos. Y unas palabras se multiplicaban en su memoria, las de la vieja: “las pobres, ya se sabe, a todo estamos expuestas”. Y la pobreza en la que Salomé había vivido siempre alegremente, le parecía ahora una cosa de ignominia, algo revulsivo, innoble, como un mal vergonzoso. Se decía que ser pobre era ser como la mendiga: trágica y monstruosa. Ella era pobre... 

Unos pasos cercanos le hicieron volver la cabeza. Vio a Marcelo y gritó su nombre corriendo a su encuentro. 

—¿Qué te ha pasado? –exclamó él–. ¿Te has puesto mala? Encontré a esos... 

Se detuvo porque Salomé se había echado a llorar. Lloraba sin consuelo, a grandes lagrimones, hipando sonoramente. Era un llanto rabioso, escandaloso. Marcelo, la miraba estupefacto, atemorizado por aquella aparatosidad. No sabía qué hacer para calmarla. Al fin cogió a la muchacha y la apretó en sus brazos. 

—¡No llores! –le gritó. 

Ella siguió llorando con el rostro aplastado contra el pecho de Marcelo. 

—¡No llores, mujer! 

Su voz ahora imploraba. Y también sus ojos, y hasta sus manos que recorrían los hombros convulsos de la muchacha y enredaban los dedos en su pelo sintiendo en las yemas, en las uñas, un roce electrizante. la tenía ceñida, abrazada, pegada a él por primera vez en su vida. Y jamás se había sentido tan torpe y confuso. No sabía qué hacer para consolarla y se maldecía por ignorante. Por primera vez la tenía así, contra su cuerpo... 

—No llores –murmuró con ternura–. No llores... 

Ella alzó la cabeza sollozando e intentó decir algo. lo consiguió entre hipidos profundos. 

—¡Déjame llorar, Marcelo! ¡Porque nunca... porque nunca más lloraré! 

Desde el suceso de la mendiga, Salomé evita a Marcelo. Él no sabe por qué ni ella puede decírselo. ¿Cómo explicar que le rehúye porque es pobre? Desde que oyó las palabras atroces de la vieja, la pobreza se ha convertido para Salomé en una obsesión torturante. La ve por todas partes y especialmente en su propia casa. Se fija en las ropas gastadas de sus padres, recuerda los sacrificios de su hermana por ahorrar lo preciso para su ajuar de novia, el escaso jornal de bracero de su hermano. Y ella es la más pobre de todos, ella, la pequeña, que, si no se casa con Marcelo, deberá marcharse a servir a Montillar. Pero la pobreza de él le parece aún peor que la suya, porque Marcelo es un hombre. El mundo es de los hombres, si saben conquistarlo. ¿Por qué no sabe o no quiere conquistarlo Marcelo?... Ni si quiera por ella... 

Marcelo sin ambición le ofende, la humilla, y siempre será igual. Jamás hará otra cosa que cultivar aquellos campos magros, que vivir en aquella vieja casa de labranza, donde no permanecerá ninguno de sus hermanos. Eso está bien para Marcelo que ama el trabajo sin esperanza, día tras día, año tras año, sólo para vivir y gracias. Para malvivir él, su mujer y sus hijos. ¿Y cómo nacerán esos hijos? Se imagina a sí misma sorprendida por la urgencia del parto en plena faena del campo o tal vez en un retamal a medio camino entre la casucha y el pueblo. 

Esta obsesión iba haciendo cada vez más profundo su alejamiento de Marcelo. Marcelo, al que había querido desde niña y deseado con ansias de mujer hacía tan poco tiempo, era todavía una realidad en su vida, pero ya no era una realidad de sus sueños. Sus sueños, ahora, eran vagos y nuevos. Marcelo no los llenaba. La vida se asomaba a ellos con una exigencia diferente y todo tenía otro nombre, otra forma, otro significado. Ella misma era otra. Dos verdades esenciales y recién descubiertas abrían las puertas de su juventud a un camino secreto, mágico y peligroso: era hermosa y era pobre. “Las pobres, ya se sabe, a todo estamos expuestas…". Y una noche, en un sendero que bordeaba el río, ella había deseado a un hombre pobre. 

Elisabeth Mulder, en su madurez

Elisabeth Mulder, en su madurez

Ahora le huía. Al principio, él la interrogaba con dulzura, inquiriendo el motivo de aquella esquivez, como si se tratase de un capricho mimoso. Registraba su memoria en busca de posibles yerros, pero nada le reprochaba su recuerdo. Incluso llegó a preguntar a Salomé si estaba celosa. 

—¿De quién?

Era evidente: ¿De quién?

—Pues entonces ¿qué te he hecho? Dime, ¿qué te he hecho?

No contestó.

Su silencio era un muro contra el que el desconcierto de Marcelo se estrellaba día tras día. Esto empezó por irritarle y acabó por enloquecerle. Loco de ira, pensando en aquel silencio, le había ocurrido muchas veces tener que detenerse en pleno trabajo, cerrar el puño y descargarlo sobre lo primero que tuviera a su alcance y, cuando no tenía nada próximo, sobre su propio pecho. Las noches las pasaba en blanco, cavilando. Y el primer rayo de sol le hería dolorosamente los ojos, cansados de haber permanecido tantas horas abiertos y fijos en la oscuridad. 

Al fin decidió no preocuparse más, no buscar las misteriosas causas de la actitud de Salomé. “¡Ya se le pasará la murria cuando quiera!”, se dijo.

Aquel domingo, como todos, fue a reunirse con ella en la plazuela de la iglesia. Desde niños habían ido juntos a misa temprana. Siguió con la costumbre como si nada hubiera cambiado y entró con Salomé en el templo. A la salida tomaron el camino de la casa de Salomé. Marcelo la había acompañado siempre. Todo era igual y, sin embargo, todo, ahora, era distinto. La noche anterior se había jurado no interrogar más a la muchacha y estaba dispuesto a cumplirlo. 

Orillaban los campos. Unas nubecillas espumosas bailaban en el cielo. El límpido sol de octubre extraía de los rastrojos un suave olor a pan cocido. Iban callados. Entre los dos se alzaba aquello, él no sabía qué. aquello que era como un muro. De pronto, le pareció que una oleada de sangre le nublaba la vista. Y cogió a su novia por un brazo y apretándole brutalmente la carne fresca y morena la obligó a detenerse y a mirarle. Ella lo hizo con sorpresa apacible, en la que había, sin embargo, una chispa de desafío. A Marcelo esto acabó de exasperarle. 

—¿Me explicarás de una maldita vez lo que te he hecho? 

Ella volvió la cabeza hacia otro lado. ¿Qué podía contestarle? No le había hecho nada. No se trataba de lo que Marcelo le había hecho, sino de lo que Marcelo era. Pero, ¿cómo decírselo? ¿Cómo explicarle aquello a Marcelo, por ser Marcelo, no podría comprender jamás? Ni ella quería explicárselo. No quería, porque, hablando, perdería fuerzas, debilitaría su propia causa. Ahora era una mujer no una cría. Había en ella un miedo de mujer. Un miedo, no de la vida, sino de que la vida la hallase indefensa. Miedo, no a la lucha, sino a no poder luchar. Dentro de sí misma lo veía muy claro, pero no podía explicárselo a Marcelo. Ni a nadie. No la entenderían. Así es que, una vez más, la pregunta de Marcelo quedaba sin respuesta. Él no insistió. Al llegar a la casa del guarda, apenas alcanzado el linde del corralillo, dejó plantada a Salomé y se fue a casa. 

A Vicenta y a Agustín les extrañó aquel alejamiento de los muchachos, pero no hicieron caso. ¡Algún disgustillo de novios! 

Emilio lo tomó más en serio. Veía a su hijo sombrío y alicaído, de un humor de todos los diablos. Y un día lo cogió a solas y le sometió a interrogatorio. Al principio, Marcelo se resistía tozudamente, pero al fin habló. En el fondo y pese a todo, ardía en ansias de que alguien le desatara aquel nudo que le apretaba la garganta y le provocase la confidencia. 

Emilio escuchó a su hijo estupefacto, porque todo aquello que estaba diciendo Marcelo le parecía un puro disparate. ¡A ver si resultaba que él, Emilio Bori, el contrabandista, con sus años y sus correrías, no entendía ni jota de mujeres! ¡Estaría bueno, hombre! 

—¿Qué no te quiere Salomé? ¿No habéis estado enamorados toda la vida? ¿No ha sido idea vuestra adelantar la boda? ¿Y va a resultar que no te quiere? 

—¡Si me quisiera no escaparía de mí como del demonio! 

—No hagas caso. Con las mujeres no se sabe nunca si huyen de ti porque te aborrecen o si huyen porque están locas por ti... 

–Una idea cruzó su mente: ¿Le has hecho alguna granujería? –le miró sulfurado. 

—¿Yo? 

—Es que a lo mejor no te has dado cuenta. Y las mujeres son muy quisquillosas. 

—Pues si le he hecho algo, que lo diga. se lo he preguntado muchas veces. 

—¿Y qué?
—¡Ni rechista!

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Emilio pensó que lo mejor, claro, sería no meterse en regaños de novios, de los que el componedor salía siempre descalabrado. Pero tampoco le hacía gracia cruzarse de brazos y ver tranquilamente cómo el muchacho se le maleaba. Porque Marcelo había cambiado mucho. Hasta para el trabajo era otro. Y de carácter no digamos. A veces, la verdad, no había quién lo aguantase. O se encerraba en un amodorramiento enfurruñado o se arrebataba por la menor cosa, súbito y rabioso. ¡Lástima de mozo, tan bueno, tan cabal! Y todo por el capricho de una mocosa encalabrinada. ¡No, caray, eso tampoco estaba bien, y él no podía consentirlo! Así es que decidió hablarle a Agustín del asunto. Tal vez él supiera algo de aquella desgana por Marcelo. 

Agustín saltó: 

—¿Desgana? ¡Qué desgana ni qué porras! Que regañaron el domingo. 

—¿Regañaron? 

—Como todos los novios. sólo que éstos no parecían de la misma pasta y ahora ya está, ya son como todos y andan a la greña. 

—Es que no andan a la greña. Marcelo dice que como reñir no han reñido, pero que tu hija le huye. 

—¡Tontunas!
—El caso es que no se hablan.
—¡Claro! si están de morros...
Parecía un razonamiento de peso, pero Emilio, recordando el sombrío genio del chico, su desmadejamiento, porfió todavía: 

—¿Y si ha ocurrido algo serio? ¿Y si se echa a rodar el casorio? 

—No sería por mi hija. Mi hija es para tu hijo. Te he dado palabra. Y la palabra de Agustín Porta es palabra de hombre. 

—Pues la mía no es de hembra. Y también te la he dado de que Marcelo sería para Salomé. 

—Pues entonces...

—¡Es que no es eso!

—¡Ni nada!

Se habían puesto los dos de mal talante.

—Si la chica se me volviera atrás... –dijo Agustín–. Mira lo que te digo: yo a ninguno de mis hijos le he puesto la mano encima, ni de críos, pero si la chica se me vuelve atrás... ¡es que le doy una tunda que la baldo! 

—Pues como sea culpa de Marcelo... ¡a patadas va a salir de mi casa! 

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Se quedaron los dos mirándose. Estaban muy acalorados por la fuerza imprecatoria con la que habían proferido sus amenazas y un poco perplejos ante la desmesura de las mismas. La verdad es que no había para tanto. ¿Qué pasaba? ¿Qué mal aire les encendía a todos? Aquella cría, Salomé, ¿qué fuerza era la suya para alterar así a tres hombres? 

No se les ocultaba que había una cierta teatralidad en su arrebato. Ninguno de los dos veía muy claro que pudiesen llevar a término aquellas desaforadas amenazas con sus respectivos retoños. En el fondo tenían la sensación de estar representando una comedia. Se dijeron adiós sonriéndose tontamente y cada cual se fue a lo suyo. Emilio se dirigió al pueblo. Poco antes de entrar en la calle mayor había olvidado por completo sus preocupaciones paternas. Avivó el paso y se atusó los bigotes tiesos y crespos, que eran muy admirados. A Emilio le gustaba pavonearse así cuando bajaba al pueblo, donde gozaba de gran popularidad. Era un hombre simpático y llevaba con garbo el vino, los años y el incipiente reuma. Agustín permaneció en la cima rocosa donde se habían encontrado y que constituía una especie de mirador natural sobre las tierras de Casa Amat. Estas se extendían por doquier: valle, cañadas, campos, montes. Y al fondo de todo, al norte, la muralla verdinegra de los grandes bosques madereros que limitaban con la frontera. 

Cuando el sol se puso, Agustín tomó el camino de su casa. Con una mano en la correa de la escopeta y otra en el bolsillo, hacía sonar el dinero que tenía destinado para tabaco. Renunciaría a él aquella semana y se lo daría a la muchacha para su hucha. Se lo daba por egoísmo, a ver si así dejaba de arañarle la conciencia por aquello que había dicho, aquello de la tunda... 

Al llegar a la casa ofreció el dinero a Salomé. 

—Toma este dinerillo para la hucha. Ya te iré dando más para el ajuar... 

La chica se quedó un instante mirando el dinero en su mano morena, grande, bellamente dibujada. 

—Pero para el ajuar ya me queda tiempo... –dijo.
En el rostro de Agustín se dibujó una sonrisa maliciosa. —¿Cuánto tiempo? ¿Un año? ¿dos?
Salomé se encogió de hombros.
—Me parece –siguió diciendo Agustín– que quedará un poco más de un año y un poco menos de dos para la boda. 

Salomé se quedó pensativa y al cabo de un instante dijo con firmeza: 

—Yo no me casaré con Marcelo, padre. Yo a Marcelo no le quiero. 

Agustín se echó a reír. 

—No, claro, ¡qué has de quererle! ¡si nunca has podido ni verle! ¿Verdad? 

Salomé no contestó. Tenía una expresión fría y cerrada que su padre no le había visto jamás. Una fiereza muda hacía agresivo su silencio. Y Agustín se sulfuró de pronto, sin saber por qué, tal vez porque aquella tensión de animal montaraz que percibía en su hija la consideraba como una provocación a su autoridad de guardabosque. 

—¡Déjate de monsergas! –exclamó colérico– ¡Que ya me voy hartando! si habéis reñido, ¡pues haced las paces! ¡Lo mando yo y basta! ¡Diablo con la cría! ¿Qué sabes tú de nada? 

Vicenta entró en aquel momento y preguntó extrañada qué ocurría. Era muy raro oír a su marido dar voces iracundas. 

—¡Ésta! –contestó Agustín proyectando hacia su hija un brazo acusador. Pero, si hubiera podido encontrar una excusa para marcharse, se habría marchado. Malditas las ganas que tenía de dar explicaciones. 

—¿Y qué le pasa a ésta? –insistió Vicenta.

—¡Que no sabe lo que dice!

—¿Pues qué dice?

—¡Que no quiere casarse con Marcelo!

El hijo, Anselmo, que entraba frotándose el cogote con una toalla, oyó aquello y se echó a reír.

—¿Que no quiere? Querrá decir que para luego es tarde...

Agustín agradeció la incredulidad de su hijo, porque venía a renovar la suya. Había sido un idiota al dejarse engañar por la tozudez de la chica y, ni siquiera por un momento, tomarla en serio. Además de que, quisiera o no quisiera casarse con Marcelo, daba igual. Son los padres, no los hijos, quienes deben decidir lo que conviene a éstos, pensaba. De pronto, los dos hombres se acordaron de que tenían hambre y se sentaron a la mesa. Vicente trajo una jarra de vino, sacó la olla del hogar y comenzó a servir la sopa. Salomé se puso a cortar rebanadas de pan.

Al cabo de unos instantes, la cena transcurría como siempre. Agustín gus- taba de bromear con sus hijos, especialmente con Salomé, y lo hizo también aquella noche. La muchacha respondió a tono, recobrando toda su viveza, y miró a su padre con gratitud. Por las aguas gris verdosas de sus ojos, frías y dormidas momentos antes, pasó una flecha de luz. “Fierecilla ¿eh?”, se dijo Agustín, “¡Conmigo no te vale!”. 

El clima familiar había recobrado su temperatura, el latido de su sangre. Pero Vicenta tenía una sonrisa un poco más vaga que, aunque los envolvía a todos, parecía evadirse. Ella también había mirado a su hija con asombro. Ella también había visto su rostro contraído, su mirada hostil. Y había descubierto en ella algo más que una rebeldía pasajera. Un instinto de mujer, de madre, la había hecho penetrar más hondo. Algo le había sucedido a la muchacha, algo decisivo. 

Terminada la cena, Salomé fue la primera en levantarse y comenzó a recoger las cosas. Entonces, como si su movimiento hubiera puesto también en acción los pensamientos de la madre, Vicenta dijo: 

—¿Y qué pasa si... vamos, es un decir... si es de veras, si Salomé no quiere casarse con Marcelo? 

Salomé inmóvil miró a Vicenta. Lo mismo hicieron los dos hombres. Hubo un silencio largo, expectante. Y de pronto, Agustín dio un puñetazo sobre la mesa y soltó un rotundo juramento. 

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Salomé se dirigió a su cuarto. Era un cuarto angosto, compartido con su hermana antes de que ésta se marchara a servir. Se sentó en su cama y apoyó los pies en la otra, cruzando los brazos sobre las rodillas. Estaba sentada casi en la misma forma que aquel día en los retamales, cuando la encontró Marcelo. 

En la cocina Agustín vociferaba furiosamente. Vicenta y Anselmo habían permanecido callados hasta que en un momento comenzaron a hablar subiendo poco a poco la voz para hacerse oír. Al final gritaban todos, pero sólo el padre profería insultos y amenazas. 

Salomé se iba encogiendo, encogiendo. Era inútil que, para darse ánimos, fingiera no tener miedo. Lo tenía. No sólo de su padre, sino de todo: de sí misma, de una decisión que echaba por tierra tantas cosas. Tenía miedo de Marcelo, de todo lo desconocido alzado entre ella y especialmente de aquella ambición avasalladora y absorbente que sentía crecer en su alma invadiéndola. 

—¡Salomé! 

Era la voz de Agustín, pero apenas la reconoció. ¡Cuántas amenazas! ¡Cuánta violencia en la tranquila voz de su padre! Tenía miedo, sí, pero acudió a la llamada de aquella voz como si no lo tuviera. Agustín, al verla tan arrogante, acabó de enfurecerse: 

—¿Qué dice tu madre? ¡A ver, aclara esto, condenada! —¿Qué padre?

—¿Le quieres o no le quieres a Marcelo?

—No le quiero. Es verdad, padre. No le quiero. 

—¡Pues te casarás con él, aunque le aborrezcas más que al mismísimo diablo!

—No, padre. ¡No me casaré!

La mano de Agustín se proyectó en el aire como lanzada por un resorte y cayó sobre la boca de la muchacha que comenzó a sangrar en abundancia. Salomé se llevó las manos a los labios heridos, cubriéndolos pudorosamente y regresó a su cuarto. 

Con una toalla apretada contra la boca trataba de contener la sangre. Los labios se le hinchaban y ennegrecían rápidamente. Al verse en el espejo tuvo una sensación de horror, recordando los de la mendiga. 

En la cocina se había hecho un gran silencio y en él se percibía el ritmo alterado de tres respiraciones. Al cabo de algún tiempo, Vicenta y Anselmo empezaron a hablar, pero en voz tan apagada que parecía como si lo hiciesen a través de un espeso lienzo. Luego entró Casilda y su voz fue en seguida descendiendo hasta fundirse con la pastosidad de las otras. Era un bisbiseo sordo, empañado. “Parece que haya un muerto en la casa”, pensó Salomé. 

Cuando, pasados unos días, desapareció la hinchazón de los labios, cicatrizaron los cortes y no quedó ni rastro del golpe recibido, fue a ver a Marcelo y le comunicó la ruptura definitiva del noviazgo. 

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[El retablo de Salomé Amat. Elisabeth Mulder. Edición de Pepa Merlo. Espuela de Plata, Sevilla, 2021. 232 páginas. 17,90 euros].