Letra Clásica
Albert Lladó: "El progreso urbano es un mito que debió morir en el siglo XX"
El escritor catalán, que se estrena como novelista con ‘La travesía de las anguilas’, reflexiona sobre el relato literario de Barcelona y el compromiso social de la filosofía
17 agosto, 2020 00:10Periodista, ensayista y dramaturgo, Albert Lladó, que dirige junto a la filósofa Marina Garcés la Escola de Pensament en el Teatre Lliure, acaba de publicar La travesía de las anguilas (Galaxia Gutenberg), una novela en la que, a partir de la historia de cinco adolescentes, retrata Ciudad Meridiana, un barrio del distrito barcelonés de Nous Barris que bordean los coches que entran por autopista en la capital catalana. Lugar de asentamiento de la inmigración que vino a la Ciudad Condal para trabajar, Meridiana, apunta Lladó, es un barrio que nunca interesó a la Barcelona olímpica de los noventa, década durante la cual transcurre la acción de su relato.
– “Es, como nuestro barrio, una frontera muerta en la que nadie ha pensado, ni para ganar batallas ni mucho menos para perderlas”. Tu novela se desarrolla en Ciudad Meridiana, pero el discurso sobre la invisibilidad podría trasladarse a los márgenes de muchas grandes ciudades.
– Exactamente. En literatura sabemos que para que algo se pueda leer como universal debe ser lo más concreto posible. No es lo mismo decir “un paquete de tabaco” que decir “un paquete de Ducados” o un “Marlboro”. Todo connota. Lo mismo pasa con los paisajes. Al narrar Ciudad Meridiana y sus singularidades, creo, estoy narrando algo común de las periferias de Madrid, Lisboa, París o Londres. Lo esencial, que es la invisibilidad, las caracteriza a todas. Es su esqueleto. Otra cosa es cómo se comporte –y ahí nace lo singular– cada músculo, cada nervio, la piel de cada ciudad.
– Lo curioso de Ciudad Meridiana es que su invisibilidad es contemporánea al esplendor de la Barcelona Olímpica. ¿Esta dualidad entre ambas Barcelonas se plasma en los hermanos Maragall?
– Todas las ciudades que han querido mostrarse al mundo como un símbolo de modernidad y cosmopolitismo han dejado atrás sombras. Un escaparate siempre tiene rincones escondidos. No hay escaparate sin focos encendidos. Sin embargo, si uno camina de noche, y se fija en los pocos escaparates sin luz, ahí nacen nuevas imágenes, mucho más sugerentes que las obvias. No se puede entender Barcelona sin Pasqual Maragall, eso es innegable. Por todo lo interesante que hizo –y por lo menos interesante, también– en su carrera política. Pero tampoco se puede entender Barcelona y su contracultura sin su hermano Pau y sus crónicas, que firmaba como Malvido. Que la memoria colectiva lo haya olvidado tan rápido es algo que nos ayuda a reflexionar sobre cómo construimos nuestras formas de comunidad, sobre qué pilares, sobre qué tótems y qué tabúes está sostenido eso que llamamos cultura.
– En Ciudad Princesa Marina Garcés cuestionaba el relato olímpico. Antes que ella ya lo había hecho Francisco Casavella en El día del Watusi. ¿Se ha tardado mucho tiempo en ver que las Olimpiadas fueron un falso sueño?
– Se vio bastante rápido que la folclorización de la ciudad dejaría muchos cadáveres. En menos de un año hubo una crisis que desmontó el mito. Sin embargo, creo que puede ser peligroso caer en una contraposición de lo falso y lo auténtico cuando hablamos de la ciudad como epicentro político –y, por lo tanto, lugar de conflicto–. Si fue un sueño, fue un sueño real. Lo que pasa es que la realidad es polimórfica. Atender a una de sus formas exclusivamente es lo que le quita complejidad a la narración. Y la literatura es una herramienta magnífica para multiplicar las perspectivas, escuchar los silencios y convocar esos asombros, que no son más que los lugares que quedaron a la sombra.
– Te lo planteo de otra manera: ¿la propaganda de las Olimpiadas se impuso de tal manera que hizo invisibles sus daños colaterales, empezando por la especulación?
– Sí, es así. Lo difícil es tomar perspectiva cuando la propaganda actúa aquí y ahora. Y la propaganda siempre intenta colonizarnos sin que nos demos cuenta. Todos nos creemos inmunes, pero estamos expuestos. Pienso en las primeras obras de teatro de Havel, en las que los personajes hablan únicamente pronunciando eslóganes. ¿Cuántas veces no hemos hablado nosotros de esa manera?
– Ciertas dinámicas se repiten: lo que pasó durante las Olimpiadas con barrios como Ciudad Meridiana o la zona de los márgenes de Montjuic volvió a pasar con el Fórum de Barcelona y otros barrios como La Mina o el Besós.
– Sin duda. Y de una manera mucho más evidente. A Barcelona siempre le ha perseguido esa presión por estar a la altura de su propio mito. Y el mito es esencial para entender que no somos los primeros en sentir miedo, o anhelos o esperanzas, que es algo ancestral, pero el mito nunca puede ser un modelo para copiar literalmente. O actualizas tu propio mito o te devora.
– No sé si lo curioso, lo paradójico o lo triste del asunto es que tanto las Olimpiadas como el Fórum se organizaron y se celebraron bajo mandatos socialistas.
– No es algo tan extraño. El socialismo –al menos, como se entiende aquí– siempre ha perseguido el mito del progreso. Y el progreso es una paradoja irresoluble.
– Cabría preguntarse qué es el progreso. Pienso en En construcción, la película de José Luis Guerín, que ponía el dedo con la Rambla de Raval.
– Tal vez, y sólo tal vez, salgamos de la crisis del coronavirus habiéndonos replanteado algunos de nuestros viejos mitos. El progreso urbano es un mito que debió morir en el siglo XX. No tenía ningún sentido que toda la sociedad estuviera confinada en sus casas y, paradójicamente, no se hubiesen detenido las obras públicas durante las primeras semanas de la cuarentena. Y no tiene sentido que la ciudad contemporánea no pare de crecer inmobiliariamente mientras tampoco dejan de crecer los desahucios y las casas vacías. Hay una inercia ahí que es profundamente patológica.
– En 1978 Manuel Vital, presidente de la asociación vecinal Torre Baró, secuestró un autobús de línea para reclamar que el Ayuntamiento pusiera un bus que conectara Ciudad Meridiana con el centro urbano. ¿Hasta qué punto fue y sigue siendo clave la movilización vecinal?
– La democracia, además de en los parlamentos, se hace en la calle. Eso es un aprendizaje que nuestra generación, en parte, había olvidado. El caso del secuestro del autobús, que se cita en la novela, es un caso que acabó bien. El autobús llegó y hoy recorre casi el mismo itinerario que realizó, contra todo pronóstico, Manuel Vital. Hizo que lo imposible fuera posible. Pero a mí, literariamente, me interesan más los casos que acabaron mal. La lucha y el compromiso tienen que ir más allá de la lógica de la victoria y la derrota, del éxito o del fracaso. Son fragmentos de vida, y, como tales, pueden ser narrados desde otro lugar.
– Hablemos de los muros urbanos. ¿Ciudad Meridiana, como otras zonas de la periferia, no encajaba con la marca Barcelona que se vendía internacionalmente?
– No encajaba en absoluto. Pero fíjate que los protagonistas de la novela, en realidad, no son una respuesta al relato oficial. Desde su adolescencia hacen algo diferente a lo que hacen los adultos. No reaccionan a un argumento o a una marca en la que han querido ser confinados. Si únicamente hiciesen eso, si no fueran capaces de crear sus propios juegos de lenguaje, acabarían comportándose como unos reaccionarios. Alguien que actúa, únicamente, reaccionado a. A veces hemos olvidado que la crítica tiene más de creación que de denuncia.
– A través de la mirada de estos niños retratas la presencia de las drogas y, en concreto, de la heroína. El cine quinqui también retrató esos años. ¿Hasta qué punto esta imagen no terminó por convertirse en un cliché?
– Cualquier relato que pretende fijar un paisaje, o una herida, puede caer en el estereotipo. La literatura busca abrir la herida, dejarla abierta, y compartir esa imagen, para que los personajes se comporten como arquetipos indomesticables, no como caricaturas predecibles. Ése es el desafío. Y para eso es más interesante escuchar los silencios de las personas anónimas que intentar representar sus voces. Un escritor –un artista, en general– no puede ser un taquígrafo, pero tampoco un ventrílocuo.
– Los niños de la novela leen su realidad a través de las aventuras que se narran en la colección de La Biblioteca de los Jóvenes Castores. A través de estos cómics alertas de los engaños y peligros de entender las cosas de forma demasiado literal.
– La literalidad presupone que las palabras tienen una única función, que es la comunicación. Pero en las palabras también encontramos electricidad, polisemia y enigma, formas de conocimiento que van mucho más allá de la burocracia del lenguaje.
– ¿No supone hacer una lectura literal de las cosas un obstáculo para la ironía?
– La ironía es una muestra de respeto y de confianza hacia el otro. Dices lo contrario a lo que supuestamente quieres decir confiando en que el otro entenderá exactamente lo que pretendes enunciar. A eso Umberto Eco le llamaba tener una enciclopedia compartida. A lo mejor acudimos a la literalidad porque le hemos perdido el respeto y la confianza a los lectores y a los espectadores.
– Me gustaría preguntarte sobre la filosofía de urgencia a la que estamos asistiendo estos días. ¿No es el análisis inmediato uno de los males de estos días?
– Esa inmediatez es una trampa para el pensamiento y para el periodismo. Sobre todo, cuando se ofrecen recetas rápidas, eslóganes pseudo-intelectuales o exclusivas que únicamente generann aún más ruido. Pero esto no quiere decir que el filósofo no pueda hablar de la actualidad. Es importante, sin embargo, no confundir la emergencia con la urgencia. La emergencia –que, etimológicamente, viene de emerger– puede ayudarnos a reflexionar sobre algo que hasta este momento permanecía oculto. El pensador nos incomoda porque desvela lo velado. Provoca, en esa emergencia, que salga del agua de que permanecía ahogado. Pregunta sin miedo al fracaso sobre lo obvio. La urgencia responde a otra lógica. Es un acoso del tiempo. Y ahí lo único que importa es la prisa. No emerge nada más que la propia aceleración del instante.
– ¿Qué le parece el uso que se está haciendo del lenguaje para explicar lo que está pasando con la pandemia?
– Los primeros días algunas televisiones volvieron a caer en la pornografía informativa. También determinados diarios. Creían que estaban retransmitiendo un partido de fútbol, con minuto y resultado. Creo, sin embargo, que ahora algo ha cambiado, se ha roto. Fíjate que ante la emergencia –cuando parecería que no hay tiempo para nada– se ha generado otra temporalidad. Muchas máscaras han caído. Cada vez hemos visto mejor el abismo que separa al tertuliano del analista. Nos damos cuenta de qué importancia le da cada uno a algo tan fundamental como escuchar.
– ¿Publicar esta novela es un gesto de desdén hacia una profesión, el periodismo, en la que ya no te sientes cómodo?
– No. El periodismo, como decía Gabo [Gabriel García Márquez], es el mejor oficio del mundo, pero necesito hablar diferentes lenguajes para no imitarme demasiado. Para combatir mi propia máscara. Escribo periodismo, novela o teatro como quien tiene la suerte de tocar cuatro instrumentos musicales, o como quien se expresa en seis idiomas distintos. Eso quiero pensar. Cada instrumento, cada lenguaje, tiene sus servidumbres, pero también sus estrategias para narrar lo que, en principio, parecería inenarrable.
– En la Escola de Pensament situáis la filosofía en el centro del debate público. ¿Desde qué lugar puede hablar exactamente hoy un filósofo?
– En la Escola de Pensament nos gusta hablar más de pensamiento y escena que de filosofía y teatro. Son conceptos menos académicos que no acotan las prácticas y los aprendizajes a unos pocos. Muy poca gente se atreve a llamarse a sí mismo filósofo, pero todos somos pensadores. Pensar no responde a un código cerrado, ni al conocimiento de un manual interpretado por otro. Por eso leer y pensar, actividades tan cercanas a la libertad, se parecen mucho.
– ¿Cómo poner en el centro del debate aquello que, como una ciudad o un discurso, se encuentra en los márgenes sin estigmatizarlo, sin etiquetarlo como marginal.
– La novela está recorrida por esta pregunta. Decía Wittgenstein, casi un personaje más de La travesía de las anguilas: “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo”. Lo interesante de esa afirmación es que es falsa. Wittgenstein lo reconoció al final de su vida. Lo importante es cómo, con esa idea de límite, creamos un juego de lenguaje. La creación hace saltar por los aires las jerarquías preestablecidas. Cada periferia construye su centro. No queremos volver a ser niños. Queremos volver a jugar.
– Ciudad Meridiana era fundamentalmente un barrio de inmigración. ¿Cuál es su relato político, social y cultural?
– Cualquier relato sobre la inmigración tiene que sortear –y no es nada fácil– el estigma, pero, al mismo tiempo también su idealización romántica. No se trata de negar el conflicto, sino de acogerlo, convocarlo. De interpretar la ciudad como un lugar de conflictos, vivo, cambiante, donde puede nacer lo peor y lo mejor del ser humano. No deberíamos dejar de hacernos preguntas incómodas. ¿Cuándo el inmigrante comienza a tratar a otro como inmigrante? ¿Qué procesos de legitimización –usos del poder– se dan entre el que acoge y el que reclama ser acogido? ¿Cuál es la frontera entre la solidaridad y la caridad? ¿Cuáles son ahora los disfraces del paternalismo?
– Hay excepciones, pero ¿no ha pecado la literatura de Barcelona de burguesa?
– Depende del momento. Es evidente que el escritor burgués ha tenido más tiempo y recursos para dedicarse a la literatura. Por lo tanto, la narración de la ciudad se ha hecho sobre todo desde ese lugar. Las tendencias literarias, sin embargo, dependen de un péndulo que por suerte es un misterio sin resolver. Yo diría que quien consigue romper con esa narración burguesa de Barcelona es Francisco Candel. Lo hace con su primera novela, Donde la ciudad cambia su nombre. No sé si es sintomático que sea un libro descatalogado –pese a ser una gran novela– y que se le conozca, mayoritariamente, por Els altres catalans. Se le ha permitido pasar a la historia intelectual del país, sí, pero como representación de esa otredad. Y lo que hace Candel, como todos los buenos escritores, sean burgueses o no, es descubrirnos que todos llevamos dentro nuestros fragmentos del otro. Todos somos otros.