Montaigne, la caballería del escepticismo
Arpa reúne la obra de Jaume Casals, catedrático de Filosofía en la Pompeu Fabra, sobre el creador del ensayo, el género moderno de la gran literatura de ideas
17 julio, 2020 00:10Michel de Montaigne (1533-1592) ha pasado a la historia con un nombre falso y gracias a una maravillosa confusión que lo sitúa como uno de los grandes escritores de su tiempo. Ambas cosas son ciertas y, al tiempo, relativas. Esto es: ambiguas. Su rúbrica, asociada a la heredad de su propio linaje, una familia de comerciantes de pescado y vino de Burdeos ennoblecida, con castillo, servidumbre y una indiscutible vocación política –el escritor fue parlamentario y alcalde de su ciudad entre 1581 y 1585–, es el nombre de su predio particular. Su apellido real era Eyquem. En cuanto a su condición de hombre de letras –en apariencia indudable– habría que recordar, aunque todavía sea cosa de asombro, que el propio autor nunca se consideró tal. No fue un hacedor de libros, sino un glorioso diletante que dedicó los veinte últimos años de su vida a una única obra cuyo título se formula en plural: los Ensayos. Una confesión en primera persona escrita en la intimidad, y en silencio, que logra hablar de la humanidad a partir de una experiencia individual, creando con palabras una visión del universo –llámenle vida, si prefieren ser prosaicos– construida desde lo concreto.
El escritor francés es demasiado libre y abierto en comparación con los filósofos sistemáticos, aquellos que alzan su pensamiento igual que se construye un edificio, mediante una estructura a la que más tarde se adhieren interminables capas, cada una de ellas con una función específica dentro de un todo. También resulta excesivamente profundo y reflexivo para los que confunden la literatura con el cultivo instrumental del estilo, ese sonajero. Y, sin embargo, goza de los dos grandes atributos de los grandes artistas: tener cosas que decir y saber decirlas de una manera singular, diferente. Su capacidad para situarse en tierra de nadie ha hecho que su pensamiento no pueda reducirse con facilidad a un par de frases e ideas, como sucede con muchos otros, y que se resista a las categorizaciones y las taxonomías, tan queridas en los ámbitos académicos.
Edición en francés de 1801 de los
¿De qué escribió realmente Montaigne? De nada y de todo. A la manera de los tratadistas clásicos, instaura su pensamiento en un odre nuevo: el ensayo, que es el género moderno de la gran literatura de ideas, practicada durante los siglos previos bajo formas didácticas, doctrinales, libros de exempla y moralejas, diálogos, relaciones de privados, epístolas y desahogos varios. Sólo por este mérito puede ser comparado con Cervantes y Shakespeare, aunque su prestigio se haya construido fundamentalmente gracias a la estima intelectual que debido al poder de la risa o la hondura psicológica de sus criaturas de ficción. En los Ensayos sólo hay un personaje: Montaigne, dueño y señor de la literatura del yo. A su manera, su obra es un parteluz entre la antigua literatura filosófica, codificada, excesivamente formalista, con evidentes pretensiones ideológicas, donde se practica fundamentalmente el dogma de fe, y la aventura del pensamiento moderno, que calibra, discurre y viaja sin mapas gracias a la escritura y a la opinión. El escritor francés abre la puerta a la subjetividad en un ámbito donde hasta ese momento se exigía disciplina y doctrina. Obediencia debida.
Estatua de Montaigne en la Sorbona
Para hacer una inmersión en su obra contamos con una abundante literatura secundaria que glosa su pensamiento y su estilo, pero ninguna de estas obras que interpretan los Ensayos es comparable a la experiencia de leerlos por primera vez, desnudos, y ver cómo emerge, entre las líneas, las citas en latín y la sucesión de disquisiciones, el perfil de su verdadero autor. Un hombre solo. Pasar una jornada con Montaigne es mejor que vivir un día de la vida. El escritor continúa superando a sus exégetas, entre los que, sin embargo, hay excelentes introductores a esa actividad tan extraña –entonces y ahora– que consiste en pensar sin dejarse llevar por imposiciones y condicionantes. De entre ellos destacan Zweig –su biografía, publicada en español por Acantilado, fue escrita de memoria por el escritor austriaco en Brasil– y también, entre otros muchos títulos, el volumen de ensayos que Jaume Casals ha publicado en la editorial Arpa bajo el título ¿Qué sé yo? La filosofía de Michael Montaigne, donde se recogen todas las incursiones académicas que el catedrático de filosofía y actual rector de la Pompeu Fabra ha dedicado al escritor francés. No son pocas.
El volumen, escrito originalmente en catalán y traducido al castellano, aunque con algunos duendes de imprenta, es una buena panorámica de las distintas edades de Montaigne; desde sus inicios como gentilhombre con vocación pública hasta su confinamiento voluntario en la famosa torre de su castillo, desde donde, cercado por las guerras de religión que asolaban Europa, un hombre desengañado de los demás se busca a sí mismo siguiendo el consejo del oráculo de Delfos. Casals nos habla del Montaigne político, del modesto viajero, del hondo filósofo sin disciplina, del estoico insolente, del prosaico moralista sin iglesia –Francis Bacon, probablemente, fue su único seguidor cierto–, del latinista erudito desde la infancia, del hombre de leyes, del precursor de Kant, del teólogo sin Dios, del amigo de La Boétie y, en resumen, de todos y cada uno de sus rostros, porque un hombre nunca es uno, sino una multitud con un mismo nombre.
El carácter fragmentario del volumen, que coincide con la forma habitual de lectura de los Ensayos, un work in progress que va haciéndose a sí mismo a medida que transcurre la existencia de Montaigne y que, debido a su extensión –más de mil páginas, según las distintas ediciones–, es un misal para el hombre moderno, permite múltiples abordajes a la materia gris del pensador francés. Existen miles de puertas para acceder a los Ensayos. Todas fascinantes e inciertas, porque quizás el talento mayor de este gran libro es su falta de método. O mejor dicho: su método sin método, que ha conseguido el rarísimo milagro de que las reflexiones de un hombre del Renacimiento sigan siendo interesantes y certeras tantos siglos después.
¿Cuál es su secreto? ¿Qué hace que los Ensayos sean un libro contemporáneo sin dejar de ser una obra de su tiempo? Indudablemente, el talento de su autor. También la sabia elección de la perspectiva, que abre de par en par el camino de la subjetividad frente a toda la tradición doctrinal anterior. Y, por supuesto, utilización del escepticismo y la sinceridad como herramientas intelectuales y literarias. Sin ambas, Montaigne sería un escritor más dentro de la noble tradición del humanismo de su época. Su factor diferencial estriba, al igual que sucede con las Confesiones de San Agustín, en su extraordinaria honestidad literaria. En una aparente sencillez llena de complejidad. En la capacidad para beber de las fuentes clásicas y diluirlas en un discurso propio gracias a una retórica que disimula tal condición, ajena al artificio y cuyo precedente esencial es Séneca, el moralista de la Córdoba romana.
El denominado
Es este registro prosaico, en un contexto donde no se concebía más forma de literatura de ideas que la mimética, practicada con una estructura más bien cerrada, lo que convierte a Montaigne en el escritor con más flow –por usar un término posmoderno– de su momento. El autor francés –explica Casals en su ensayo– se interroga sobre los cimientos del conocimiento y cuestiona todo su pensamiento –de ahí su lema, Que sais je?– en un ejercicio fascinante que liga el humanismo renacentista con el estoicismo antiguo pero, en lugar de adoptar el tono del sermón rigorista que predica la santa contención, practica el librepensamiento. Meditando sobre la verdad de la vida –que es la muerte, su complementario– Montaigne se retrata del natural probablemente como ningún otro intelectual y define, de esta manera, a los esforzados miembros de la insigne caballería del escepticismo. The happy few, que diría Shakespeare.