El filósofo Manuel Barrios Casares / @JAIMEFOTO

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Filosofía

Manuel Barrios: “La risa, en cierto sentido, es una forma de revuelta”

El catedrático de Metafísica alerta acerca del riesgo que implicaría un Occidente con “dictaduras democráticas” y reflexiona sobre las estrechas vinculaciones entre la filosofía y la literatura

29 septiembre, 2022 19:15

Manuel Barrios (1960), catedrático de Filosofía de la Universidad de Sevilla, es experto en Genealogía de la Modernidad y uno de los grandes especialistas españoles en la obra de Nietzsche. Este sabio, que gasta formas suaves e ideas firmes, mantiene la condición de hombre bien pulido en el lenguaje. Es de uno esos ciudadanos honestos e inconformistas que han desplegado inquietudes en miles de alumnos, generando gratitudes y una irremediable vocación de pensar provista de la lucidez de saber mirar al otro. Acaba de publicar La vida como ensayo y otros ensayos (Athenaica), donde medita sobre las relaciones entre literatura y filosofía, y está a cargo de la primera edición en español del texto de Hugo Ball Nietzsche en Basilea (El Paseo Editorial).

–Filósofo, catedrático de Metafísica, experto en Nietzsche y en la genealogía de la Modernidad, ¿por qué ha hecho de la literatura uno de sus campos de estudio?

–He dicho, en alguna ocasión, que yo era tonto hasta los trece o los catorce años, pero, entonces,  me enamoré. La experiencia del amor me transfiguró; cambió mi mundo. Me hizo tomar conciencia de mí mismo, del otro, de mí mismo a través del otro. Ese sentimiento tan intenso coincidió con un momento de maduración personal. Recuerdo que, al poco, inicié mi militancia en la Joven Guardia Roja, la organización juvenil del Partido del Trabajo, mientras que en mi casa eran habituales las sesiones de la tertulia literaria de mi padre [el escritor Manuel Barrios, dos veces finalistas del Premio Nadal] con Alfonso Grosso y muchos otros... A lo largo de ese proceso, cayeron en mis manos las novelas de Hermann Hesse: Demian, Siddhartha, El lobo estepario… Aquellas historias me hicieron plantearme qué me interesaba realmente de él: cómo lo decía o qué es lo que decía. Al optar por la segunda opción, empecé a estudiar Filosofía, pero nunca pude abandonar la literatura.

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–Son dos mundos, en apariencia, contrarios: la filosofía aspira a la verdad, la literatura es el reino de la ficción.

–Nietzsche tiene sobre el asunto una idea fabulosa: se es artista cuando uno ve como contenido lo que todos los demás ven sólo como forma. Uno de los vasos comunicantes entre ambas disciplinas surge con el problema que se encuentra la filosofía a partir de la crítica de la metafísica de Kant: si no podemos conocer el mundo verdadero porque nuestras capacidades siempre lo distorsionan, ¿cómo hacemos un discurso de la verdad? Bueno, los postkantianos y el idealismo alemán (Hegel, Hölderlin) ensayan diferentes formas. Los primeros intentos tratan de redefinir el mundo verdadero, el absoluto, Dios. No están allá, están aquí, vamos a traerlo, vienen a decirnos. Pero, junto a esa propuesta, surge otra que viene a alterar el discurso tradicional de la filosofía: no podemos contar las cosas de la misma forma siempre porque la forma de nuestra conciencia es histórica. Hegel inyecta el devenir dentro de lo que había sido en el mundo verdadero. Luego, viene Nietzsche, el gran desenmascarador. Para él, el discurso de la verdad está claramente contaminado de la ficción.     

–Escuchándole parece que la filosofía le debe más a la literatura que la literatura a la filosofía…     

–Va por épocas. Indudablemente, la filosofía ha ganado mucho de la literatura desde finales del siglo XIX. Pero, claro, repasas las grandes figuras literarias (Rilke, Kafka, Musil, Hesse…) y todos tienen una formación filosófica muy fuerte. Eso es otra cosa importante que siempre recalco de Nietzsche: la filosofía deja, con él, de ser metafísica, un discurso abstracto, y se convierte en crítica de la cultura. Entonces, claro, esos narradores que le citaba también hacen, con las herramientas de la literatura, crítica de la cultura. La montaña mágica, de Thomas Mann, habla de una cultura que termina y qué es lo que puede emerger de ahí. Diría, por tanto, que la filosofía y la literatura son estrategias en paralelo.   

Manuel Barrios

–En el primero de los textos incluidos en su libro La vida como ensayo, usted señala que Milan Kundera reivindicaba que la novela moderna anticipó, frente a los ideales de la filosofía, una vuelta a la vida.

–Kundera lee a Kafka y lee a Heidegger y se da cuenta de que son dos modos de afrontar el mismo problema y de situarse ante la sensación de ser un bicho extraño, que es lo que prácticamente, desde el siglo XIX en adelante, venimos sintiéndonos. Porque, claro, los discursos del liberalismo y el socialismo, las grandes corrientes ideológicas que se configuran como los relatos de la liberación de la humanidad y del progreso, entran en crisis en esos momentos y se encuentran con sus propias refutaciones, obligados a reformularse. En ese marasmo, de alguna u otra manera, aún nos encontramos. Es verdad que la sociedad actual, el capitalismo, el orden de nuestro mundo, ha demostrado una capacidad enorme de fagocitar fuerzas críticas y ponerlas al servicio de una estrategia consumista, al servicio del mercado, pero no deja de ser, en el fondo, una prolongada agonía.

–En esta encrucijada, ¿qué respuestas ofrecen la filosofía y la literatura?

–Los mecanismos que antes nos aliviaban de nuestro malestar se han ido abandonando y se ha ido generando una mayor insensibilización. Hoy veo un individualismo muy acentuado que, sinceramente, me preocupa muchísimo. Creo que son fórmulas de resistencia. La filosofía, como arte liberal, juega en el mismo terreno que la literatura y, de una u otra manera, ambas nos enseñan a decir: Non serviam [No serviré].

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Kundera llamó a la novela moderna “la desprestigiada herencia de Cervantes”.

–Kundera sostiene que él habla de personajes, de posibilidades existenciales, mientras que la filosofía posee un discurso más abstracto, generalista. Sin embargo, no veo ahí profundas diferencias. Esa apreciación seguro que tiene ver con que, al no tener una sólida tradición metafísica, en España echamos mano de la literatura. La Guerra Civil nos cortó lo poco que habíamos apañado con Ortega y la Escuela de Madrid. A falta de filosofía, echamos mano de la literatura y, por supuesto, de Cervantes. Cuando Ortega se va en busca de una tradición propia, tiene que ir a la literatura; no la puede encontrar en la filosofía. Allí encuentra eso que llama una manera cervantina de acercarse a las cosas, es decir, al mundo de la vida.

Qué sugerente esa idea de que la ‘tradición filosófica’ de España se encuentra en su literatura.

–Aquí maduramos demasiado pronto como imperio y eso coaguló la modernidad. Se bloqueó entonces cualquier impulso burgués, ilustrado, hacia una modernidad incipiente. Así lo reflejan los personajes de nuestra picaresca: ellos son héroes vencidos por el tiempo. Su tiempo ya ha pasado y se empeñan en algo que pasó y no ha sido. Luego ocurre que vamos tarde, con el paso cambiado, y aquí no hay una Ilustración. Ortega fue el gran intento de modernizar España, a través de la ubicación del filósofo en la plazuela, a partir de una pedagogía basada en el ideal ilustrado que aspira a construir ciudadanía.

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Señala en el ensayo que dedica a las Meditaciones del Quijote que Ortega estaba a la búsqueda de “una voz propia”. La voz propia, el sello personal, el estilo es un valor muy literario.

–Uno se tiene que contar a sí mismo para, luego, contarse en su época, en sus circunstancias, que diría Ortega. En mi caso, yo me hice muy técnico desde el principio por mi autoexigencia y mi afán de perfeccionismo. Me crié en los usos y las costumbres de la tribu académica, pero recuerdo que mis primeros ensayos eran muy sueltos y, de alguna manera, siempre estoy tratando de volver a ellos. Creo que lo consigo en La vida como ensayo y otros ensayos (Athenaica) y en la introducción de Nietzsche en Basilea (El Paseo). No comparto, por ejemplo, que la clave para interesar a más lectores esté en los libros sin notas al pie. Las notas son reconocimientos a los amigos con los que has trabajado –la mayoría, ya muertos, por cierto–. Frente a la idea de que las notas son el cierre, un broche perfecto, para mí, son las costuras, las heridas. Tienen un doble reconocimiento: aquello que debes y, también, la confesión de una impotencia. De algún modo, vienen a decir: hasta aquí he llegado.

¿Qué papel juega el humor?

–Cuando experimentamos nuestra existencia como absurdo cabe la posibilidad de la desesperación o del suicidio, pero no es sostenible en el tiempo. Ni siquiera en Sartre ni Camus, quien en El hombre rebelde plantea que el suicidio es una posición individualista y lo que procede es estudiar la rebelión. La risa es, en cierto sentido, una forma de revuelta. Trasciendes con ella la gravedad del momento o, al menos, los parámetros que te han llevado a darte de bruces con ella y verla como decepción. La risa tiene ese movimiento que Nietzsche llamaba de transvaloración.

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El humor llena muchas páginas de El Quijote. No sé si también, de algún modo, nos define.

–La manera cervantina de acercarse a las cosas de la que está hablando Ortega es una manera no resentida. Habla de una risa que en la desesperación se reconcilia con el mundo y que asume los costurones de la vida y tira hacia delante. El personaje del Quijote trasciende el heroísmo de la vieja épica de las novelas de caballería y genera una nueva forma de heroísmo. Cervantes, en este sentido, es muy cruel. Lo retrata de manera inmisericorde, pero la risa que despierta en el lector también, inevitablemente, genera ternura. Por ese motivo, Ortega distingue claramente al Quijote –que interesó, por ejemplo, a Unamuno para hablar del alma española y de los viejos mitos– de Cervantes, que es ya la polifonía de las voces. Ahí está el espacio democrático, el espacio que la modernidad se tiene que seguir construyendo, porque vamos camino de cargárnoslo. Hemos ido sustituyendo a Dios por otros diosecillos –el progreso, los nacionalismos– y estamos viendo que la globalización es claramente insuficiente.

¿Insuficiente?

–Ahora tengo muchas líneas de trabajo abiertas, pero me gustaría revisitar alguna vez la idea clásica de cosmopolitismo, de ciudadano del mundo. No sólo se trata de ser ciudadano del mundo, sino también de la liberalidad, de una actitud generosa ante la vida. Tenemos que reaprender a vivir en la Tierra con los dones escasos que tenemos. El sueño del Estado del Bienestar desapareció y, ahora, nos encontramos en una situación en la que las tensiones más negativas de la globalización están invadiendo los restos de aquel viejo discurso, que ya no nos lo creemos, pero que tendríamos que reconocer sus logros. Con sus errores, hemos construido un mundo. Mientras que Europa y Occidente no tenían que competir con sus afueras, sino que sus afueras son el lugar de los desperdicios y las compensaciones, pudo construir un bienestar donde hubo una verdadera clase media, sanidad y educación públicas, condiciones laborales dignas, pensiones…Ese modelo no es el que se ha exportado; se ha exportado el modelo de la eficacia socioeconómica y hemos visto que funciona en lugares que se puede combinar con el comunismo, como en China, donde el trabajador está perfectamente explotado. Ahora el problema es que se nos importen esos modelos y se generen dictaduras democráticas en el mundo occidental. Si queremos ser productivos y, al mismo tiempo, competitivos, tenemos que poner al trabajador en unas condiciones de explotación que, para nuestra época, son inasumibles. Ya no vamos a vivir más como hemos vivido.   

La edición de 'Nietzsche en Basilea' de Hugo Ball / EL PASEO EDITORIAL¿Qué le queda a las generaciones futuras?

–El olvido. Y la huida hacia delante. El individualismo todavía más acentuado, porque cada vez es más obtuso, cada vez tiene menos pasado. Hablamos del individualismo como si fuera una sola figura, pero no. Es cambiante, y el actual es feroz, salvaje, porque no tiene memoria y, entonces, no sabe lo que ha perdido.

¿Existe algún antídoto?      

–Contarlo, al menos. En La vida como ensayo reivindico de principio a fin contar la historia, incluso a sabiendas de su condición fabulada o de sus desmentidos… Es una estética de la resistencia. Yo, antes de dedicarme a la metafísica, me saqué el título de dibujante de historietas. Podría señalar a Corto Maltés. La resistencia del que sabe que está todo perdido, creo, es una figura ética a reivindicar… [Tras una pausa de varios segundos, prosigue] Luchar contra los extremismos, también. En España estamos siempre igual: nos falta centro democrático…

–¿Qué papel juega en este panorama la educación y, más en concreto, las Humanidades?

–Seguir combatiendo el peligro de que estas generaciones que ahora empiezan a formarse, y que no tienen toda esa memoria histórica, entiendan la filosofía como una charla de café. Si no se revuelven hacia el pasado, lo repiensan y lo hacen propio, aunque sea de forma paródica o distorsionada y se quedan en el instante, la filosofía se convierte en autoayuda. ¿Quieres ser un empresario de éxito? Lee a Hobbes. ¿Estás estresado? Lee a Lao-Tse. Pero son soluciones puramente individualistas; no tienen respuesta una respuesta con dimensión colectiva. Entonces, las Humanidades son armas para el cemento social: abren un por qué y un para qué a las ciencias puras para que éstas no se consuman en su propio discurso.

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¿No está a menudo la filosofía demasiado lejos de la sociedad?

–Es un gesto de defensa. Efectivamente, hay un debe en la filosofía, en las facultades… pero hay que entender de dónde viene y qué lo motivo. He pensado siempre que no es la mejor estrategia, pero la comprendo en el sentido de defensa frente al riesgo de quedar absorbida. Mi idea es otra: es la metáfora del sol que cae y se derrocha. Quizás la filosofía deba morir y, en su crepúsculo, fecundar más. ¿Dónde se estudia filosofía en Estados Unidos? En los departamentos de Literatura porque allí, de pronto, desembarcó el deconstruccionismo derridiano y ha fecundado con sus ventajas e inconvenientes.     

Hablemos de las vanguardias artísticas a la luz de la edición del borrador de la tesis de Hugo Ball: el pensamiento de Nietzsche fue la gasolina del dadaísmo.

Nietzsche es el gran desencanto y, también, la necesidad de reencantamiento. Y eso es lo que maman las vanguardias. Está tan presente que sorprende. Sin ir más lejos, el Almanaque Dadá empieza con su texto sobre la risa: seamos parodistas de Dios. La Historia nos sirve –afirma– como un gran almacén de disfraces, lo que ocurre es que ya ninguna ropa nos pega. Seamos bufones de Dios, riámonos de esta historia universal y ensayemos. Nietzsche es el humus de la vanguardia.