Boecio y la Rueda de la Fortuna
El diálogo ‘Consuelo de la Filosofía’, compuesto en el ocaso de Roma, es una de las obras más influyentes de la antigüedad y renace gracias a la editorial Acantilado
24 enero, 2020 00:00Las guerras más devastadoras que existen son aquellas en las que los dos adversarios en liza coinciden en una única persona: uno mismo. Si la leyenda cuenta que Cervantes concibió El Quijote -ese “hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos nunca imaginados de otro alguno”- en la cárcel de la Sevilla del Siglo de Oro, “donde toda incomodidad tiene su asiento y donde todo triste ruido hace su habitación”, el tratado filosófico más influyente del extraño quicio histórico que separa la Edad Media del Renacimiento se concibió en una celda del Ager Calventienus de la ciudad italiana Pavía, a la espera de un juicio que terminó con una decapitación sangrienta, confirmando así la máxima de que cuando los seres humanos somos felices, vivimos; y cuando nos sentimos desgraciados, filosofamos.
El fruto de aquel sufrimiento, olvidado en las densas arenas del tiempo –hablamos del año 523 después de Cristo–, es una obra absolutamente maravillosa compuesta por un cónsul romano caído en desgracia –Boecio– que trata sobre la naturaleza y los caprichos de la diosa Fortuna, esa mujer caprichosa. La editorial Acantilado, en uno de esos gestos que ennoblecen a quien se dedica al maravilloso arte de hacer libros, la recupera ahora íntegra con traducción del latín al cuidado de Eduardo Gil Bera en su colección Cuadernos. No es ni mucho menos un libro desconocido para quienes se hayan preocupado de cultivarse a sí mismos mediante el arte de la lectura, pero si supondrá (para otros) un gozoso descubrimiento. Básicamente porque las preguntas que se hace Boecio son las nuestras: ¿Por qué diablos la felicidad es pasajera? ¿Cómo se explica que medren los mediocres? ¿Cuál es la razón de la existencia? ¿Existe Dios? ¿Somos libres o estamos atados, como los esclavos, al yugo de un arado? ¿Cuál es el origen del mal?
Manuscrito de De consolatione Philosophiae (1230) / UNIVERSIDAD DE LEIZPIG
Consuelo de la Filosofía es una suma de libros postreros –la obra se divide en cinco partes, escritas cuando su autor estaba ya con el pie en el estribo– y, sin embargo, iniciáticos. Perdurables. Perfectos. Resumen de forma ejemplar la herencia filosófica clásica y la proyectan hacia el porvenir (que en su caso fue la Escolástica) sin darnos doctrina, sino razonando, aportando argumentos y dotando de convicción el discurso de un hombre –en realidad, de todos los hombres– que, sumido en un pozo, se pregunta las razones de la injusticias del destino. Escrito a medias entre la prosa y el verso –a la manera de los diálogos medievales, denominados prosimetrum– simula una larga conversación entre un Boecio, encarcelado injustamente, y la Filosofía, representada alegóricamente por una mujer de mirada penetrante y tez joven pese a tener la misma edad de los siglos.
El libro comienza con un hermosísimo lamento cuyo arranque nos recuerda a la Comedia del Dante: “El llanto baña mi rostro mientras escribo. Ya se acerca la súbita decrepitud, los dolores la anuncian. Prematuras nieves cubren mis cabellos y mi agotada piel marchita se ha rendido”. Se transforma después en un drama (en cinco actos) donde se desmontan, uno a uno, todos los espejismos de la dicha quebrada. Gibbon, primer historiador moderno, autor de la monumental Historia y decadencia del Imperio Romano (1776-1788), definió la Consolación como una obra de “oro” equiparable a los tratados de Platón. Más vehemente fue Bertrand Russell, que en su Historia de la Filosofía Occidental señala que el diálogo de Boecio “es tan admirable como los últimos momentos de Sócrates. Uno no encuentra una perspectiva similar hasta después de Newton. Es una obra que habría sido notable en cualquier edad; pero en la época en la que vivió [el ocaso de Roma], es absolutamente increíble”. No son elogios menores viniendo de dos maestros de la historia y el pensamiento británico, de natural contenido.
Edición de 'Consuelo de la Filosofía' / ACANTILADO
¿Qué hace que la Consolación sea un libro tan extraordinario? Diríamos que se debe a su sinceridad –una virtud literaria no siempre valorada– y a su capacidad para ayudarnos a pensar solos. Al contrario que el famoso discurso de Sócrates escrito por Platón, que es el desafío de un sabio frente la hipocresía de la sociedad de su tiempo, Boecio escribe un largo y fecundo poema al letargo, “la enfermedad de todos los desengañados”, en el que un hombre se interroga sobre el destino y la libertad –bajo la forma del libre albedrío– y encuentra sus respuestas no en las creencias religiosas, sino gracias a las herramientas de la razón.
Existe una lectura cristiana de la Consolación, pero su fulgor no deviene de la posterior canonización de su autor –la Iglesia considera a Boecio un mártir desde 1883– sino de la voluntad de intentar explicar la desgracia (y sus apariencias) desde la inteligencia. Se trata de un libro profundamente espiritual cuyo génesis, sin embargo, es vulgar: la caída en desgracia de un hombre público que aspiraba a obrar, en la política de su tiempo, con honor, decencia y templanza. La pérfida traición de sus adversarios precipita su ostracismo y termina con una violenta muerte, pero también muestra, paradójicamente, el sendero de la sabiduría en un contexto inestable y caprichoso, como es el de la Fortuna, representada bajo la forma de una rueda que arrastra a los hombres y trastoca todas las jerarquías y aspiraciones terrenales.
Representación de Boecio en un grabado medieval.
La enseñanza de la Consolación es agria: “Ningún hombre puede estar realmente seguro de nada hasta que haya sido abandonado por la suerte”. Por eso es fecunda: sólo cuando vivimos una desgracia somos conscientes de quiénes somos, qué ambicionamos y qué cosas tienen realmente valor. Únicamente las tempestades vitales nos sitúan frente al espejo que refleja nuestra identidad. Quien se somete a esta prueba no vuelve a ser otra vez el mismo que fue. Pero si supera el trance con dignidad se encuentra de una vez a sí mismo, como recomendaba el misterioso oráculo de Delfos. El mensaje estoico de Boecio, que cuando habla de Dios no se refiere al Cristo de los católicos, sino al motor del universo, hizo que su libro fuera uno de los más leídos en la Europa de las postrimerías medievales, reclamado en monasterios, celebrado en las cortes reales, comentado, traducido e interpretado.
Edición en inglés de 'La conjura de los necios' / PENGUIN
Hubo quien lo consideró un hijo tardío del pensamiento pagano de Séneca. Quien lo leyó como un antecedente de Santo Tomás de Aquino. Otros encontraron en sus páginas un canto íntimo a la piedad por su defensa de la virtud frente a los espejismos de la riqueza, el poder, la fama o la celebridad. En realidad es una obra netamente clásica, heredera de lo mejor del platonismo, cuyos indudables méritos han hecho que permanezca vigente hasta nuestros días. Su popularidad, más allá de los ámbitos académicos e ilustrados, en buena medida se debe a que La conjura de los necios, la celebérrima novela de John Kennedy Toole, utiliza la Consolación para encarnar misma función que los libros de caballería hacen en El Quijote.
Ignatius J. Reilly, el personaje de la fábula de Kennedy Toole, un ser inadaptado, aficionado a la comida basura y declarado nostálgico de la perfección de la geometría y la teología medieval, recorre Nueva Orleans soñándose el último heredero vivo de Boecio, al que la Fortuna ha condenado, para su desgracia, a vivir en el capitalismo, y que, cuando todos le aconsejan que debería buscar un empleo e integrarse en la sociedad, responde: “Lean a Boecio. Demuestra que esforzarse y luchar es absurdo. Tenemos que aprender a aceptar. Cuando la Fortuna hace girar su rueda hacia abajo, vete al cine y disfruta de la vida”.