El cortoplacismo y otras catástrofes
Los individuos y los grupos sociales se conforman con garantizar su bienestar inmediato en el día a día, prescindiendo de cualquier idea del porvenir, mientras en política triunfa el 'presentismo'
20 agosto, 2022 20:30El hombre se ha consolidado como especie gracias a su visión en el tiempo. A diferencia de otros animales, es capaz de actuar sólo y en grupo, orientándose temporal y geográficamente, con una perspectiva a corto plazo, pero también con horizonte de días, de años y de décadas. Pero en los últimos tiempos empieza a imponerse el cortoplacismo. Individuos y colectividades se conforman con garantizar el día a día, ignorando el porvenir. Sin hablar de los peligros que amenazan al medio ambiente, se puede comprobar con algún ejemplo menos global.
Hace unos días, ante la polémica de si debía ser por tercera vez candidata a la alcaldía de Barcelona, contra lo que señalan los estatutos de su formación, Ada Colau apuntaba que el debate no debía ser sobre la figura del candidato sino sobre el proyecto de ciudad. Y, en parte, tiene razón. El qué y el cómo son más importantes que el quién. Pero al presentar sus programas para una actuación de cuatro años, los partidos, no sólo los Comunes, sino prácticamente, todos y en todas partes, pasan por alto el cuándo. Ofrecer a la ciudadanía una transformación, por óptima que sea, a medio siglo vista puede parecer una humorada, sobre todo para los ya jubilados. Sin embargo, cuando esos votantes no estén, la organización de la convivencia seguirá, de modo que algunos pensadores empiezan a plantearse si los hombres de hoy tienen derecho a hipotecar un futuro que será el presente de sus descendientes.
“En la actualidad”, señala Roman Krznaric, “los políticos y el propio sistema político se han convertido en una causa del cortoplacismo galopante, en lugar de ser una cura que le ponga freno”. Triunfa el presentismo que antepone “los intereses y las decisiones prácticas a corto plazo”. Coincide con el filósofo Manuel Cruz, para quien está desapareciendo “de nuestro imaginario colectivo la idea de una praxis vinculadora a largo plazo, sustituida por el corto plazo más riguroso (el tacticismo en la esfera de la política o la valoración de la actividad laboral por objetivos serían dos ejemplos actuales)”, anota en Ser sin tiempo.
Krznaric (El buen antepasado) cita diversos estudios sobre el comportamiento humano en relación con las decisiones a corto y largo plazo. “Nuestra singular previsión es la que creó la civilización y sostiene la sociedad. El poder de la prospección es lo que nos hace sabios. Mirar hacia el futuro, consciente o inconscientemente, es una función crucial en nuestro voluminoso cerebro”, sostiene Martin Seligman en un artículo publicado en The New York Times. Un estudio realizado sobre 500 habitantes de Chicago mostró que el 80% de sus pensamientos de futuro tenían un horizonte máximo de 24 horas. El 14% eran previsiones hasta a un año vista y sólo el 6% a más de 10 años. Sin embargo, buena parte del pensamiento político se basa en la capacidad de decidir a largo plazo del conjunto de la población. Una población que, en general, supone que seguirá existiendo algunos años.
Para Thomas Hobbes, razonar no es sino calcular en el tiempo. Ante la evidencia de que en un hipotético estado de naturaleza los propios bienes y la vida están amenazados, los hombres pactan la no agresión en el presente para asegurarse llegar al futuro. También David Hume asocia la idea del gobierno a la necesidad de organizar la convivencia en el tiempo. En su opinión, “los hombres no son capaces de curar radicalmente, ni en sí mismos ni en el prójimo, esa estrechez del alma que los lleva a preferir el presente al porvenir”. Se ha leído a Hobbes como defensor de la existencia real del estado de naturaleza, pero nada en sus escritos avala esa interpretación. Para él, el estado de naturaleza (la guerra de todos contra todos), no se dio en el pasado sino que es un peligro que acecha en cualquier momento futuro. El pacto social pretende evitarlo. El estado de naturaleza no es un mito. Es una advertencia.
Con todo, conviene no minusvalorar los mitos, que tienen lo que los medievales llamaban fundamentum in re. Pueden ser relatos imprecisos, pero incluyen siempre algún tipo de referencia a hechos reales. El mito del pecado original da cuenta del descubrimiento del tiempo y del impulso a la acumulación. En el paraíso el hombre vivía la libertad de un presente en el que todo apetito podía ser saciado. No había necesidad. Tomaba de los árboles los frutos que le apetecían. Vivía libre y feliz. Tentado por la serpiente, mordió el fruto del árbol del bien y del mal y descubrió la existencia del tiempo: el mañana. Y mañana, tal vez, esos frutos no estarán ya a su alcance. La acumulación es la respuesta previsora ante el miedo a una escasez futura. Lo que viene a ser una explicación del tránsito del paleolítico, cuando el hombre es nómada y libre, al neolítico, ya sometido a la servidumbre de la siembra y la siega, al cuidado de los animales. Queda atado a la tierra, en detrimento de su antigua libertad de movimientos. Se garantiza el sustento de mañana y vence a la necesidad a cambio de la libertad.
Tras la revolución neolítica y hasta nuestros días, el hombre se levanta cada día y, si no dispone de un capital (trabajo acumulado), se ve obligado a vender el hoy para ser libre mañana. Sin embargo, ya ha pecado: ha descubierto el tiempo y sabe que habrá siempre un mañana que le condena al trabajo, que tendrá que ganarse el pan con el sudor de su frente, para usar los términos en los que formula el Génesis la maldición bíblica del trabajo. Pero el descubrimiento del tiempo es también la base de lo que se ha dado en llamar el progreso. Expulsado del paraíso, el hombre aprendió a mirar hacia adelante. Se convirtió en un ser prospectivo que mira al futuro para anticiparlo. Anticipar el futuro es una vieja aspiración humana. Nunca han faltado profetas, adivinos y oráculos. Han dicho tantas cosas que alguna vez han acertado, como los relojes parados que dos veces al día dan la hora exacta.
A pesar de todo, el futuro sigue aún hoy llenando de incertidumbre el presente. Como sostiene Cruz, tenemos la percepción de que el tiempo “da tumbos sin rumbo alguno”. El tiempo ha sido una constante en los debates filosóficos. Desde quienes afirman su objetividad hasta quienes niegan su existencia. Aún resuena la polémica más reciente (no zanjada) entre Einstein y Bergson. La resume un excelente libro: El físico y el filósofo, de Jimena Canales. Pero al margen de los debates científicos y metafísicos, hay una percepción del tiempo que casi todos los hombres comparten. Les sirve para orientarse cotidianamente y programar sus actuaciones, alternando las previsiones a corto y a largo plazo. Que se imponga una u otra no es un asunto baladí.
Entre los elementos que regulan los impulsos cortoplacistas, señala Krznaric, están la tiranía del reloj, la distracción derivada de la digitalización, el presentismo político, la idea de un progreso perpetuo y el carácter especulativo del capitalismo (coincide de nuevo con Cruz), además de la incertidumbre respecto al porvenir. Por el contrario, la conciencia de la brevedad de la vida humana y la capacidad de pensar en la posteridad favorecen el pensamiento a largo plazo. Krznaric defiende la necesidad de pensar a largo plazo. En su opinión, si se reconoce el derecho a la propiedad en el espacio habría que admitir un derecho a la propiedad en el tiempo para que nadie hipoteque el presente de sus descendientes. Cita una sentencia apache: “No heredamos la tierra de nuestros antepasados, la tomamos prestada de nuestros hijos” y recoge diversas medidas impulsadas por diferentes colectivos que deberían hacer de los hombres de hoy “buenos antepasados de los hombres del porvenir”.
El hombre actual, reflexiona Cruz, ha dejado de pensar el tiempo en términos circulares, del eterno retorno, si se prefiere, según prefiguran las estaciones, en favor de un tiempo lineal y progresivo, derivado del optimismo ilustrado. Una visión lastrada por la conciencia de finitud temporal (la muerte individual) y porque en los últimos tiempos se ha producido “el final del pensamiento emancipatorio”. Hoy se da una paradoja: el hombre ha buscado durante siglos la inmortalidad y, ahora que la enfermedad parece más cerca que nunca de ser vencida, las negras perspectivas la hacen menos deseable.
Ya Jonahtan Swift divulgó una visión negativa de la inmortalidad. En sus viajes, Gulliver no sólo visita Liliput, llega al país de los inmortales, donde eventualmente nace alguien condenado a no morir. Una maldición para él y para su familia; será inmortal, pero también decrépito. Hoy no hay inmortales. Si alguna vez se lograra su existencia, el mundo sería muy diferente porque el tiempo dejaría de ser percibido como limitación. Las decisiones apenas tendrían consecuencias al disponerse de todo el tiempo del mundo para corregir cualquier tipo de error.
Arrojado a una vida temporal con el límite de la muerte, la decisión a la que se enfrenta el individuo actual es la de decidir a corto plazo, dejando a las generaciones futuras (si las hay) un planeta inutilizable o empezar a pensar en los derechos de las generaciones futuras. El economista William Nordhaus designa la tendencia cortoplacista actual como “ciclo empresarial político”, ya que está marcada por las convocatorias electorales. Un ciclo, recuerda Krznaric, que no es ajeno a las presiones de los grupos de interés económico que priman el beneficio a corto plazo.
Frente a ellos se yergue el movimiento basado en la regla iroquesa de la séptima generación: tomar decisiones pensando en el impacto que puedan tener a siete generaciones vista, es decir, valorando sus consecuencias para el próximo siglo y medio. Una posibilidad para estimular este comportamiento sería imaginar qué mundo hubiéramos deseado heredar Hay otra vía: pensar que en el futuro se puede reproducir lo que afirma Jared Diamond que ocurrió con muchas civilizaciones pretéritas: desaparecieron por un exceso de decisiones a corto plazo, con frecuencia tomadas para favorecer los intereses de las élites en detrimento de los más desfavorecidos. Las decisiones sobre el futuro no parecen hoy admitir excesivo aplazamiento.