Retrato de Gottfried Wilhelm Leibniz (1768) / PIERRE SAVART

Retrato de Gottfried Wilhelm Leibniz (1768) / PIERRE SAVART

Filosofía

Leibniz y los mundos orteguianos

La obra del filósofo alemán, al que Ortega dedicó su libro más complejo, permitió al pensador español denunciar el falso desvío de la filosofía al renunciar a su enfoque vital

25 noviembre, 2021 00:00

“El filósofo es el especialista en raíces; por eso no tiene otro remedio que ser radical”. Esta frase podría resumir la descomunal ambición que animó a José Ortega y Gasset a escribir La idea de principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva, su libro filosófico más complejo. Publicado póstumamente en 1958, el estudio quedó inconcluso y ahora Javier Echeverría acaba de presentar, bajo el sello del CSIC y la Fundación Ortega-Marañón, una nueva y magnífica edición ampliada que incluye todas las notas y manuscritos que Ortega acumuló durante su investigación. Con ello podemos hacernos una idea de lo que podría haber llegado a ser –casi como una metáfora de los mundos posibles de Leibniz– esa obra, que al parecer iba a constar de dos volúmenes más, un segundo sobre el principio de razón suficiente y otro sobre el principio de lo mejor, que de alguna manera quedó resumido en la magnífica conferencia Del optimismo en Leibniz, que también se incluye en esta nueva edición. 

Gracias a la introducción de Echeverría –y a los textos complementarios de Concha Roldán y Jaime de Salas, así como a la abundante documentación gráfica del cuadernillo final–, podemos reconstruir las circunstancias en las que Ortega escribió el libro. En 1947, el filósofo vivía a caballo entre Madrid y Lisboa, donde tuvo casa hasta su muerte. También hacía frecuentes viajes a Alemania para dictar conferencias. Su ilusión de que el final de la guerra europea supusiera el final de la dictadura de Franco empezaba a desvanecerse. Sobre España había caído, como escribió en 1937 en su necrológica sobre Unamuno, un “atroz silencio”. 

El filósofo José Ortega y Gasset

El filósofo José Ortega y Gasset

Despojado en su país de su condición de intelectual público, sin tribuna ni cátedra, Ortega se encerró en Lisboa a escribir lo que en un principio iba a ser un prólogo para conmemorar el tercer centenario del nacimiento de Leibniz. El texto, sin embargo, se le fue de las manos hasta convertirse en un estudio poliédrico e infinito en sus planteamientos, casi una parábola sobre el proceso de pensar. La idea de principio en Leibniz es un ejemplo, ahora sabemos que capital, de la supervivencia del pensamiento europeo tras la destrucción de la guerra. 

Al igual que Auerbach, que escribió Mímesis entre 1942 y 1945 durante el exilio en Estambul, Ortega trabajó en Lisboa entre las ruinas de su mundo. Durante ocho semanas, el filósofo se encerró a solas con su memoria y unos pocos volúmenes, recapitulando buena parte de lo que había estudiado durante toda su vida, pensando para sí mismo y sus antecesores y contestando al tiempo a sus contemporáneos, siempre con una altura y una capacidad especulativa intimidantes. Hay que tener en cuenta además que en 1947, Europa se encontraba filosóficamente inmersa en el existencialismo francés, que en muchos aspectos había supuesto una apropiación de algunas ideas de Heidegger. De 1947 data también la Carta sobre el humanismo en la que el propio Heidegger denunció el malentendido de la interpretación francesa de su filosofía, en particular en la obra de Sartre

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Ortega, por su parte, también quiso tomar cartas en el asunto y se distanció muy severamente tanto de los existencialistas como de su colega alemán. La idea de principio en Leibniz empieza siendo un estudio severo y sistemático sobre el modus operandi de la filosofía y la ciencia. Su premisa inicial (“Formal e informalmente, el conocimiento es siempre contemplación de algo a través de un principio”) le lleva a analizar los fundamentos de la filosofía antigua y de la ciencia moderna, pasando de Aristóteles y Euclides a Descartes y Leibniz, de los presocráticos a Platón, de los estoicos a la escolástica. 

La obsesión de Ortega como filósofo durante toda su vida fue superar el dogma de la razón universal acuñado por el neokantismo en el que se formó en Alemania. Interesado desde sus años de estudiante en Marburgo, gracias al magisterio de Paul Natorp, en la fundamentación rigurosa de la ciencia, Ortega siempre estuvo meditando sobre los límites de la razón, sobre su constitución y alcance, sobre su historicismo. Influido también, como observa Javier Echeverría, por Ernst Cassirer –sobre todo por el segundo volumen de Filosofía de las formas simbólicas (1925)–, el filósofo se ocupó del modo de pensar de la religión, de la mitología, de la literatura y el arte. Para él el hombre no tiene naturaleza sino historia, que se manifiesta en las distintas formas de representarse la realidad que le ha permitido su imaginación. Y sólo a través de esa toma de conciencia podía el sujeto retomar su relación con el mundo, restituirle a la vida su plenitud y su dignidad. 

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En ese sentido, La idea de principio en Leibniz actualiza y complica muchos de los asuntos tratados en El tema de nuestro tiempo (1923) y también en Ideas y creencias (1940). Como escribió en “Ni vitalismo ni racionalismo”, ya al calor del autor del autor de la Monadología: “La razón es una breve zona de claridad analítica que se abre entre dos estratos insondables de irracionalidad”. Y en uno de los primeros capítulos de La idea de principio, titulado “El sensualismo en el modo de pensar aristotélico”, dice Ortega:

Un mundo es, como tal, algo fantástico; quiero decir que no lo hay si no hay fantasía, que no nos es ni puede sernos dado como una cosa más. Antes bien, las cosas nos son dadas en algún mundo. Si los animales no tienen un mundo, será, no porque, como suele decirse, carezcan de razón y sean irracionales, sino porque carecerían de fantasía suficiente. Más la fantasía tiene fama de ser la loca de la casa, la facultad irracional del hombre. Tendría gracia que, apurando bien las cosas, resultase a la postre ser más definitorio del hombre su irracionalidad positiva o fantasmagorismo, que la llamada racionalidad. Y ello porque resultase que esta supone aquélla, es decir, que la razón no es sino un modo, entre muchos, de funcionar la fantasía. Pero dejemos la cuestión sin sentencia. Lo urgente es advertir que aquellos mundos imaginarios pueden ser referidos a las cosas, o viceversa: éstas a cada uno de aquéllos. Esta referencia se llama interpretación. Con lo que tenemos esto: el hombre es libre para interpretar las cosas en que fatalmente (=no libremente) está inserto”. 

Robert Musil, escritor

Robert Musil, escritor

Luego, en las notas finales, que pueden leerse como una maravillosa colección de aforismos –como su propia Monadología–, encontramos reflexiones como estas: “Los principios lógicos no valen para el conjunto que es la Realidad si no se añade otro axioma que conecta ésta con aquellos haciéndola definita. Pone en orden la realidad, mejor dicho la convierte en un orden, el caos en cosmos.” (nota 275). “El mundo de las metáforas como cosmos” (nota 49). “La diferencia entre Filosofía y Ciencia podría hacerse resaltar diciendo que Filosofía es aquel sistema de actitudes intelectuales que sería adecuado tomar ante un Mundo que fuese ininteligible” (nota 108). “Las representaciones (del mundo) lo son por ser expresiones (de la monade), es decir, modificaciones de ella. El mundo encuentra su correspondiente en la representación como las ideas su palabra en cada lenguaje. Es cada alma un instrumento de timbre y tónica distintos donde a su modo resuena el cosmos”. 

Ortega intenta describir el modo de pensar de la filosofía diferenciándolo de la religión y el mito pero también de la ciencia, tratando de deshacer el entuerto que le lleva a afirmar categóricamente que los empiristas ingleses “no hacen filosofía”. Curiosamente, por ese camino Ortega se encuentra con otro de los supervivientes de la debacle europea. Robert Musil había muerto en 1942, en Ginebra, dejando inconclusa su larga e inagotable novela El hombre sin atributos, que no es sino la representación dramática del mismo problema que expone Ortega. Musil también partió de Leibniz para indagar en el sentido de la posibilidad, transfiriendo a lo posible los atributos que Leibniz confería a lo real e indagando así en la pluralidad de mundos. 

El hombre sin atributos, Robert Musil

En su Sistema de psicología (1915), Ortega ya había afirmado lo siguiente: “No tendría yo ningún inconveniente en volver a definir la filosofía, según en el siglo XVIII lo hizo ya Christian Wolff, como ‘la ciencia de lo posible en cuanto tal’. La ciencia filosófica tiene que dejar a otras ciencias el teorizar la realidad, mientras ella se recoge ascéticamente en la teoría general de lo posible”. Y Musil, como si dialogara con Ortega, en una entrevista concedida en 1926 había declarado: “La exposición real de los hechos reales no me interesa. Tengo mala memoria. Los hechos son además siempre intercambiables. Me interesa lo típico espiritual, debería decir incluso: lo fantasmagórico de lo ocurrido (das Gespenstiche des Geschehens).”

Aunque es improbable que Ortega leyera a Musil (pero con él nunca se sabe: acabó sus días fascinado con Faulkner), no deja de ser elocuente e incluso emocionante comprobar cómo uno y otro estaban dando vueltas en torno al colapso de lo real. Para Musil, los filósofos habían sido los “opresores sin ejército que maniatan la realidad”. Y Ortega llevaba toda su vida tratando de superar la identificación entre filosofía y ciencia que había determinado la modernidad, buscando para la experiencia una razón que no fuera sólo científica y abstracta y que pudiera dar cuenta del hombre en su vida libre. Musil hubiera suscrito seguramente este párrafo de Ideas y creencias:

Estatua del filósofo Leibniz

Estatua del filósofo Leibniz

“En este sentido digo que la realidad auténtica y primaria no tiene por sí figura. Por eso no cabe llamarla mundo. Es un enigma propuesto a nuestro existir. Encontrarse viviendo es encontrarse irrevocablemente sumergido en lo enigmático. A este primario y preintelectual enigma reacciona el hombre haciendo funcionar su aparato intelectual, que es, sobre todo, imaginación. Crea el mundo matemático, el mundo físico, el mundo religioso, moral, político y poético, que son efectivamente mundos, porque tienen figura y son un orden, un plano. Esos mundos imaginarios son confrontados con el enigma de la auténtica realidad y son aceptados cuando parecen ajustarse a ésta con máxima aproximación. Pero, bien entendido, no se confunden nunca con la realidad misma.”

Hacia la mitad, La idea de principio en Leibniz toma un giro inesperado y se olvida de la cuestión de los principios en los sistemas filosóficos y empieza a dialogar con sus contemporáneos. Parece como si Ortega presintiera que no podría concluir su estudio y se apresurara a formular algunas ideas que le interesaba dejar expuestas. Después de haber analizado el modo de pensar antiguo y moderno –en Aristóteles y Descartes, sobre todo–, se encaró con su época para denunciar el falso camino que a su juicio había tomado la filosofía para superar la metafísica. A su juicio, el existencialismo suponía un vaciamiento de la vida que había empezado en Kierkegaard (“un hombre histrión-de-raíz”), había seguido en Unamuno y finalmente había desembocado en Heidegger:

El filósofo Martin Heidegger

El filósofo Martin Heidegger

“La vida es precisamente la unidad radical y antagónica de esas dos dimensiones entitativas: muerte y constante resurrección o voluntad de existir malgré tout, peligro y jocundo desafío al peligro, desesperación y fiesta, en suma, angustia y deporte. Por eso desde mis primeros escritos he opuesto a la exclusividad de un sentido trágico de la vida, que Unamuno retóricamente propalaba, un sentido deportivo y festival de la existencia que mis lectores, claro está, leían como una frase meramente literaria. Antes de nosotros, aunque por ciertas razones no pudimos advertirlo, Dilthey había ya descubierto que la Vida es eben mehrseitig, que la Vida es precisamente multilateral, que es siempre lo uno y lo otro, es decir, lo más radical del fenómeno Vida es su carácter equívoco, su sustancial problematicidad”. 

De alguna manera, Ortega consideraba que el existencialismo en boga no era más que un nihilismo cristiano que se había quedado sin redención. Otra cosa es su tête à tête con Heidegger, con quien tenía un contencioso personal desde que en 1927 la publicación de Ser y tiempo había revolucionado el panorama filosófico continental.  Ortega siempre creyó que Heidegger le había tomado la delantera en el mismo sentido pero por un camino equivocado. Y aquí quiso aprovechar la ocasión para dejar clara su discrepancia, que se podría resumir en esta nota: “el Ser no es pregunta sino que empieza siendo ya respuesta”. Hannah Arendt hubiera estado de acuerdo. 

Hannah Arendt

Hannah Arendt

Pocos años después, en 1951, él y Heidegger se verían las caras en el congreso de Darmstadt para la reconstrucción de Alemania. Allí fue donde el filósofo alemán pronunció su célebre conferencia Construir, vivir, habitar, hoy en día un clásico de la teoría arquitectónica. Ese día, sin embargo, muchos de los arquitectos allí reunidos sintieron que las palabras de Heidegger no eran más que retórica hueca y no dudaron en protestar. Ortega fue el único en tomar la palabra para defender a Heidegger, que a la muerte del español recordaría la anécdota en un texto sentido y agradecido, algo raro en él. 

La idea de principio en Leibniz demuestra que, a pesar de todo, Ortega y Heidegger se pasaron la vida pensando muy cerca en algunas cuestiones. Cuando Heidegger dice que “la ciencia no piensa”, refiriéndose a que la física, por ejemplo, se adentra en la cuestión del espacio sin poder decir qué es el espacio o ni siquiera qué es la física, estaba incidiendo en la misma pregunta que motivó a Ortega a preguntarse por los principios que rigen las distintas formas de conocimiento. Heidegger se perdió en la bruma del ser con una osadía que no se había conocido desde los presocráticos. Ahora podemos ver al viejo Ortega, en aquellos días de exilio en Lisboa, desahuciado de la vida política pero manteniendo aún viva la “alegría alciónica” del pensamiento y contemplando la razón como una esfera que despide por sus distintos costados históricos sus intermitentes rayos de luz en medio del enigma de la existencia.