La libertad, manual de contradicciones
La conquista de las libertades políticas no supone necesariamente su consolidación porque en este proceso social no siempre participan todos los hombres
29 agosto, 2021 00:10El hombre del presente vive en la paradoja. Lo pide todo y de inmediato añade que también quiere lo contrario. Incluso lo contradictorio. Ejemplo: su actitud frente al Estado. Exige que intervenga en los grandes asuntos y en los mínimos, ayer considerados privados. A la vez reclama que no se entrometa y le permita ser libre en sus decisiones. Desea el Leviatán de Hobbes y el Estado mínimo de Nozick. Reivindica la libertad y reclama que el Estado asuma las consecuencias de esa libertad y restrinja las libertades… de los demás. Finge ignorar que toda libertad supone una limitación a otro. Hace algún tiempo Raymond Aron señalaba: “Hoy, la libertad se define en nuestras sociedades por el rechazo del principio de realidad (...) de ahí lo que ha venido a llamarse la crisis moral de las democracias liberales”. Y añadía: “Ya no sabemos dónde está la virtud”.
En las últimas décadas las estructuras del Estado no han parado de crecer, en parte debido a la pujante demanda de servicios de una ciudadanía que luego se queja de la omnipresencia del aparato del Estado al que acude para cualquier nimiedad. Lo resume Norberto Bobbio: “El sistema estatal se caracteriza por un gran aparato burocrático que, como una gran red, abarca la actividad de los funcionarios y controla sus movimientos delimitando rigurosamente los roles y fijando su jerarquía”. Hoy “esta gran máquina tiene el poder de obligar a los hombres a ponerse a su servicio”. El Leviatán ha empezado a dar miedo.
No han tardado en aparecer los políticos que, tras detectar estas pulsiones, han decidido utilizarlas en beneficio propio, ofreciendo exactamente eso: la libertad sin límites. Indefinida. Cabe la libertad de tener armas y la de no vacunarse, pero no el aborto o, no hace tanto, la libertad de divorciarse. En Reino Unido, Boris Johnson denominó “día de la libertad” al primero sin medidas para frenar la pandemia. En Alemania, las protestas antivacunas se saldaron con medio centenar de detenidos. En Francia, miles de personas salieron a la calle a protestar contra la “dictadura sanitaria”. En nombre de la libertad de elección de escuela se limita a parte de la población la libertad de elegir colegios de pago o se reduce el derecho a la sanidad en nombre de la libertad de elección de médico.
Es la nueva consigna: “libertad”.
Un hombre sólo es moralmente libre si obedece a su conciencia y no a los mandatos de un libro o a un déspota que se apoya en la fuerza o en una dudosa racionalidad. Toda la modernidad es un combate contra la heteronomía. Para los modernos (en el sentido de Benjamin Constant) el hombre libre sólo responde ante la ley en cuya formulación participa. Ésa es la base de la doctrina liberal: la libertad del individuo para aprobar las leyes a las que se somete, porque expresan su propia voluntad. Que Díaz Ayuso presuma de liberal (siguiendo a Donald Trump) es una humorada. Es conservadora.
Las transformaciones técnicas modifican las relaciones sociales. Hoy las nuevas tecnologías, ayer el coche, pronto convertido en “objeto representativo de deseos prohibidos”, señala Gray para preguntarse si es más importante su uso “como medio de transporte o como expresión de nuestras ansias inconscientes de libertad personal y sexual y de liberación final con una muerte repentina?” La mercantilización de la libertad, convertida en producto de consumo, la banaliza. Los cambios han hecho que “se relajara la presión para mantener la cohesión social. Y mientras no supongan una amenaza para los ricos, a los pobres también se les puede dejar que hagan lo que les venga en gana” (Gray). A eso se le llama mercado libre o, en una hipérbole, libertad.
Entre las nuevas cadenas a romper está el sometimiento al trabajo. Las 48 horas semanales son (legalmente) historia y, al amparo de la revolución tecnológica, se implantan semanas con cuatro días laborables y se debate la posibilidad del ocio permanente. ¡Que trabajen las máquinas! En la primera revolución liberal (la revolución burguesa), las libertades eran emancipatorias. Por eso Marx vio en ello un progreso y no pensó en suprimir esas libertades que la burguesía ayudó a conquistar: de expresión, de opinión, de reunión, de movimiento, de creencias. El libre acceso a la educación y la sanidad pública llegaron luego.
En la segunda mitad del siglo XX, un pensador resumía así las libertades conquistadas: votar, protestar y reunirse. Hace apenas un siglo, la libertad de voto se limitaba al hombre blanco y propietario. Hoy, en teoría, se asume como derecho universal. Y sobrevolando estas libertades, la libertad económica: el derecho a la propiedad privada. El debate entre igualitaristas y liberales viene de Hobbes, Locke y Adam Smith y llega hasta hoy, cuando Nozick sostiene que los impuestos son casi un expolio al derecho del individuo de hacerse con el fruto de su esfuerzo. Locke fundamenta el derecho a la propiedad precisamente en el trabajo realizado. La tierra fue dada a toda la humanidad. El trabajo del individuo la hace productiva y le confiere derecho de propiedad frente a los demás. Es el propio esfuerzo el que concede al hombre la riqueza que acumula y el derecho sobre ella, incluso para destruirla.
El pensamiento igualitarista cuestiona el derecho ilimitado a la propiedad. Puesto que el punto de partida no es igual para todos, los beneficios obtenidos no son fruto sólo del esfuerzo. El propio Gray asume que hay condicionantes: “No somos los autores de nuestras vidas. No hemos podido elegir casi nada de lo que tiene mayor importancia en nuestra existencia. El momento y el lugar en que nacemos, nuestros padres o la primera lengua que hablamos, son el resultado de la casualidad, no de la elección”. De ahí el debate. Los igualitaristas defienden que el Estado debe intervenir para garantizar que las posibilidades de elección, las condiciones de libertad, sean iguales para todos. Los liberales sostienen que es la libre iniciativa lo que posibilita mayor igualdad. Por volver a Bobbio: la idea de libertad es antigua, sus problemas siempre son nuevos.
La conquista de las libertades no supone su consolidación, sin contar con que en esa conquista no siempre participan todos los hombres. Muchos prefieren normas dadas y no tener que decidir en cada caso. Fromm lo llamó “miedo a la libertad”. Un miedo estimulado por los beneficiarios de la desigualdad, que cuentan con medios para ello. Pero un ciudadano temeroso puede rebelarse si cree que no tiene nada que perder. Por si falla el medio, se recurre al convencimiento. La Escuela de Francfort, siguiendo a Marx en La ideología alemana, describió lo que se dio en llamar la manipulación industrial de las conciencias: la alienación. Posteriormente, una parte de los intelectuales de izquierda se afanó en analizar los mecanismos de control de las conciencias a través de los medios de comunicación, que en buena medida la configuran.
Es preferible que el individuo asuma que no hay nada que cambiar, que el mundo es como debe ser. Muchas personas creen que las desigualdades derivan de la naturaleza humana, de que siempre ha habido ricos y pobres y siempre será así. A lo sumo cabe recurrir a la caridad para paliarlas. Y uno es más propenso a la dádiva después de varias cañas.