Corrida de toros en la Barcelona 1890

Corrida de toros en la Barcelona 1890

Filosofía

Los toros y el imperativo ideológico

Rubén Amón denuncia en 'El fin de la fiesta' la desaparición del misterio y la liturgia de la lidia en una sociedad secularizada donde la ideología impone sus nuevos dogmas

1 junio, 2021 00:00

“Y no habría sin el erotismo --sin la fertilidad-- un remedio imaginable o verosímil ante la muerte. Es la dialéctica extrema de la tauromaquia. Extrema quiere decir que los toros representan la ambición de todas las artes, porque conducen más lejos que ninguna la relación entre la creatividad y la nada, la muerte”. Es esta una de las tantas reflexiones agudas y convincentes de Rubén Amón en su reciente libro El fin de la fiesta. Por qué la tauromaquia es un escándalo y hay que salvarla (Debate, 2021), un alegato inteligente y nada previsible a favor de los toros que resulta especialmente persuasivo para todos aquellos que no somos aficionados pero que tampoco enarbolamos el desafecto como un mérito moral. Leyendo el ensayo de Rubén Amón, uno se da cuenta hasta qué punto la tauromaquia sirve para poner de manifiesto la cerrilidad de todos los dogmas que asfixian al mundo del siglo XXI. A falta de referentes trascendentales, la sociedad actual se ha sacralizado a sí misma y trata de homogenizar nuestra condición, convirtiendo cualquier rasgo problemático o turbador del hombre en una pueril acusación de lesa-no-sabemos-qué.

En Cataluña, desde hace tiempo, los toros están prohibidos por imperativo ideológico, ya que el Tribunal Constitucional anuló el veto promulgado por el Parlament en 2010. Pero aquí, como sabemos, mandan más los sentimientos que las leyes. Ya en el año 2004, Barcelona, que llegó a tener tres plazas, se declaró ciudad antitaurina, al mismo tiempo que Olot, que también se apresuró a proclamarse “amiga de los animales”. Solo el cinismo característico de los nacionalistas puede soportar la evidencia embarazosa que Rubén Amón se atreve a echarles en cara: Olot sacrifica 14.000 cerdos al día frente a los dos millares de reses bravas que mueren cada año en los cosos de toda España. Los animales, por supuesto, les traen sin cuidado. Lo importante es camuflar un odio visceral y patriótico con un anuncio cursi y rentable. 

El fin de la fiesta, Rubén Amón

 

Otra de las virtudes del libro de Rubén Amón estriba en que su defensa no cae  nunca en la complementaria retórica habitual de la derecha más idiota, para la que la Fiesta Nacional concentra todas las esencias del ser español. Ya Rafael Sánchez Ferlosio, en un artículo memorable de 1980 titulado Los toros como Antiespaña, sostenía que la ética moderna había excluido por completo a los toros del prestigio moral del que goza el deporte, en particular el fútbol, convertido en metáfora del delirio histórico, el mismo por el que los toros se condenan en Barcelona y se jalean en Madrid. 

Para Ferlosio, en cambio, mientras que el deporte se inscribiría en el “tiempo adquisitivo” de los valores y la historia, los toros pertenecerían al “tiempo consuntivo” de los bienes y la vida. Razón por la cual, concluía Ferlosio, “si los toros, en fin, son efectivamente antídoto contra la España del cincel y la maza, y si esta especie de delirio histórico continúa reclamando para sí la exclusiva del nombre de España, reivindicándose como único producto legítimo de la marca registrada, habrá que aceptar que los toros, mire usted por dónde, no son sino Antiespaña”.

Rafael Sánchez Ferlosio, durante la presentación de sus 'Ensayos completos' / EP.

Rafael Sánchez Ferlosio, durante la presentación de sus 'Ensayos completos' / EP.

Rubén Amón se atreve también a denunciar con valentía y contundencia la mentira y la deshonestidad que está empezando a extenderse en el mundo intelectual y artístico, cada vez más hincado de rodillas frente a los nuevos dogmas. Como ejemplo, el periodista recuerda la exposición --por otra parte magnífica-- de los dibujos de Goya que se hizo en el Prado en 2019 y en la que los comisarios, José Manuel Matilla y Manuela Mena, se esforzaron en presentar a Goya como “amigo de los animales”. (Quién nos lo iba a decir, Goya, después de todo, nació en Olot). 

La razón por la que el pintor se habría dedicado a dibujar con tanto ahínco sus famosas tauromaquias no sería otra que la de mostrar al mundo del siglo XXI el “sufrimiento de los animales”. Como dice Amón, “los expertos del Prado han concluido que Goya era antitaurino y homosexual. Y puede que vegano, hípster, boomer y milenial. Y han desfigurado la devoción del artista a la tauromaquia, hasta el extremo de convertirlo en precursor del PACMA”.

El periodista Rubén Amón

El periodista Rubén Amón

Pero más allá de las miserias de nuestro tiempo, El fin de la fiesta aborda otra cuestión más seria que tiene que ver con la desaparición del misterio y la liturgia en una sociedad secularizada. Hay en la tauromaquia un componente ritual muy evidente y poderoso que hace de su pervivencia algo extraño y perturbador en el mundo digital y tecnológico. Decía Celibidache que la grabación musical era “la fotografía de algo que no puede fotografiarse”. Walter Benjamin teorizó acerca de la pérdida de la experiencia como uno de los síntomas de la vida moderna, en la que toda expresión estaría condenada al automatismo. En ese sentido, los argumentos de arcaísmo y primitivismo que muchas veces se utilizan contra los toros adquieren otra significación. 

No deja de ser llamativo que, en el seno de la sociedad industrial, la misma que acepta sin rechistar el sacrificio mecánico de los accidentes de tráfico, cuya cifra de fallecidos son como una ofrenda silenciosa que se eleva cada año a un nuevo dios sin nombre --la idea es de Ferlosio y de García Calvo--, se pueda asistir todavía a un rito ancestral que hunde sus raíces en el culto romano a Mitra, que consideraba el sacrificio del toro su ceremonia fundacional. Como cuenta Rubén Amón, el mitraísmo se infiltró en el cristianismo, que terminó por apropiarse de algunos de sus ritos para luego prevalecer y expulsarlo del nuevo credo, pactando con algunos de su fundamentos.

Imagen de la Plaza de toros Monumental de Barcelona el día de su última corrida

Imagen de la Plaza de toros Monumental de Barcelona el día de su última corrida

Para muchos estudiosos de las religiones, el cristianismo supuso el fin de los sacrificios de animales como rito litúrgico. La crucifixión es de hecho la última experiencia sacrificial consciente con la que Occidente acabó con esa dimensión de lo sagrado que tan importante había sido desde tiempos inmemoriales. Como dice Walter Burkert, “detrás de todo sacrificio está, como posibilidad, como amenaza aterradora, el sacrificio humano”. Y con el sacrificio de animales el hombre conjuraba uno de los aspectos más turbadores de su condición. El Homo sapiens es al mismo tiempo, como dijo Burkert, el Homo necans, el hombre que mata. Ya sabemos que la cultura judeocristiana es esencialmente antitrágica. Por eso es tan llamativo que un fenómeno como la tauromaquia, de indudable origen trágico y pagano, perviva en un país tan católico como España.

A medida que se avanza en la lectura del libro de Rubén Amón, hay una cuestión muy interesante que se va haciendo cada vez más evidente. España es un país con una conciencia muy extrema de la muerte, pero al mismo tiempo el catolicismo y la Contrarreforma impidieron que tuviéramos una tragedia moderna, como la que pudo desarrollarse en los países de la Reforma, singularmente en Inglaterra, donde, no por casualidad, se prohibieron por decreto las representaciones de asuntos sacros en escena, para afianzar la ruptura con Roma. 

La desgraciada muerte de Pepe Illo en la plaza de Madrid / FRANCISCO DE GOYA

La desgraciada muerte de Pepe Illo en la plaza de Madrid / FRANCISCO DE GOYA

En España, en cambio, el control escénico siguió en manos de la Iglesia, que no permitió que la visión trágica del hombre escapara al ejemplo de Cristo. Los toros, sin embargo, escenifican una dialéctica trágica que es anterior a la salvación cristiana, una especie de canto del toro bravo en su dimensión más pura y embrionaria, conservado a lo largo de los siglos por un extraño azar. “El toro muere y el torero puede morir”, dice en varias ocasiones Amón. Y es precisamente ese poder morir del hombre, frente a la simple muerte biológica del animal, lo que el cristianismo trató de solventar pero que en el ruedo no tiene todavía solución. A eso se refería, me parece, Jacques Cousteau --nada menos-- en la cita que Rubén Amón ha elegido como epígrafe para su excelente ensayo: “Solo cuando el hombre haya superado la muerte y lo imprevisible no exista, morirá la Fiesta de los toros. Se perderá el reino de la utopía y el dios mitológico encarnado en toro de lidia derramará vanamente su sangre en la alcantarilla de un lúgubre matadero de reses”.