Servidumbres y otras catástrofes (políticas)
La deriva de España, donde el poder alimenta la alteración (sin reforma) de la Constitución y las autonomías ejercen el absolutismo, nos remite a la obra de la Boétie
29 noviembre, 2020 00:10Que la ficción gobierna el mundo es tan cierto como que la existencia cotidiana está construida sobre una inmensa montaña de mentiras. En especial, la vida pública. La primera fábula, de la que emanan las demás, igual que los círculos concéntricos del infierno del Dante, es el poder que, con independencia de sus sucesivos ropajes y disfraces, siempre aspira al absolutismo, aunque sea camuflado. La dialéctica social, como la biología, suele estar aderezada de matices, pero responde a una lógica tan auténtica como primaria: uno es rey o esclavo. No hay más. Los grises son adornos. “You may be an ambassador to England or France / You may like to gamble, you might like to dance / You may be the heavyweight champion of the world / You may be a socialite with a long string of pearls / But you're gonna have to serve somebody, yes/ Well, it may be the devil or it may be the Lord / But you're gonna have to serve somebody”, canta Bob Dylan en el primer disco de su trilogía cristiana.
Siendo todo esto una certeza indudable, no deja de resultar asombroso que determinadas sociedades acepten mansamente el mando de gobernantes que obvian sus deseos, destruyen su bienestar y las conducen al desastre. Por supuesto, como diría Günter Grass, el novelista alemán, la historia de la sumisión a un líder único es cuento viejo. De este asunto escribió en el siglo XVI un joven de 18 años llamado Étienne de la Boétie, que ha pasado a la historia de las letras como el mejor amigo de Michel de Montaigne, el autor de los Ensayos y padre de la moderna literatura de las ideas. De la Boétie, como suele ocurrir, era mucho más que esto.
Nacido en 1530 en una familia aristocrática del Périgord francés –su padre sirvió en la corte y su madre estaba vinculada al Parlamento de Burdeos– a una edad más que precoz escribió un breve discurso –algo más de veinte de páginas que se leen en una hora larga– sobre la servidumbre voluntaria de los hombres. Su opúsculo es un texto clásico de la literatura política, pero trasciende lo accesorio para construir una reflexión sobre la condición humana y sus miserias que, visto desde nuestros días, alumbra los procesos de transformación social, no precisamente voluntaria, que estamos viviendo en la nueva era de la pandemia. De forma especial en España, donde la ruina y la enfermedad han puesto de manifiesto los vicios de un sistema –en apariencia democrático– que pudiera estar en el inicio de una involución política.
Miniaturas ilustradas del complot realista para apoderarse del Parlamento de Londres (1643) / BRITISH LIBRARY
De la Boétie se pregunta –igual que los buenos novelistas– cuál es la razón para que los pueblos obedezcan a los tiranos hasta caer en ese estado de postración de la voluntad que llamamos servilismo. Su respuesta, que en realidad es una búsqueda, un tanteo, viaja desde la cultura clásica –Grecia y Roma– hasta el siglo XVI y, en esto reside la maravilla, se prolonga hasta nuestros días, porque somos iguales que nuestros ancestros, aunque las circunstancias y los ropajes hayan cambiado. La tesis esencial del escritor francés es que son las gentes quienes de forma tácita renuncian a su libertad –que es lo mismo que decir a su naturaleza– para otorgarla a los deseos de un único señor que –he aquí la paradoja– en realidad no goza de más poder que aquel que recibe de los demás.
El dominio no es más que un fenómeno cultural mediante el cual unos pocos –el poderoso y su círculo– mandan sobre muchos. A esta situación puede llegarse por la fuerza –la guerra o las armas–, la aceptación o los votos –elección popular–, pero los caminos no son más que distintos rituales de entronización de un único poder, que aspira a ser único y perdurable en el tiempo, bien de forma directa o a través de la configuración de un linaje familiar o personal. Existe, por tanto, el absolutismo democrático, que es el que se ejerce gracias a una supuesta mayoría electoral –construida de forma artificial mediante un modelo electoral determinado– que se arroga la representación de la mayoría (en perjuicio de las minorías). En cuanto un gobernante accede al trono –da igual si se trata de monarquía o república– comienza a manifestarse la hybris (desmesura), que no es un instinto irracional sino la constante política que consiste en transgredir las leyes que se han jurado cumplir y hacer cumplir. El poder consiste en dictar pragmáticas a las que no se somete el poderoso.
Edición del Discurso sobre la servidumbre voluntaria de Étienne de La Boétie / CG
La política posmoderna –basada en relatos pasionales, alérgica al pensamiento– se mueve en esta dirección, sin que el hecho de poder votar cada cuatro años –teórica fuente de legitimidad del poder– anule la evidencia: es un sistema de partidos, con modos cesaristas y listas cerradas, donde a la disidencia se le llama transfuguismo, el que administra el monopolio de la representación, en perjuicio de proyectos e iniciativas civiles. La hybris, creían los griegos, es el castigo que los dioses destinaban a los hombres que aspiraban a suplantarlos en el mundo terrenal, pero en una sociedad como la española, donde los principios de moral pública se han esfumado, más que una penitencia, la omnipresencia del poder es su contrario.
No es extraño que el ensayo de De la Boétie, publicado por Montaigne, sea al mismo tiempo un libro de referencia para el liberalismo y el anarquismo. El escritor francés, partidario de la tolerancia espiritual, entona, en un tiempo en el que Europa estaba envuelta en infinitas guerras de religión, una oda a la libertad individual, alertando a sus contemporáneos de los peligros que implica la servidumbre cuando se convierte en la dictadura de la costumbre. Un gobernante que halaga en todo momento y lugar al pueblo –esa entelequia– es un populista. Un político que suspende las libertades públicas a cambio de paternalismo es un tirano (aunque le voten). Un mandatario que no cumple –ni hace cumplir– una ley democrática no es un demócrata. Quien concibe la educación como un adoctrinamiento partidario no cree en el pensamiento libre.
El rey Jaime I se dirige a caballo al Parlamento junto a los nobles (1614). Imágenes de Londres. Álbum de Michael van Meer / UNIVERSIDAD DE EDIMBURGO
Todas estas lecciones de conducta, herencia milagrosa de las culturas antiguas, están en crisis en estos tiempos de pandemia, cuando el control social se nos presenta como un sacrificio necesario en favor del bien común y la involución democrática aparece en el horizonte político de España no ya como una hipótesis cuanto como algo inevitable si la sociedad –la suma de los individuos– no reacciona. La polarización social, uno de los males endémicos de la política española, busca precisamente la desactivación de los ciudadanos libres frente al Leviatán del poder, que se consumen enfrentándose mutuamente y dejan el camino libre a cualquiera que ocupe el poder. ¿No es la encrucijada en la que se encuentra España, donde el poder central alimenta la alteración (sin reforma) de la Constitución, por la vía pragmática de ignorarla o sustituirla mediante acuerdos con quienes han decidido derogarla sin consultar a nadie, y las autonomías ejercen el aldeano absolutismo de los territorios, fuente de bastantes más catástrofes que una tiranía unipersonal?
De la Boétie explica en su libro que son los entornos de los monarcas –un grupo reducido de gente– los que replican la servidumbre que emana de cualquier trono al resto del cuerpo social, contaminando así al resto de ciudadanos. Especialmente si se dan circunstancias excepcionales, como la enfermedad, la pobreza o la ruina. El campo mejor abonado para este absolutismo democrático es la carestía y la inseguridad, dos coartadas perfectas para que cualquier poder con aspiración de permanencia se atavíe con un disfraz proteccionista –todas las dictaduras construyen discursos paternalistas– y perpetre un retroceso democrático irreversible. La obediencia ciega –ya sea por necesidad o convencimiento–, escribe De la Boétie, es usual en las sociedades dependientes, donde las jerarquías sociales establecen en su beneficio las normas compartidas, pero no tiene que ser necesariamente irremediable.
Un país puede no trabajar en favor de su propia felicidad, pero si cae en la servidumbre es porque, de una forma u otra, por acción u omisión, la desea mucho más que su propia libertad al confiar en los sofistas de nuestros tiempos, los politólogos. De cada uno de nosotros depende elegir un sendero u otro ante esta encrucijada. La rebelión civil frente al absolutismo democrático, en todo caso, no tiene que ser violenta o revolucionaria –De la Boétie es uno de los primeros teóricos de la insumisión pacífica– sino racional y medida. Humanista. Para tumbar a un poder injusto basta con abandonar la indiferencia ante sus acciones, cesar de servirle –o votarle– y dejar que funcione la infalible ley de la gravedad (política).