La réplica electoral del 10N coincide en el tiempo con el calentamiento del campo de batalla por parte del independentismo, que hace unos días rebasó los límites de su particular teatro del absurdo al reivindicar --sin reparo ni empacho-- una vía violenta in fieri para lograr sus objetivos, ahondando así en una batasunización que viene de lejos --todo vale, si es contra la idea de España-- y augura una nueva escalada de tensión, una vez se conozca la sentencia del juicio al prusés. La apuesta por echarse definitivamente al monte, donde el nacionalismo radical ya contaba con puestos de guardia, no debería extrañar en exceso. Es, por así decirlo, una degeneración natural: quienes desean tener en monopolio el negocio la patria, entendida ésta en estrictos términos patrimoniales, no van a cejar en el intento porque les va literalmente la vida (política) en el lance.
Más asombroso es que, al mismo tiempo, reivindiquen una libertad que no practican --en Cataluña trabajan en el embrión de un Estado totalitario que clasifique a los ciudadanos por su origen y sus ideas-- o que hayan decidido, con el amparo de unos votos delegados, que los CDR son mismamente las hermanitas de la caridad. La capacidad de los independentistas para hacerse las víctimas, y santificarse a sí mismos, es tan extraordinaria como su desinterés por los problemas concretos de los catalanes. En paralelo, los muchachos de la CUP deciden concurrir “al Congreso del Estado español”, lo que, además de ser una contradicción irresoluble, desmiente categóricamente su tesis esencial: que España no es una democracia. En la vida política la coherencia argumental o ideológica es lo de menos. De lo que se trata es de imponer tu criterio a los demás, aunque sea (es el caso en Cataluña) negándole los derechos a los que no profesan la misma devoción por tu hermandad.
La tibieza de la clase política española con el problema catalán es la explicación de este milagro cósmico que va a hacer, una vez más, que todos los que no creen en España concurran a unas elecciones generales cuyo objeto es representarla. Tenemos ejemplos en todos los ámbitos. Este domingo, en La Vanguardia, el candidato del PP, Pablo Casado, se presentaba a sí mismo como un político de centro y lamentaba no hablar catalán, como si fuera necesario hacerlo para tener la condición de tal, evitando levantar la bandera del 155.
En El País entrevistaban a Iñigo Errejón, candidato de la plataforma que aspira a resucitar al primitivo Podemos y que, aunque dice que desea la colaboración de los partidos a la izquierda del PSOE, contribuirá a impedirla. Cuestionado sobre el desafío independentista, el mirlo blanco declaraba: “Tiene que haber un gran acuerdo nacional catalán que sea refrendado, consultado a la ciudadanía y aprobado. El orden de los factores sí altera el resultado. Se han roto muchísimos puentes y no se van a recomponer en un mes. Tampoco con sentencias”. Esto en la misma semana en la que una institución del Estado --el Parlament-- enaltecía a los gudaris de los CDR.
Si alguien esperaba algo de cordura por parte de la opción Errejón debería ir olvidándose. Probablemente sea el precio para lograr el apoyo de Compromís, la marca electoral del aldeanismo valenciano, y también el respaldo de otras confluencias. La España plural es una orgía de nacionalismo terrícola. Errejón muestra un talante distinto, es cierto, pero manifiesta idéntico relativismo con el Gran Leviatán. El nacionalismo, se presente con su propio rostro o a través de los habituales disfraces, se caracteriza por imponer a todos una identidad ficcional en la que los ciudadanos --eso que ellos llaman el pueblo-- sólo tienen el papel de espectadores. Da igual que se autodeclare conservador o progresista. O, como ahora, se disfrace de errejonista. Y sonría.