Elogio mesurado de la soledad
El malestar social, la pandemia y el hastío de la política hacen que busquemos, igual que los sabios antiguos, la felicidad alejándonos de la civilización
18 octubre, 2020 00:10Aristóteles distinguía dos tipos de conocimientos: los instrumentales, que sin ser un bien en sí mismos, procuran algún bien a los hombres, y los finales, que tienen valor intrínseco, al margen de cualquier otra consideración. La ciencias son conocimiento instrumental. Interesa la medicina porque cura y mantiene la salud frente a la enfermedad, que produce sufrimiento. Sólo la ética, cuyo objetivo es la felicidad, es un saber no instrumental. Para Aristóteles, la felicidad sólo podía alcanzarse en sociedad, así que la ciencia última a la que todas las demás quedaban subordinadas era la política.
Los filósofos que le siguen en el tiempo, los del periodo helenístico, ya no comparten esa idea. Estoicos, escépticos, epicúreos y sus seguidores en Roma veían la acción política como algo lejano sobre lo que resultaba casi imposible influir. Prefirieron buscar la felicidad por otras vías: el control de sí mismos, la relación con los amigos, la imperturbabilidad frente a lo que pudiera ocurrir o la aceptación del destino, obra de unos dioses tan lejanos como los políticos.
El hombre de hoy tiende al helenismo. No es de extrañar. Contemplar un día y otro el devenir de la política sólo puede inspirar desasosiego. Leer los twits de Trump, escuchar las bravatas de Putin, saber de la desfachatez de Boris Johnson o Salvini, oír las impertinencias de Pablo Casado no lleva a creer que la política pueda generar felicidad. Más bien intranquiliza. Si a la agresividad de los discursos se le añade el peligro de contagio debido a la pandemia que azota al mundo entero (excepto Madrid), se comprende que la soledad que pueda derivarse del teletrabajo o el confinamiento sean vistas como una salida deseable. Mejor solo que mal acompañado.
Las sociedades occidentales han llegado a un punto en el que el aislamiento es un problema y la relación con los demás, también. Se diría que no hay salida, al menos racional y colectiva. El sociólogo alemán Ulrich Beck acuñó una expresión que definía el contexto del hombre contemporáneo: la sociedad del riesgo. No se refería al peligro por actos terroristas, sino a los que genera una organización social cada vez más ajena al individuo, abocado a la incertidumbre ante fuerzas que escapan a su control e incluso a su entendimiento.
Los modernos estados han pretendido reducir la incertidumbre a costa de limar las libertades. Con escaso éxito. En realidad, buena parte de la teoría política moderna se ha debatido en el dilema entre lograr las máximas cotas de seguridad para la vida y garantizar el máximo posible de libertad a cada uno, sabiendo que, con frecuencia, ambas resultan difícilmente compatibles. Puestos en la tesitura, muchos han decidido apartarse de la sociedad y tratar de sobrevivir en la soledad, de la que Arthur Schopenhauer decía que era un manantial de felicidad. Cierto que era un misántropo, pero eso no implica que no tuviera cierta razón.
Los modernos estados han pretendido reducir la incertidumbre a costa de
Que la compañía es un peligro se sabe bien desde el Génesis. Adán vivía feliz, pero llegó Eva y fue su perdición. Hay un mito catalán que narra también los peligros de la compañía: el del ermitaño Juan Garí, que vivía en una cueva de Montserrat. Diversas versiones coinciden en que sus males empezaron cuando Wifredo el Velloso le pidió que cuidara de su hija Riquilda. Obnubilado por su belleza, la violó y, para ocultar su pecado, la mató y enterró. La cosa acaba bien porque, tras años de penitencia del monje, Riquilda resucita con la virginidad intacta y acaba de abadesa en un monasterio.
Arthur Schopenhauer (1859) fotografiado por J Schäfer
Lo que importa del relato es el riesgo de la compañía: cómo el otro es la fuente del mal que uno acaba cometiendo. Para decirlo nuevamente con Schopenhauer: “La sociedad es insidiosa: tras la fachada del entretenimiento, de la comunicación, del placer, de la compañía, esconde grandes y a veces irremediables sufrimientos”. De ahí que insistiera: “Cuanto menos necesite uno entrar en contacto con otras personas, mejor le irá”. No se refería el filósofo alemán a los sufrimientos derivados de contagiarse del virus, sino a los sufrimientos del alma: el desasosiego, la angustia.
Muchos ciudadanos se levantan cada día con esa sensación de sinvivir y con voluntad de fuga: desaparecer, emprender una nueva vida lejos de la ansiedad y el miedo. Invita a la huida la pandemia, pero también el malestar en la política. Por la mañana llegan los ecos de la trifulca del día anterior, confundidos con las descalificaciones que desde el amanecer se lanzan unos a otros. Vivir en sociedad resulta duro.
El virus y la mala leche invitan a aislarse. Lo resume una frase castiza: "esto no hay quien lo aguante". Hay tal carga de agresividad en el ambiente que el confinamiento, la soledad, resulta una salida temporal digna y deseable. Si el infierno son los otros, que decía Sartre, al menos tenerlos lejos. Ya lo advirtió Montaigne, “el contagio es muy peligroso en la multitud”. No se refería al coronavirus, aunque lo parezca, sino a la desazón que genera un entorno social asfixiante.
La historia está llena de gente que decidió aislarse: desde los anacoretas hasta los hippies, desde Gaugin hasta Wittgenstein. Ya antes de la pandemia, Antonio Pau publicó un librito, Manual de escapología.Teoría y práctica de la huida del mundo (Trotta), en el que describe hasta treinta maneras de apartarse del mundanal ruido, utilizadas a lo largo de la historia. Desde hacerse cartujo hasta irse a por tabaco.A veces no hace falta ir muy lejos. Carlos Stuart Pedrell, personaje de la novela Los mares del sur, de Manuel Vázquez Montalbán, era un afamado hombre de negocios que decidió desaparecer e instalarse en su propio paraíso, que no es el de Gaugin sino un pequeño piso del extrarradio obrero barcelonés.
Es una historia similar a la de Charles Benestau, protagonista de la novela El presentimiento, de Emmanuel Bové (Pasos Perdidos): un abogado aposentado lo deja todo y se refugia en un barrio marginal de París. Bien pudiera ser que, como ya viera Schopnehauer, ferviente crítico de la sociedad de masas, antes incluso de que la expresión se impusiera, “quien no ama la soledad es porque no ama la libertad, pues únicamente se es libre cuando se está solo. La coerción es la compañera inseparable de las relaciones humanas” que siempre “exigen sacrificios”.
Antes que él, Montaigne, un solitario él mismo, había dedicado un capítulo entero de sus Ensayos a la soledad: “La verdadera soledad puede gozarse en medio de las ciudades y de las cortes de los reyes, pero se goza con más comodidad aparte”. Conviene tenerlo presente: tanto Montaigne como Schopenhauer tenían la vida resuelta. Para los pobres, los mares del sur son más difíciles de alcanzar. Ante una sociedad que incomoda hasta el rechazo cabe dejarla o tratar de reformarla. Si se aceptan las premisas tradicionales de la sociabilidad del hombre, la tendencia que se impone es la reforma. Tarea nada fácil que exige colaboración. La huida ofrece más posibilidades.
El movimiento hippie era una huida de un mundo rechazado, percibido como insoportable e irracional. No tenía sentido pasarse el día entero trabajando para dormir hasta el siguiente día de trabajo. Hoy se habla de un movimiento neohippie y, también, de una tentación neorrural, gente que abandona la ciudad, la vorágine, la anomia, para resurgir en un pueblo semiabandonado. No siempre con éxito. En ese caso, cabe el retorno a la normalidad que antes se percibía como inviable y alienante. El retorno a la ciudad es una versión urbana actualizada de la resurrección de Riquilda. A veces, incluso cabe que el apartamiento del mundo se conciba directamente como temporal.
Heidegger, en la entrada de su cabaña
Martin Heidegger se refugiaba en una cabaña en la Selva Negra cuando el tráfago de Friburgo (¡uf!) se le hacía irrespirable. Wittgenstein donó su parte de la herencia familiar a sus hermanos y se aisló en pueblos de aquí y de allá, trabajando como maestro de escuela, para volver luego a Cambridge a darle con un atizador a Popper. Friedrich Nietzsche dejó su plaza de profesor en la Universidad de Basilea para viajar de un lado a otro en busca de sí mismo. Rudiger Safranski recoge una carta del filósofo a su amigo Franz Overbeck: “Alguna vez me veré obligado a desaparecer formalmente de este mundo durante un par de años para olvidarme por completo de mi pasado y de las relaciones humanas, del presente, de los amigos, de los familiares, absolutamente de todo”.
Son, claro, soluciones individuales. A lo sumo, comunitaristas, buscando organizaciones intermedias entre el Estado (sospechoso y lejano) y la soledad más pura. Se recurre entonces a agrupaciones como la amistad, la familia, las asociaciones vecinales, difícilmente burocratizables. Como hizo Epicuro, que fundó en Atenas un centro, El Jardín, donde convivía con amigos de intereses similares, ajeno a las preocupaciones políticas que representaban la Academia platónica o el Liceo de Aristóteles. Para Epicuro, la amistad era la mejor de las relaciones con los otros. Para Aristóteles los amigos son un gran bien, el último asidero cuando uno carece de refugio, pero si la polis funciona, eso no debe ocurrir.
Aislarse del mundo está bien, pero manteniendo el contacto con los amigos, aunque, temporalmente, sea a distancia. Cuando fallan gobierno y oposición e incluso la ciencia se muestra remisa a encontrar soluciones a los problemas, cuando la esperanza en lo público parece difuminarse, queda el recurso a los amigos antes que la ruptura total con el mundo, porque en la soledad, lo explicó muy bien Antonio Machado, se ven claras muchas cosas que no son verdad.