Walter Benjamin y la memoria histórica
El pensador alemán, de cuyo suicidio se cumplen 80 años, escapó a todos los intentos de domesticación y nos advierte de la amenaza que supone reescribir el pasado
30 septiembre, 2020 00:10“Un día antes y Benjamin hubiese pasado sin ningún problema; un día después la gente de Marsella habría sabido que en ese momento era imposible atravesar España. Solo aquel día en particular era posible la catástrofe”. Así describió Hannah Arendt la extraña calamidad que llevó al suicidio a Walter Benjamin el 26 de septiembre de 1940, hace ahora ochenta años. Las circunstancias que rodearon la muerte de aquel inclasificable escritor judío no dejan de sobrecogernos cada vez que las recordamos en su verdadera dimensión fatídica. Es imposible visitar el bello memorial que Dani Karavan le dedicó en el cementerio de Port Bou, en cuya fosa común se perdieron sus huesos, sin identificar ese pasillo que conduce a la vez al mar y a ninguna parte con el angustioso cul-de-sac de sus últimos días, culminación, como tan bien vio Arendt, su amiga y confidente, de la serie de infortunios, desencuentros y desdichas que jalonaron su vida, obra del malicioso bucklicht Männlein, el jorobadito del cuento de hadas al que se atrevió a mirar en su infancia.
En todo lo que hizo, Walter Benjamin siempre estuvo afuera. Hijo de una familia burguesa, de niño conoció la abundancia pero al final acabó en la miseria. A pesar de sus extraordinarias aptitudes, de mayor no logró colocarse ni en la universidad ni en ningún otro sitio. Y aunque se sintió atraído por el comunismo –a mediados de la década de 1920 estuvo a punto de unirse al partido– no llegó nunca a comulgar del todo con sus postulados ni a encajar en el Instituto de Investigación Social de sus amigos de la Escuela de Frankfurt. Adorno se pasó la vida riñéndole por ser muy poco ortodoxo en sus trabajos y no ceñirse al verdadero pensamiento dialéctico. Benjamin había estudiado filosofía pero nunca fue un filósofo metódico y en sus ensayos utilizó herramientas de la sociología, la historia, la antropología y la teología, pero su aproximación a su objeto de estudio era al final siempre poética y por tanto incompatible con cualquier credo teórico. Su obra nos sigue iluminando precisamente porque escapó a todos los intentos de domesticación.
Carné de usuario de Biblioteca Nacional de Francia de Walter Benjamin
Como es bien sabido, cuando se suicidó, Benjamin llevaba consigo una maleta negra con los pocos papeles que consiguió llevarse de París. Nadie ha podido encontrarla nunca y las conjeturas sobre su paradero y su contenido han sido infinitas, novelescas y a menudo ociosas. Parece que lo más probable es que Benjamin llevara en esa maleta una copia de las Tesis sobre el concepto de historia, la obra en la que había estado trabajando en aquellos últimos meses y que, antes de marcharse, había confiado a George Bataille, junto con otros manuscritos suyos, para que fueran custodiados en la Biblioteca Nacional. Sería Adorno quien acabaría publicando las tesis en Los Ángeles, en 1942, gracias a una de las copias que había recibido Hannah Arendt.
Desde entonces, esa obra última y extrema de Benjamin ha sido objeto de muy diversas interpretaciones. Hay quien ve en ellas un programa político revolucionario y nihilista. Otros, como Giorgio Agamben, han vinculado algunas de las tesis con el pensamiento de Carl Schmidt sobre el estado de excepción. Como siempre, Benjamin lleva a sus lectores y exégetas a un confín irreductible. Consternado por el oscurecimiento de Europa y en particular por el pacto entre Hitler y Stalin, que descartaba lo que a sus ojos constituía la última posibilidad de lucha contra el fascismo, Benjamin trató de salvar algo haciendo una serie de reflexiones acerca del estado de la cuestión. Hay que recordar que en esos momentos el escritor lo había perdido todo salvo el lenguaje. Sólo le quedaba una vaga esperanza de llegar a Estados Unidos, un país que no le atraía y por cuya lengua no sentía ningún interés. Solía decir que en América sería exhibido como “el último europeo”.
Uno de los propósitos de las tesis estriba en combatir la idea, muy generalizada en su época, de que el nazismo era un fenómeno excepcional y extemporáneo. Por el contrario, Benjamin quiso demostrar que el fascismo era la consecuencia natural de lo que alegremente se había denominado Progreso, el nuevo dios de la modernidad. La semilla de la destrucción que entonces vivía Europa estaba inoculada en la concepción hegeliana de la Historia como una expansiva consecución de objetivos económicos, sociales, políticos y espirituales, a despecho de los oprimidos. De ahí las ruinas que el ángel de Klee, en la tesis IX, ve acumularse con ojos desorbitados ante sí, con el rostro vuelto al pasado y mientras una tempestad arrecia desde el paraíso y le impulsa hacia el futuro. Rodeado por las llamas de la devastación y de camino él mismo al callejón sin salida de su final, Benjamin se dispuso a llevar a cabo una operación de sabotaje contra el tinglado histórico que había creado esas circunstancias desesperadas y terminales. No tenía más escapatoria que la grieta de luz que en esa oscuridad sólo era capaz de abrir el pensamiento.
Como dice en la tesis VI, la tarea del historiador consiste en avivar el destello de esperanza en el pasado:
“Articular históricamente el pasado no significa conocerlo “como realmente ha sido”, supone apropiarse de un recuerdo tal y como resplandece en el vislumbre de un peligro. Al materialismo histórico le corresponde fijar una imagen del pasado tal y como de pronto se le revela al sujeto en el vislumbre del peligro. Y el peligro acecha tanto a la pervivencia de la tradición como a sus destinatarios. Una y otros corren el riesgo de servir como instrumentos de la clase dominante. En cada época hay que intentar, una vez más, arrancar la transmisión del conformismo que aspira a someterla. El Mesías no adviene ya sólo como redentor sino también como vencedor del Anticristo. La tarea de avivar en el pasado el destello de la esperanza tan sólo le asiste al historiador persuadido de que ni siquiera los muertos estarán a salvo cuando el enemigo venza. Y ese enemigo nunca ha dejado de vencer”.
Aunque habla de “materialismo histórico”, según Hannah Arendt a Benjamin el marxismo sólo le sirvió como estímulo metodológico, sin que apenas le interesara su trasfondo histórico y filosófico. “Lo que le fascinaba de la cuestión”, dice Arendt, “era que el espíritu y su manifestación material estaban tan íntimamente relacionados que parecía posible descubrir en todas partes las correspondencias de Baudelaire”. Pero dejando de lado este extremo, la tesis VI sigue siendo útil para nosotros por cuanto denuncia una concepción inocua y servil de la historia. El “vislumbre del peligro” que invoca para definir lo que de verdad supone articular históricamente el pasado es lo que tantas veces se olvida a la hora de construir e imponer un determinado relato histórico y cuya máxima figura, como tan bien vio Ferlosio, es la estatua del soldado desconocido. La mitificación del propio Benjamin, sin ir más lejos –la transformación de su legado en una industria académica susceptible de ser corrompida por cualquier ideología o incluso la banalización de las circunstancias de su muerte– constituye un ejemplo de hasta qué punto puede pervertirse la memoria, convirtiéndola en espectáculo y propaganda.
Cenotafio en honor de Walter Benjamin en Portbou. La cita de la inscripción, escrita en alemán, dice: "No existe documento de la cultura que no lo sea también de la barbarie" / KLAUS LIFFERS
Al tratamiento rutinario y positivista de la historia, Benjamin le opone una muy particular forma de memoria, una palabra que en las tesis él denomina eingedenken, un antiguo término en desuso, descartando Gedächtnis o Erinnerung, más corrientes. Como vio Heidegger, eingedenken vincula el pensar (denken) con el agradecer (danken) en el acto del recuerdo. Pensar significa así dar las gracias. A diferencia del historiador que sigue matando a los muertos porque es incapaz de pensar bajo la amenaza del peligro vislumbrado en la memoria, destruyendo una vez más esas vidas en aras del sentido, Benjamin atiende a toda la complejidad del pasado, en sí misma imposible de acuartelar y avivando así un último y a la vez primer destello de esperanza. El enemigo no ha dejado de vencer porque se apropia de los hechos y desvirtúa el peligro en el que acontecieron.
Hay siempre en Benjamin, como vio Adorno, un intento de detener el movimiento. La tradición no es continuidad sino disrupción. La historia no es relato sino fragmento, escombro, cita. El historiador no compite con la épica sino que se convierte en trapero, arrinconado en los márgenes de la luz pública. La esperanza, como en Kafka y en general en el mundo hebreo, es a la vez omnipresente e inalcanzable. El pensamiento de Benjamin siempre se cumple en la metáfora y por tanto en un ámbito que está en constante transformación, sin que sea posible traducirlo a un discurso expositivo. Para él no sería admisible algo como la memoria histórica y oficial, puesto que el recuerdo se experimenta en el relámpago de una amenaza que trasciende el veredicto de la posteridad. Su testimonio, ochenta años después, sigue denunciando su segunda muerte así como la muerte reiterada de todos aquellos a los que, en la fosa común de la historia, el enemigo –el Anticristo– intenta todavía reclutar.