Mark Twain, el emperador del aforismo
Renacimiento reúne en ‘Encuentros y extravíos’ una selección de las mejores sentencias, frases, reflexiones e ideas de Mark Twain, señor del ingenio de Missouri
18 septiembre, 2020 00:10El pensamiento, igual que el movimiento, se demuestra andando. Literalmente. Pensar, ejercicio intelectual en desuso, implica darle vueltas a las cosas, perseguir el secreto que se esconde detrás de lo aparente y, en ocasiones, cambiar de opinión. Una idea fija es un dogma; otra, en movimiento, una bendición. Razonar es un viaje donde no hay guía ni mapas y es uno quien construye el camino, asfalta el sendero y, en el caso de los auténticamente grandes, lo deja pavimentado para que otros continúen abriendo la trocha de la confusión y la mentira.
La filosofía reúne la sabiduría de los hombres sabios y las civilizaciones ejemplares; la literatura de ideas, su variante prosaica, nos muestra la profundidad de las enseñanzas basadas en la experiencia, más que en el estudio. Entre sus más notables representantes está Mark Twain (1835-1910), padre de la literatura norteamericana, notable periodista y orador de fama indiscutida, un auténtico emperador del aforismo, una suerte de poesía del ingenio (escrita en prosa) que consiste en condensar en una frase breve un pensamiento, una reflexión, la profundidad de campo de quien mira la vida sin necesidad de engañarse.
Mark Twain dibujado por el ilustrador Frank Beard
De Twain publica ahora la editorial Renacimiento, dentro de su colección A la mínima, y en una edición de Javier Recas, con una traducción exprofeso, Encuentros y extravíos, una colección de sentencias e ideas que es una celebración del ingenio y demuestra, más allá de la fama que el escritor norteamericano obtuvo con novelas como Tom Sawyer o Huckleberry Finn, donde evocaba a través de la ficción los años de su infancia y adolescencia en Hannibal (Missouri), su condición de escritor integral, completo, categórico. Faulkner escribió alguna vez --o, al menos, así se recuerda-- que toda la literatura de Estados Unidos venía de los bolsillos blancos de Twain, caballero sureño que, en la hora del crepúsculo, vestía trajes lino blanco, a juego con su cabellera y su bigote decimonónico. Nos parece una afirmación exacta para definir a una personalidad que llegó a la literatura a través de la prensa local, después de haber empezado en el oficio como tipógrafo y, antes, haber ejercido como piloto de los míticos barcos a rueda del Mississipi. Igual que un noble pirata antiguo.
La vida, generosa pero caprichosa, lo convirtió en empresario editorial --terminó en la ruina-- y en ilustre conferenciante que --igual que sucede ahora en el mundo literario-- ganaba más dinero dando recitales y haciendo bolos sociales que escribiendo. Se ve que lo accesorio, entonces como ahora, también era más valorado que lo esencial. Twain, por supuesto, odiaba “cordialmente” las conferencias --daba más de 110 cada año, a 100 dólares de tarifa por cada-- pero aceptaba su condición de escritor de feria por necesidades familiares. “Y tú no eres más que un pensamiento… un pensamiento errante, un pensamiento inútil, un pensamiento sin hogar, vagando desamparado por eternidades vacías”, escribe en El forastero misterioso (1898). No hay mejor definición del hastío vital tras una gira cultural por provincias.
Ilustración donde Twain aparece dando una conferencia en
El escritor norteamericano, que se ganó la fama de ingenioso hombre-frase --“la fama es un vapor (la popularidad un accidente) y la única certeza terrenal es el olvido”--, celebrado por su chispa como orador, solía aplicar, sin serlo, la infalible fórmula del bufón de corte: decir todo lo que piensa (sin engañarse ni engañar a los demás) amparado en la inmensa licencia que supone que otros te reconozcan un cierto grado de impertinencia. Este registro le permitía combinar el humor, materia de la que fue un maestro, con la amargura, ese poso de quienes saben que la risa es un consuelo inteligente pero efímero. Twain había conocido en primera persona la pobreza rural --“la falta de dinero es la raíz de todo mal”, escribió-- y vislumbrado la muerte sucia como soldado confederado en la Guerra Civil norteamericana.
Sabía que la vida no era hermosa, aunque a ratos lo parezca, y había recorrido el mundo lo suficiente --obtuvo gran éxito con sus crónicas de viajes, reunidas en libros como Los inocentes en el extranjero-- para constatar que, con independencia de cuál sea el cielo sobre el que uno camina, la existencia está sujeta a leyes estrictas e inmutables. “El humor” --decía-- “se sustenta, en realidad, en que todo lo humano es patético. Su fuente secreta no es la alegría sino la pena. En el cielo no hay humor”. Era un escritor terrestre, realista, dotado para expresar de forma sencilla y exacta lo complejo y un maestro en el manejo de la oralidad dentro de su discurso literario, que recoge los coloquialismos de su tiempo. Esta sinceridad, un valor artístico que a muchos les pasa desapercibido, es lo que ha convertido a sus libros en clásicos perdurables y mantiene viva, frente al envite del tiempo, su literatura. “En cuanto al adjetivo: en caso de duda, elimínalo”, aconseja en Wilson Cabezahueca (1894).
Mark Twain / A. F. BRADLEY
A Twain, que escribía sobre todo para sus contemporáneos, para el hombre común de su tiempo, no le interesaba la trascendencia. Perseguía la exactitud --“Muchas pequeñas cosas se han hecho grandes con la adecuada publicidad”-- y era alérgico al elitismo: “La pérdida de la corona de un rey y la chuchería de una niña pesan exactamente lo mismo en la balanza del Ángel de la Calamidad” (Fables of Man, 1879). En su Viaje alrededor del mundo siguiendo el Ecuador (1897) declara: “Descuida tu vestimenta si no tienes otro remedio, pero mantén pulcra el alma”. Una declaración de intenciones difícil de conseguir si habitas en el centro de una sociedad gobernada por la hipocresía, donde todo es mentira y la verdad es una pepita de oro en el lecho de un río caudaloso. “¿Qué habría que hacer con el hombre que inventó la celebración de los aniversarios? Matarlo sería muy poco”, bromea en su Bloc de notas (1896).
Para Twain la socialización, que comienza en la escuela, es el mecanismo merced al cual el niño comienza a recibir el reflejo de la doble moral y a perder la espontaneidad que identifica a los auténticos caracteres, aún no moldeados por el patrón de lo socialmente pertinente. Sería divertido ver al escritor norteamericano escribir, desde esta mirada civilizadamente salvaje, sobre la infame ola de corrección política que inunda las instituciones culturales de su país. Quizás repitiera una de sus más célebres sentencias --“Siempre que veas que te encuentras del lado de la mayoría es el momento de reformarse o hacer una pausa y reflexionar”-- o insistiría en lo que dejó dicho en Wilson Cabezahueca: “No hay nada malo en ser un asno si uno se contenta con rebuznar y no dar patadas”.
Semejantes frases, aguijones contra el autoengaño social, resultan extraordinarias cuando todo el mundo, en lugar de expresar con honestidad lo que piensa, de forma franca, calibra cómo no molestar a nadie y salir indemne del juicio ajeno. Twain, al que es raro que las tribus morales no hayan tildado de esclavista --se manifestó claramente en contra de la desigualdad racial en un país como el suyo, donde esta herida cultural todavía sangra: “El hombre es un esclavo, y es el único animal que esclaviza”--, decidió, y lo demuestra en esta estupenda colección de aforismos, no hacerse trampas al solitario. “Sé bueno y te quedarás solo”, escribe, al tiempo que declara: “Soy un moralista disfrazado, me meto en un montón de problemas cuando doy vueltas a cuestiones políticas” (Carta a Helen Picard, 1902).
Semejantes frases, aguijones contra el
Pensar con libertad, sin correas, consiste en estas dos cosas: asumir la soledad y meterse en problemas. Solo los valientes pagan ambos precios. “Un pensador crítico es un escarabajo pelotero que deposita sus huevos en el estiércol; de otro modo no podría incubarlos” escribe en su Bloc de notas antes de encenderse un puro, “ese vicio majestuoso”, y fumárselo en silencio mientras un viento amable del Sur penetra por las ventanas de su cabaña de trabajo en la Farmington Avenue de Connecticut.