Política y delito
Los vínculos entre el poder y la delincuencia, objeto de ensayos culturales y obras literarias, se han convertido en la rutina recurrente de muchas sociedades
16 agosto, 2020 00:10Advertencia previa: todas las generalizaciones son injustas y, con frecuencia, falsas. Nadie debería pensar que todos los políticos son delincuentes. Muchos de ellos, sin embargo, se creen al margen de la legalidad.
Tiempos recios (Alfaguara), la última novela de Mario Vargas Llosa, se abre con un diálogo entre Edward Bernays y dirigentes de la United Fruit Company, empresa estadounidense con potentes propiedades en Latinoamérica. En 1953 la firma temía por sus posesiones en el patio trasero de los Estados Unidos, a la vista de que en Guatemala había un nuevo gobierno democrático que pretendía hacer cumplir la ley y evitar la sobreexplotación de los campesinos.
Bernays (Austria, 1891-Estados Unidos, 1995), sobrino de Sigmund Freud, era un hombre muy interesado en el funcionamiento del subconsciente y los mensajes subliminales. Desde su llegada a Estados Unidos se había convertido en uno de los publicistas y relaciones públicas más influyentes. Cuando lo contrató la United Fruit impulsó una primera medida: la incorporación de elementos de la aristocracia bostoniana al consejo de administración. Se contrató a John Foster Dulles, que era secretario de Estado de la Administración de Dwight Eisenhower, y a su hermano Allen Dulles, director de la CIA. Ambos, junto a Bernays, decidieron que Estados Unidos promoviera un golpe de Estado en Guatemala aduciendo que su nuevo líder, Jacobo Arbenz, era prosoviético y planeaba autorizar una base de submarinos rusos en su país.
No era verdad y todos lo sabían, pero Guatemala era una pieza espléndida, no en sí misma, aunque también, sino para anunciar al resto de América Latina, donde la United Fruit tenía numerosas plantaciones, quién era la autoridad. Buscaron un militar dócil, Carlos Castillo Armas. Su sublevación dio paso a 30 años de guerra civil y represión en Guatemala. Él mismo sería asesinado en un atentado nunca aclarado del todo. Entre los sospechosos de haber instigado su asesinato figuraba otro dictador, Leónidas Trujillo, de la República Dominicana. También él acabaría muerto a tiros. Así se pasa en la historia de padre de la patria a villano y muerto. Los hermanos Dulles y Edward Bernays, en cambio, siempre gozaron de una excelente reputación. El éxito es lo que tiene: lava todo tan blanco que desaparece cualquier rastro de delito. Aunque sean restos de sangre. Tanto más si sólo se trata de dinero sucio.
El cruce de caminos entre políticos y delincuentes es constante. El escritor alemán Hans Magnus Enzensberger publicó en los sesenta un libro titulado Política y delito (Anagrama). “Entre asesinato y política existe una dependencia antigua, estrecha y oscura. Dicha dependencia se halla en los cimientos de todo poder, hasta ahora: ejerce el poder quien puede dar muerte a los súbditos”, sostiene. Pero claro, la gente es, en general, reacia a dejarse avasallar, de ahí que haya que empezar por el principio y convencer a los expoliados de que ser expoliados es justamente lo que les conviene.
Miguel Catalán, un filósofo valenciano recientemente fallecido, dedicó hasta once volúmenes a analizar el funcionamiento de la mentira. En el séptimo, Mentira y poder político (Verbum), puede leerse: “Puesto que los beneficiarios del sistema político siempre son minoría, es preciso que convenzan a los miembros de la mayoría de que en realidad no son explotados, sino que su situación de inferioridad es buena, justa, natural o necesaria”, porque “el dirigente dicta las órdenes, pero también inventa, cambia o manipula los hechos para imponer los valores que los juzgan”. Y es que, como sabía muy bien Edward Bernays, “el engaño es el elemento esencial de la comunicación política desde su germen hasta hoy mismo debido al origen injustificable del dominio de una clase sobre otra”.
Quizás tenga razón Catalán cuando sugiere: “Encontramos la egolatría y la crueldad insana en los estadistas con mucha mayor frecuencia que en el común. Es una conclusión obvia, que no se basa en una sola experiencia, que un gobernante es en la mayoría de los casos un mal hombre”. Lo cierto es que la lista de mandatarios que siguieron la senda del delito es amplia. Sin salir del presente, se puede ver en el plano internacional que dirigentes como Trump, Putin, Berlusconi y Cristina Fernández de Kirchner, a la que se le mueren los jueces y fiscales que pretenden investigarla, no dejan de tener problemas con la justicia.
Está también el caso Odebrecht, una investigación iniciada en Estados Unidos, al sospechar que la constructora brasileña de ese nombre había sobornado a dirigentes políticos del propio Brasil, así como de Colombia, Argentina, Venezuela, México y Perú, donde el expresidente Alberto Fujimori fue condenado a 25 años por corrupción y otros delitos más graves. Y si se quiere seguir en el pasado, ahí están Valery Giscard d'Estaing o más atrás aún, el filósofo Francis Bacon, canciller que no supo evitar meter la mano en la caja. Eso sí, todo lo hicieron siempre, según ellos, por la patria. Tal vez por eso Samuel Johnson escribió: “La patria es el último refugio del canalla”.
La Iglesia católica no pretende salvar patrias, aunque a veces colabore bendiciendo cruzados y paseándolos bajo palio. Dice salvar almas. Un negocio caro, últimamente. De ahí que, aprovechando una racha de gobiernos afines (del PP) haya conseguido apropiarse de más de 30.000 ermitas, fincas y otros bienes. Todo por Dios. Sí, fue para salvar la patria por lo que cometieron (o se presume que cometieron) delitos diversos la familia Pujol, los dirigentes de CDC, Millet y sus amigos (más las empresas que pagaron los sobornos, también con espíritu patriótico), el rey emérito, expresidentes socialistas de la Junta de Andalucía, Francisco Camps, Rodrigo Rato y militantes del PP a título personal y colectivo. La lista podría ser más larga: hasta donde llegue la capacidad de hastío.
El analista político uruguayo Carlos Fazio, hablando del libro de Enzensberger, escribía: “El mundo de las mafias es el mundo del dinero, el poder y el secreto. Las mafias se han instalado en el corazón de nuestros sistemas políticos y económicos. No obstante, existe una dificultad innata de los medios masivos para percibir lo invisible, esto es, el nexo entre el crimen, la política y la empresa”. Sin embargo, hoy más que nunca estos asuntos llegan a los medios de comunicación, debido en parte a que la competencia entre ellos es aprovechada por los competidores de los políticos. También los venales. Puede que con fines justicieros o para reemplazarlos y apropiarse del botín.
La literatura se ha hecho eco del ambiente, de ahí en parte el auge de la novela negra: detectives públicos o privados (la tendencia a la privatización también ha llegado a este sector) que investigan casos de corrupción, crímenes no resueltos. En paralelo aumenta cierto tipo de delincuencia porque, como reflexiona uno de los personajes de Lorenzo Silva en Lejos del corazón (Destino), hay toda una generación que “se ha criado en un entorno y una cultura donde el dinero lo es todo: el poder, el prestigio, el salvoconducto, para llevar la vida que cualquiera envidia. Hay muchas cosas que les han dicho que están muy feas y que a lo mejor no harían nunca, desde bañar a un gatito con agua fría hasta echar los tetrabriks al contenedor del vidrio. Pero ser más listos que los demás, mola. Y forrarse rápido, más aún”.
Y es que, con frecuencia, el camino hacia la riqueza es más corto y eficaz por la senda del delito. Silva refleja en esa novela el entorno de Gibraltar, donde los jóvenes ven más futuro en el contrabando de lo que sea que en los estudios y el trabajo. Es lo mismo que ocurrió en la América de los años veinte, cuando la ley seca. El futuro estaba en las bandas y, como explica Enzensberger hablando de Al Capone, lo que él hizo no fue más que obedecer “la ley todopoderosa de la oferta y la demanda”. Tal vez violara la ley sobre el consumo de bebidas alcohólicas, pero respetó las sacrosantas leyes del mercado.
Así se describía él: “Soy un hombre de negocios, y nada más. Gané dinero satisfaciendo las necesidades de la nación. Si al obrar de este modo infringí la ley, mis clientes son tan culpables como yo... Todo el país quería aguardiente y yo organicé el suministro de aguardiente. En realidad quisiera saber por qué se me llama enemigo público... Yo sirvo a los intereses de la comunidad. Hago esto tan bien como puedo y procuro que los daños sean tan pequeños como sea posible. No puedo cambiar la situación del país. La afronto. Eso es todo”.
La familia Pujol / EFE
Es lo mismo que pretendía Jordi Pujol cuando, por el bien de la patria, permitía el enriquecimiento de sus familiares, al fin, excelentes patriotas. O Rodrigo Rato, otro patriota de tarjeta y comisión. Como el penúltimo rey de España que, más que beneficiarse de los contratos de empresas españolas, se dedicaba a promoverlas en países de transparencia democrática acendrada como Arabia Saudí.
Una última cita: “Jordi Pujol debe su éxito no a un ataque contra el orden social del país, sino a una incondicional adhesión a sus premisas. Es por eso por lo que no tenía de qué arrepentirse, y es por eso por lo que, aún hoy, sus paisanos no se atreven a condenarle. Lo que es bueno para los negocios, es bueno para Cataluña: Pujol estaba convencido de ello”. Segunda advertencia para el lector: es una cita falsa. Pertenece a Política y delito y se han cambiado los nombres: donde pone Jordi Pujol, Enzensberger escribió Capone. Donde figura Cataluña, debe leerse América. El argumento no se resiente.