El poeta y ensayista Ramón Andrés / RAMÓN ANDRÉS

El poeta y ensayista Ramón Andrés / RAMÓN ANDRÉS

Poesía

Los árboles que nos quedan

La poesía de Ramón Andrés escapa de las corrientes de la lírica española contemporánea, pues sus versos son frutos extraños

16 agosto, 2020 00:00

Hemos estado leyendo el último libro de Ramón Andrés, del que la periodista Iglesias nos dio hace unos meses una luminosa entrevista, pero sin dar noticia de este libro, que entonces aún estaba por nacer. Lo estuvimos buscando por las librerías de Madrid en los días inmediatamente siguientes al aislamiento estricto. El virus también ha afectado al suministro de libros, que llegaban tarde o no llegaban a las librerías de nuestros barrios cercanos, en las que entrábamos con la mascarilla puesta, frotándonos las manos con gel desinfectante y preguntando “¿Tienen los árboles que nos quedan?”... Por fin fuimos a la librería del editor, Hiperión, en los alrededores de la puerta de Alcalá, que es una pequeña caja de tentaciones irresistibles, y allí compramos por fin Los árboles que nos quedan. De paso compramos también un ejemplar, para regalar, de los haikús de los condenados a muerte: en alguna parte de Oriente es, o fue, tradición, que la noche antes de ser ejecutado el condenado a muerte escribiera unos versos, un haikú de despedida. La extremosidad de la situación en que esos poemas fueron escritos les da un patetismo especial, una luz única. Incluso el peor de los poetas, el más convencional, parece imbuido de una relación directa con la verdad que en general preferimos olvidar o ignorar.

Regalamos ese libro y nos quedamos con el de Ramón Andrés; éste era uno de los espíritus más sustanciales, con la vista más larga y profunda, en el mundo cultural barcelonés. Además de un sabio, erudito especialmente en temas donde confluyen la música y el pensamiento. Hace algunos años se fue a vivir a su patria chica, a algún lugar más o menos idílico, quizá un pueblo que, como en sus versos, a veces “sale brillando de las lluvias / como un zorro, atento al más sutil ruido”, y de donde regresa de vez en cuando a Barcelona, según creo. En la dimensión elevada de la Ciudad Condal, tan poco poblada, esa pérdida es grave. Ramón Andrés es una persona distinguida, que habla en voz baja y se le ve en la frente el trabajo, la potencia del pensar. Como poeta no lo conocíamos pero nos había impresionado su catálogo de suicidios Semper dolens. En Los árboles que nos quedan llama la atención ya el título: ese título da por descontado que algo enorme, la naturaleza misma, ya ha desaparecido prácticamente del mundo y del inventario de cosas con las que podemos contar en adelante, de cara a ocupar el porvenir, pero que no es de pérdida de lo que van a hablar los poemas, sino precisamente de lo que cuando ya se ha perdido mucho sigue presente y alienta, y por consiguiente no es un lamento nostálgico lo que vas a leer. Así es, aunque desde luego la presencia fantasmal o la sospecha de eso que desapareció, eso que no nos queda sigue ejerciendo su fuerza de gravedad que el autor conoce, reconoce y subraya. En las ramas de los árboles que nos quedan (dice el poema Árboles finales) podemos escuchar los consejos y los avisos de los muertos. Con variaciones sobre esa idea que se presenta ya en los dos primeros poemas del libro, éste concluye también.

Los árboles que nos quedan, poemario de Ramón Andrés publicado por Hiperión

Los árboles que nos quedan, poemario de Ramón Andrés publicado por Hiperión

Nos resulta difícil referenciar a Ramón Andrés en ninguna corriente de la poesía española contemporánea, sea de la existencia, de la esencia, del lenguaje o mediopensionista. Sus poesías son frutos extraños, al mismo tiempo versos, descripciones y pensamientos. Ideas a veces nada comunes, como la consideración de los libros leídos como una jauría de perros que te hacen compañía siempre, y que “muerden el palo que les lanzas y lo roen y roen porque es tu vida”; lo cual no es una idea bonita pero sí compleja, potente y original. Lo cotidiano empieza así: “Bajan tres yeguas por la rampa del camión, / entumecidas y después ligeras. / Me han hecho pensar en el lenguaje”. Ahora no nos detendremos a explicar por qué las yeguas hacen que el poeta piense en el lenguaje, solo queríamos señalar la manera en que a menudo empieza la composición como la mención de algún fenómeno, generalmente del ámbito rural, que lo asienta firmemente en el mundo físico, desde donde proyecta ideas o meditaciones, nada trilladas, como hemos visto con los libros-perros.

Por poner otro ejemplo, en un Mercado de vacas sostiene el poeta que lo que allí se vende no es tanto animales de rendimiento útil agropecuario cuanto algo mucho más importante “sobre todo, respiración...”, lo que allí se vende es una sugerencia no ya ancestral (pues las vacas “...mugen neolítico, se echan / como si aplastaran el pasado. Te da más confianza / una de estas frentes que todo lo hablado”) sino propiamente de eternidad. Por eso, aunque el visitante del mercado que percibe en las vacas esa callada sumisión, esos ojos llenos de insectos, ese destino, y siente compasión, en realidad no debería sentirla, pues “la hierba que comen / es más que tú, vuelve más veces, insiste / en el mismo trozo de tierra año tras año, / en ella crean su ciclo, su manera de retorno/ una inmortalidad casera. Míralas, siempre ahí, / y tú contando los días peor que un usurero".

Que alguien nos diga que la hierba que comen las vacas es más que nosotros no puede dejarnos indiferentes. Vamos a poner un último ejemplo: en Los desvanes visitamos los desvanes del ayuntamiento de su pueblo, y el poeta elucubra sobre el carácter de pecios de otro mundo de las cosas polvorientas que allí se encuentran. Hasta aquí, una situación que poco tiene de especialmente original. Pero en este desván concretamente hay varios fusiles de la guerra civil: “Cogí uno, me asombró su peso. Es el de las ideas. / Correr con una arma así, medio a ciegas, al asalto, / debía hacerte sentir la sombra de la campana / que iba a doblar por ti...”. Esto ya es nuevo, solidario, imaginativo y físico. Cada poema supone un compromiso para el lector, pues las imágenes de las ideas son tan atrevidas que parece que en un acto mínimo esté involucrada la historia de la humanidad, la del propio lector, su naturaleza forjada por los siglos de aventura humana, y también la naturaleza y hasta algo de la misma ordenación del universo. En este sentido, y en otros, es un libro infinito, aunque conste de solo 35 composiciones.