Racionero, el arte de pensar y vivir
El escritor y pensador catalán, uno de los pioneros de la ‘contracultura’ en España, combinó la originalidad con el frentismo y fue un poliédrico combatiente de la letra
10 marzo, 2020 00:00Cuando Luis Racionero regresó de California, la universidad levantisca de los setenta, en vez de avanzar, retrocedía; lo supo el día que Jordi Solé Tura, en la cátedra de Derecho Político de la Central, justificó la presencia de los tanques rusos en las calles de Praga, aunque salvando la Primavera del 68 y criticando paradójicamente a su líder, Alexander Dubcek. Durante el llamado tardofranquismo, Barcelona fue una inesperada trampa para el pensamiento liberal del hippismo, atravesado por la psicodelia y el ácido lisérgico, asuntos a los que el mismo Vázquez Montalbán consideraba un juego de niños. Algunos años después, a su vuelta de una estancia en Oxford, con la cabeza llena de conceptos urbanísticos exitosos, Oriol Bohigas le cerró la puerta, cuando diseñaba la Barcelona olímpica.
Ante la dureza de los pesuqueros y frente a la ingravidez intelectual del gran arquitecto, Racionero constató que los mandarines son “puras identidades”, como cuenta Arthur Koestler en sus Memorias (Lumen), después de haber dedicado una vida al pensamiento único de la Tercera Internacional y haber renegado de ella. Racionero había conocido a Koestler en Berkeley, donde se puso al día de Aldous Huxley y Allan Watts; trabó relación con Herbert Marcuse recién publicado su libelo El hombre unidimensional; y también asistió a las clases del poeta de la Beat Generation, Allen Ginsberg y por la líder del Black Panther, Angela Davis, antes de ser expulsada de la universidad.
En aquel campus no había cortapisas ni ceremoniales: “los estudiantes teníamos a 22 premios Nobel a nuestra disposición; podíamos conocerlos y tener con ellos relaciones de amistad”. Aprendió a pensar en la vanguardia de forma sistemática; lo pudo hacer en las aulas, con los métodos de investigación y exposición supervisados por mentes brillantes y sin tener que recurrir a bibliotecas lejanas ni orientarse con los libreros sabios del Sena, al estilo franco de los autodidactas.
En 1977 publicó Filosofías del underground, un verso libre y enriquecedor para los hijos de Dadá y de la calle. Cruzó entonces un enclave de tres caminos: el anarquismo, el mundo oriental y el pensamiento psicodélico. Se había convertido en el alimento intelectual de los movimientos alternativos, cuando participó en el nacimiento de Ajoblanco. Y fue precisamente el director de esta revista, Pepe Ribas, quien anunció en las redes, hace apenas 48 horas, el fallecimiento de su amigo y maestro: “Luis Racionero ha iniciado su viaje al inframundo”. Murió este domingo, a los 80 años. Otro de sus amigos, Sergio Vila-Sanjuán, en una brillante panorámica de Racionero, recordó con naturalidad la barricada inmaterial del LSD en palabras del sabio ensayista: “Bajo sus efectos he sentido la unidad de todo tras la diversidad de las cosas”.
Con el paso de los años, Racionero aparcó su interés por la vanguardia estética para dar paso a una reflexión más cercana al mundo clásico; fue su breve contribución el momento noucentista y especialmente a la proximidad del Sur, como regla de vida. Publicó su conocido El Mediterráneo y las bárbaros del Norte, donde habla de una probable fusión entre dos Europas, la gélida, hecha de edificios de cristal y acero, con la nuestra, marcada por un acento vital, menos acerado, pero más pragmático.
Este argumento enlazó con Del paro al ocio, un libro con el que ganó el Premio Anagrama de Ensayo en 1983, exponiendo una visión racional de la superioridad técnica de los de arriba frente al deleite eterno junto al yodo de nuestro mar. Se sumó a los que anunciaban el inminente final de la Guerra Fría, un camino sin espinas aparentes que acabaría volcando sobre el presente sus enormes desigualdades.
Era el Racionero que refutaba los modos de producción: no al capitalismo por su aventura financiera sin retorno, y no a la fuerza avasalladora y economicista del socialismo. De su vertiente más prolija fueron cayendo títulos: Ética para Alicia, La muerte de Venus, La sonrisa de la Gioconda hasta llegar a pulsiones tan íntimas como Sobrevivir a un gran amor, seis veces, su “terapia irónica”, en la que exponía la poblada reeducación sentimental de un chico nacido en La Seo d’Urgell, hijo de un padre militar y una madre protectora con bienes raíces en el valle nemoroso y tierno (la Cerdanya); un atento adolescente que fue bachiller en un colegio de curas de la Bonanova, siendo siempre el primero de la clase.
En un momento determinado, Racionero modificó sus repertorio para atravesar el empedrado de la Cataluña antigua, anterior a la batalla de Muret; el trajín milenario de los albigenses, vivido por su trovador en la novela histórica, Cercamón (Edicions 62), que confirmó el venimos de muy lejos, coincidiendo con el flirteo puntual del autor con la ERC de Carod Rovira. En cualquier caso, un liberal radical como Racionero pudo sentirse tentado por la inspiración bipolar del herético catarismo del Canigó, condenado por Roma en el siglo XII, pero nunca se cayó del caballo ante la entraña de un país inventado por los indepes, que se apasionan ante el destello centrífugo, pero viajan a la “gangrena interior”, en palabras proféticas de Josep Pla.
Regresó dos veces el género de la narrativa histórica para hablar de Leonardo y de Gaudí. De su paso por la política quedará su puntual flirteo republicano y el impulso pendular que le acercó al PP de Aznar después de tantos rechazos socialistas. Aquel Gobierno proteico del 96 le nombró director del Colegio de España en París y más tarde de la Biblioteca Nacional. Tuvo su momento en los anfiteatros del postureo; ganó el Premio Azorín de novela con La cárcel del amor y el Espasa de ensayo con El progreso decadente.
Ensayista, urbanista, ingeniero, economista y novelista, pero sobre todo, hombre del Renacimiento en un país ensimismado, que utiliza el término Renaixença en un sentido estrictamente poético. Dispuso de una beca Fullbright para doctorarse en Urbanismo, cuando esta materia no estaba reglada en España; obtuvo el by-fellow en el Churchill College de Cambridge. Dio clase de Microeconomía en la UB, en el momento en que Antonio Argandoña señoreaba ya su inmediata cátedra en el mismo departamento.
Racionero empezó por lo técnico, para poder “dejarlo a un lado”; y al cabo de mucho tiempo, en 1993, entró en la teoría de las religiones con Oriente y Occidente (Anagrama), un ensayo sobrado de rigor sobre los cotos vedados del mundo semítico (cristianismo, islam y judaísmo) frente a la triple Asia del hinduismo, del confucionismo budista y del sintoísmo japonés. ¿Su entrega más densa? Probablemente. En ella, un desvarío en el mejor sentido de curiosidad y rigor, nos interpela desde la religión hasta la geoestrategia de la defensa conjunta y el regreso del miedo atómico fermentado en la antiglobalización. Euroasia, el continente del siglo XXI, desde Gibraltar hasta el mar de Barents, está volviendo su mirada hacia el Este. Un aviso a navegantes: hemos entrado en el nuevo Lebensraum (espacio vital de la tradición teutónica) que amanece en el momento en que nos replanteamos nuestra propia supervivencia.
En el Empordà y en Barcelona, Racionero se permitió una dualidad más simple que la de los herejes de Sant Martí del Canigó: compaginar la espiritualidad con las inclinaciones del deseo. Quedémonos con su Manual de buena vida, uno de sus últimos papeles en el que figuran una mezcla venal de viajes, gastronomía, arte, estancias embellecidas y sometimiento a la tentación epicúrea. Era el último Racionero, el pensador cansado, más lúcido que nunca y más cercano que jamás.
Casi al final, el influyente ensayista compartió con Ribas y Toni Puig un punto y aparte a modo de despedida. Su última lección socrática compartida, por la vía de la conversación al estilo peripatético, les acercó mentalmente al Monasterio de Montserrat, donde el monje Lluís Duch –teólogo y autor de Antropología de la vida cotidiana, en seis volúmenes, conocedor del latín, el griego, el arameo, el árabe y el sánscrito– mantuvo (falleció en 2018) en alto la batuta intelectual de la montaña santa. Y aunque nunca fue este su objetivo, Duch secularizó su enorme pensamiento a través de conocedores, como Toni Puig, el hombre que abraza la Polis desde su pluralidad radical. Racionero ya les protege a todos.
El cielo le dio de plazo hasta el domingo, Día de la Mujer; pero no le alcanzó para disfrutar del último clásico Madrid-Barça. Fue un amante entendido del balompié y barcelonista hasta la médula. Descubrió su amor por el juego gracias a la selección húngara que perdió la final del 53 frente a Alemania, pero dando una lección de estrategia. Desde su columna en El Mundo Deportivo fustigó a los porteros Víctor Valdés, por no saber blocar el balón, y al mismísimo Ter Stegen, por su inconsistencia en el área pequeña. La pelota al pie exigida por sus dioses heréticos –Di Stéfano, Cruyff o Messi– le abría el apetito del alma con una fuerza más incontenible que los hexámetros de Virgilio. Pero a condición de que fuesen recitados a gran velocidad, porque se juega como se vive: “El fútbol es dinámica de lo impensado” , escribió Dante Panzeri.