La visión de Heidegger
La histeria que hoy en día domina todos los debates ideológicos ha convertido al gran filósofo alemán en un maldito, igual que le ocurrió a Céline en literatura
8 octubre, 2019 00:00“Dirigirse a una estrella, sólo eso” fue el aforismo que Martin Heidegger eligió como epitafio. La imagen quizá resume como ninguna otra la terquedad y la obstinación de un pensamiento que incendió la filosofía occidental con una pregunta que desde entonces aún no ha podido contestarse: ¿por qué hay ser y no hay nada? Este otoño se cumplen cien años del inicio de la carrera docente de Heidegger, primero en Friburgo, como asistente de su maestro Husserl, luego en Marburgo y, al final, ya como catedrático, otra vez en Friburgo. Probablemente no haya habido en el siglo XX un filósofo más controvertido que él, tanto por la radicalidad de sus preguntas como por su vinculación con el nazismo, un episodio sobre el que cada año se aportan nuevas pruebas o interpretaciones. Y a pesar de todo, como señalaba Hans Georg Gadamer, uno de sus discípulos, no se le puede pasar por alto ni nadie ha ido más allá de él en las cuestiones que indagó. De hecho, la obra de Heidegger ha demostrado una extraña resistencia al paso del tiempo, superando por una parte a muchos de sus seguidores y acompasándose por otra a todas las crisis con las que nos hemos ido encontrando en las últimas décadas. Buena parte de las urgencias que hoy en día nos interpelan –desde la amenaza atómica hasta el cambio climático– están de alguna manera ovilladas en las especulaciones de Heidegger sobre la relación del hombre con la técnica.
Como recordó Hannah Arendt, también discípula suya, cuando Heidegger empezó a enseñar se extendió por Alemania el rumor de que había nacido el rey secreto de la filosofía y de que otra manera de pensar había vuelto a ser posible. Como tantas otras cosas, la filosofía se había estancado en escuelas caducas e inoperantes. Heidegger, en cambio, volvía a filosofar, una actividad que no suponía la transmisión de conocimientos fosilizados, sino la recuperación de la palabra viva, el dialégesthai platónico, que para él siempre tuvo más preponderancia que la escritura. Heidegger había empezado como teólogo protestante para abrazar luego la fenomenología de Husserl, el primer intento que hubo en Europa de superar el estancamiento de la metafísica.
Aunque toda la vida siguió siendo un fenomenólogo, en Ser y tiempo (1927) Heidegger concentró la filosofía en una pregunta que le estalló en las manos. Durante el curso de 1924 a 1925, en Marburgo, Hannah Arendt asistió al seminario que el joven filósofo impartió sobre el Sofista de Platón, siguiendo la problemática ahí expuesta no desde un punto de vista histórico sino mediante una serie de interrogantes que al final convirtieron un texto milenario en una discusión actual. Por ese camino, Heidegger llegó a la cuestión irresuelta del ser, formulada y luego abandonada por los griegos. Hasta entonces y a partir de Platón y Aristóteles, la metafísica se había ocupado de los entes –ya fuera Dios como ente supremo o de los seres vivos y las cosas como entes destructibles– olvidándose del fundamento de la existencia.
Aunque toda la vida siguió siendo un
La época más polémica de la biografía de Heidegger, en la década de 1930, cuando fue nombrado rector de la Universidad de Friburgo, en pleno fervor nazi, coincide también con lo que se ha llamado die Kehre, el viraje en su obra posterior a Ser y tiempo, un tratado para el que anunció una conclusión que nunca llegó, poniendo con ello de manifiesto la dificultad o imposibilidad de cerrar su ontología fundamental. Como ha dicho Arturo Leyte –junto a Felipe Martínez Marzoa, quien mejor ha entendido al filósofo en España–, Heidegger se aproxima al ser como un fotógrafo que fuera realizando distintos revelados de una imagen que no llega a surgir. Y esa es la cuestión más inquietante.
A partir de 1930 y hasta después de la guerra, Heidegger empieza a indagar en torno al origen de la verdad, remontándose al significado primitivo de la alétheia griega, entendida no como nuestra veritas latina –un concepto que tendría que ver con el imperio y el dominio– sino como lo que etimológicamente puede traducirse por lo que deja de ser olvidado o, en su propia jerga, lo desoculto. La verdad, por tanto, no es lo que se aloja en el enunciado, de acuerdo con una coincidencia forzada entre lógos y pragma, entre proposición y cosa, sino más bien un acontecer que se experimenta, idealmente, en la obra de arte, que a su vez funciona como una rasgadura de la que emerge el ser.
Parece, de algún modo, que esa atención hipnótica a esa otra verdad hubiera abocado a Heidegger a una hermenéutica que por sí misma descartaba la ontología prometida. A partir de entonces, su pensamiento dialoga sobre todo con los poetas –con Hölderlin, eminentemente– acercándose cada vez más él mismo a una expresión poética que desecha, una y otra vez, las tentaciones de explicación científica de la existencia. De acuerdo con esa visión, el hombre no es el señor de lo ente sino el pastor del ser y el lugarteniente de la nada. El lenguaje no es nuestro instrumento sino que nosotros somos sus criaturas. El olvido del ser está relacionado con el descuido de la dimensión poética del lenguaje, que, al igual que la existencia, intenta ser reducido a funciones estrictamente pragmáticas. La ciencia no piensa. El verdadero pensar está aún por venir.
La histeria que hoy en día domina todos los debates ideológicos ha convertido a Heidegger en un maldito, como le ocurre también en el campo de la literatura a Louis-Ferdinand Céline. Uno y otro parecen soportar a solas el oprobio de su época, como si de pronto despertáramos ingenuos de la pesadilla del siglo pasado. Y la verdad es que para entender a Heidegger no podemos aferrarnos al tópico, ni a favor ni en contra. No es cierto –como pretendió, por ejemplo, Hannah Arendt– que su vinculación con el nacionalsocialismo fuese pasajera, pero al mismo tiempo no hay tampoco, a mi juicio, ninguna idea nazi que aguante la complejidad de su pensamiento. De hecho, Heidegger fue pronto sustituido en la propaganda del movimiento por agitadores de tercera. Al final de la guerra, los aliados, al examinar su caso penal, no entendieron ni una palabra de sus escritos y tuvieron que acudir a Karl Jaspers, que informó a favor de la expulsión temporal de la docencia de quien había sido su amigo; pidiendo, eso sí, que se le concediera una pensión para que pudiera seguir investigando.
Heidegger nunca se retractó de su error ni pidió disculpas por ello, a pesar de las peticiones explícitas que le hicieron, entre otros, Jaspers o Marcuse. Hannah Arendt, en un apunte de 1953, poco después de retomar la relación con su maestro, escribió una especie de apólogo en el que comparaba a Heidegger con un zorro que había hecho de su trampa su madriguera. Y Gadamer le dijo una vez a George Steiner: “Martin era el más alto de los pensadores y el más ruin de los hombres”. Hay, de todos modos, algo radical en su silencio que nos concierne, sin que deje de repelernos.
Durante el semestre de invierno de 1942 a 1943, en plena guerra, Heidegger dictó un curso sobre Parménides, uno de los “pensadores del inicio”, junto a Heráclito y Anaximandro. El curso fue en realidad una larga meditación en torno a los orígenes de la verdad, de la alétheia griega. Al final de su espectacular viaje, Heidegger concluye que no sabemos lo que es la verdad en la que por otra parte vivimos y que por ello tampoco nos conocemos a nosotros, añadiendo que ese no saber es el fundamento del verdadero pensar. En esa deconstrucción del sistema filosófico occidental hay algo a la vez asombroso y terrorífico. La alétheia, tal y como él la expuso, es algo que en realidad no podemos soportar. Su pensamiento parece apelar a un ethos, entendido como morada, anterior a la configuración de toda ética y que supone, simultáneamente, tanto una salvación como una condena. Las trazas sin meta del bosque que eligió en sustitución de los caminos nos dejan en un ámbito premoral y prepolítico donde sólo se ve al hombre como criatura deinós, el adjetivo de Sófocles que se puede traducir por asombroso, espantoso o sobrecogedor. Ese es el precio que pagó por dirigirse solo a una estrella y ahí radica aún la onerosa complejidad de su legado.