Dios, nación y marcos mentales
Por mucha reivindicación que se ha hecho del materialismo durante siglos y siglos, el idealismo subjetivo es tan tentador que retorna una y otra vez hasta condicionar o determinar la vida cotidiana. Decía Georges Berkeley, filósofo irlandés del siglo XVIII, que el mundo se compone únicamente de entidades mentales, de pensamientos, uno sólo existe porque percibe y es percibido.
La primera duda que podía generar su interpretación del mundo era la permanente desaparición de los objetos o de las personas si no son vistas por alguien, la solución de Berkeley fue recurrir a Dios, que todo lo ve. Pero había una segunda inquietud aún más compleja: una misma cosa puede verse de dos maneras distintas según la persona que lo contemplase, como sucede con las tan discutidas ilusiones ópticas. Salvo que una verdad superior --Dios, nación, etc.-- desempate, uno puede estar de algo seguro: existo en tanto que percibo. La consecuencia es el ombliguismo, personal e irreconciliable: el mundo existe porque yo lo veo desde mi propio marco mental. Y si uno puede confirmar que está en lo cierto y punto --con el recurso a la verdad superior, si lo cree necesario--, imagínense hasta dónde puede llegar esa persona para imponer sus argumentos.
Los marcos mentales, construidos sobre argumentos inoculados desde la más tierna infancia por repetición o por herencia, generan rígidas representaciones prácticamente indestructibles. Pensemos en un capillita del sur cuya vida gira alrededor de su cofradía y su calendario anual tiene como punto culminante la Semana Santa, ocupando el espacio público hasta hacerlo suyo. ¿Quién se atreve a negar que ese mundo existe racional y aparentemente? Es perceptible por el conjunto de insignias, colores, imágenes mortificadas, etc. que portan y que tienen como fuente última y legitimadora la verdad divina. Pensemos en un independentista del norte cuya vida gira alrededor de su esplai y su calendario tiene como punto culminante el once de septiembre --o el próximo uno de octubre--, ocupando el espacio público hasta hacerlo suyo. ¿Quién se atreve a negar que ese mundo existe racional y aparentemente? Es perceptible por el conjunto de insignias, colores, iconos victimistas, etc. que portan y que tienen como fuente última y legitimadora la verdad nacional.
Los marcos mentales hacen la vida más placentera o plena al adaptar o construir la realidad, la de fuera, en tanto que es también una elaboración de la propia mente. Pero lo más paralizante es que muchas personas seleccionan, quizás inconscientemente, aquellas experiencias que refuerzan sus creencias y que les permiten defender como única verdad su propio marco o seguir en su grupal zona de confort. Leen unos diarios y no otros, ven unos programas de televisión, escuchan unas tertulias de radios, siguen en las redes unos opinadores, no necesariamente porque les aporten argumentos críticos sino porque les refuerzan sus representaciones mentales ya establecidas.
El principal problema se genera cuando se desprecia a quien piensa diferente o no comparte tu proyecto religioso o nacional de liberación comunitaria. Hace siglos que los filósofos están planteando posibles salidas a ese bucle solipsista, melancólico e intolerante. Quizás la mejor lección sobre lo absurdo que es imponer el marco mental como la única idea real y verdadera la dio Voltaire cuando se burló de Berkeley explicando qué sucedía cuando un hombre fecundaba a una mujer. En ese momento lo que ocurre, comentó el filósofo francés, es que una idea se aloja en el interior de otra idea, y es entonces cuando todo se complica aún más: nace una tercera idea. Fue una ironía, pero quizás con más goce y más mestizaje se encuentre la única solución al problema (pluri)nacional: romper los marcos mentales.