La danza de la muerte
Aunque ahora parezca increíble, hubo un tiempo en que en las tiendas de fotografía había colas para revelar las fotos de las vacaciones, de los cumpleaños, de los festivales de fin de curso, de las celebraciones en general. Luego venía la laboriosa tarea de ponerlas en el álbum, con comentarios de todo lo que habíamos hecho y visto y se añadían las entradas de los museos, los billetes de tren o de avión, y cualquier otra cosa que certificara que sí, que habíamos estado allí. Me consta que todavía hay quien lo hace, siguiendo esta tozuda costumbre de conservar los recuerdos en papel. Ordenar un armario supone asumir el riesgo de encontrar todas esas fotografías, unas en blanco y negro, las más, en color. Además de ver a los que ya no están, vas haciendo un apretado resumen de lo que ha sido tu vida. Algunas imágenes duelen, otras, te traen buenos recuerdos.
En septiembre de 2006 estuve en Venecia y todavía conservo el programa de un concierto en la Chiesa San Vidal, donde con una sonoridad perfecta escuchamos piezas de Vivaldi, Dragonetti y Paisiello y al terminar, compré un cd de los intérpretes en el que, entre otras, está la Danza Macabra de Camille Saint-Saëns. Dicen que el compositor se inspiró en 1874 en el poema de Henri Cazalis, que quiso recoger la tradición medieval sobre la muerte: nos iguala a todos, no conoce de estamentos ni de clases sociales, ya que, por desgracia, la Parca nos espera tarde o temprano para llevarnos con ella. Muchas de estas danzas macabras se representaban teatralmente en el siglo XIV. En ellas desfilaban representantes de la nobleza, el clero y la plebe y contenían la moraleja de que los goces mundanos terminan pronto, hay que prepararse para la otra vida, en la que ocuparemos el lugar que nos corresponde según hayan sido nuestras obras terrenales. La mayoría de autores coinciden en que las epidemias de peste negra que asolaron Europa y dejaron a la población reducida a menos de la mitad motivaron una mayor reflexión sobre la fugacidad de la existencia.
La muerte nos iguala a todos, no conoce de estamentos ni de clases sociales, ya que, por desgracia, nos espera tarde o temprano para llevarnos con ella
En La máscara de la muerte roja, publicado en 1842 (recomiendo también la versión cinematográfica rodada en 1964 e interpretada por Vincent Price y Hazel Court), Edgar Allan Poe describe de forma magistral al príncipe Próspero y a sus cortesanos que para huir de la peste se refugian en una abadía fortificada. Aislados de la epidemia se abandonan a una fiesta de carnaval eterna. Amparados por sus bienes creen que conseguirán escapar, ellos son algo más que el resto del mundo que sucumbe a la plaga que les rodea. Y se equivocan, porque la muerte tiene el mal gusto de no respetar las convenciones sociales.
Todo parece tan evidente que casi huelgan los comentarios, pero lo cierto que seguimos cubriéndonos de distinciones, de signos de autoridad, de bienes materiales para marcar la diferencia con respecto de los demás. Nos pasamos la vida creyéndonos distintos, especiales, sufriendo por ello, sin darnos cuenta de que desnudos frente al espejo, todos somos iguales y de que la muerte vendrá, cuando toque, a invitarnos a danzar con ella. Y que no admite un no por respuesta.