Los pioneros españoles de la ciencia ficción / DANIEL ROSELL

Los pioneros españoles de la ciencia ficción / DANIEL ROSELL

Ficción

Los pioneros de la ciencia ficción en España

Unamuno, Gómez de la Serna, Azorín o Ramón y Cajal, junto a otros intelectuales, usaron el género científico para experimentar con nuevas formas literarias

24 abril, 2021 00:10

Contienen los relatos de ciencia ficción una reflexión torcida sobre el presente. Un buen alijo de sus miedos, sus conflictos y sus esperanzas. La fiabilidad del progreso, los avances científicos y tecnológicos, las condiciones de vida y los métodos de control político e ideológico son algunas de las cuestiones que plantea un género que, frente a la cercanía y la claridad de las narraciones realistas, ofrece al lector una oportunidad de conocimiento desde el código de la distancia y del extrañamiento. También es posible hallar en estas fabulaciones un sentido de la maravilla, una tentativa hacia el horror, una cavidad de cuentos de hadas y, en ocasiones, hasta un deseo, un impulso de fuga.  

A pesar de que, forzando los límites de la fórmula, podrían encontrarse ejemplos en las más antiguas literaturas, los críticos e historiadores coinciden en que la ficción científica surgió a mediados del siglo XIX, a consecuencia de esa nueva manera de entender el mundo provocada por el desarrollo de los saberes y por el papel central que éstos otorgaban al ser humano, capaz de poner la naturaleza a su servicio. Muchos de sus autores –Edgar Allan Poe, Mary Shelley, Thomas Moore, Julio Verne y H. G. Wells, entre algunos de los nombres fundamentales– combinaron la calidad literaria con un arrollador éxito comercial, que se plasmó en ventas, traducciones y lecturas. 

En las letras españolas, el periodista gerundense Nilo María Fabra (1843-1903), el militar y geógrafo madrileño José de Elola (1859-1933), quien utilizó el pseudónimo Coronel Ignotus, y el ingeniero y profesor de contabilidad segoviano Jesús de Aragón (1893-1973), que firmaba sus libros como Capitán Sirius, cultivaron la ficción científica de forma sostenida a lo largo de su trayectoria, pero éste no prendió en otros de forma generalizada. Las razones de esta limitada repercusión se podrían encontrar tanto en el secular retraso científico del país como en el escaso prestigio de la literatura de género, considerada de menor calidad y sometida irremediablemente a las reglas del mercado.   

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Retrato de Ramón Gómez de la Serna, realizado por Alfonso Sánchez Portela / MUSEO NACIONAL REINA SOFÍA 

Pero, tal como desvela Mundos al descubierto. Antología de la ciencia ficción en la Edad de Plata (1898-1936), compilación a cargo de Juan Herrero-Senés publicada por la editorial Renacimiento, la ciencia ficción se convirtió en un campo de experimentación para muchos narradores españoles. Aunque apartadas por lo general del núcleo de la producción de sus autores, surgieron obras –mayoritariamente, cuentos y novelas cortas– que aspiraban a poner en cuestión el rumbo nacional, las nuevas ideologías y los límites científicos mediante el recurso a seres artificiales o de otro planeta, hechos apocalípticos, realidades distópicas, científicos disparatados o futuros lejanos.

En opinión de Herrero-Senés, “la manera en que los escritores españoles se acercaron a la ciencia ficción puede describirse como incursiones. Es decir, numerosos prosistas, muchos de ellos de primer rango (Unamuno, Baroja, Azorín, Araquistáin, Fernández Flórez, Pérez de Ayala o Gómez de la Serna, por citar a los más destacados), decidieron en determinado momento probar ese modo oblicuo de mirar o ese tema poco acostumbrado y alejado de los ejemplos aportados por la realidad, casi a modo de probatura, experimento o juego en algunos casos, de igual forma que coquetearon, por ejemplo, con el relato histórico o los modos de lo fantástico o lo terrorífico”. 

De Ángel Ganivet es el texto más antiguo reunido en la antología Mundos al descubierto. Publicado de forma póstuma en 1899, el escritor y diplomático propone en Las ruinas de Granada un relato fantástico sobre la visita de un poeta y un sabio a la ciudad andaluza, arrasada por un volcán. En uno de los más recientes, El dueño del átomo, publicado en 1928 en Revista de Occidente, Ramón Gómez de la Serna vaticinaba las repercusiones de la invención de la bomba atómica a través del pensamiento de un científico obsesionado con la nueva forma de energía: “Ese átomo desenlazado será como el verbo de la creación y contará la historia de los mundos…”.           

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Soldados con máscaras de gas en la Primera Guerra Mundial

En su análisis, el antólogo Herrero-Senés enumera algunas líneas comunes entre los autores de la Edad de Plata –término acuñado con éxito por José Carlos Mainer– que se adentraron en el género de la ciencia ficción. Así, predomina en ellos, por lo general, la cautela y el pesimismo. “Ante las nuevas realidades sociales y materiales, los escritores suelen suponer que la situación histórica va a empeorar”, recalca, al respecto, el antólogo, quien añade: “Esto es, la ficción trasluce desde su inicio desconfianza frente a lo nuevo y lo desconocido, miedo a lo que pueda perderse o a la ruptura de reglas y patrones asentados y frente al comportamiento individual o colectivo”. 

Como consecuencia, se muestran escépticos con la idea de desarrollo y conciben que los avances comportan la pérdida de valores, actitudes y realidades esenciales para el ser humano. Predominan, por tanto, entre ellos las posiciones conservadoras sobre la familia, los valores morales y el papel de las colectividades. “El progreso, en tanto que avance civilizatorio material, se sitúa a menudo en contraposición a la cultura, entendida como repositorio humanístico de base tradicional y cuya prevalencia es de alguna forma indiscutible”, expone el responsable de Mundos al descubierto. Antología de la ciencia ficción en la Edad de Plata (1898-1936).

Al mismo tiempo, la ciencia ficción española situó la acción de sus narraciones lejos del ámbito local para presentar historias más ambiciosas que afectarían al futuro del planeta. Vinculado a lo anterior, los textos suelen presentar una reacción a hechos de gran trascendencia internacional, como la Revolución rusa y el ascenso de los totalitarismos. “Proletariado de los insectos, marxismo de las selvas de África”, anota Agustín de Foxá en Profecías y símbolo de las termitas (1935), donde plantea un símil entre la dictadura del proletariado y el universo de los isópteros. “Para organizar su régimen despiadado carecen de la vista y del seso”, opina el escritor y diplomático. 

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Retrato de Santiago Ramón y Cajal, de Joaquín Sorolla (1906) / MUSEO PROVINCIAL DE ZARAGOZA 

De la Gran Guerra, por ejemplo, hay abundantes ecos. Nada extraño si se tiene en cuenta el impacto de la contienda europea en la sociedad de la época, que ignoraba que una matanza pudiera alcanzar tanta crueldad y tantos muertos. Así, Félix Lorenzo denunciaba en Los rayos paralizantes (1914) cómo la escalada armamentística era fruto de la envidia entre los gobernantes, mientras que, dos años después, José Ortega Munilla, recordado como el padre del filósofo José Ortega y Gasset, imaginó en Páginas del año 2016 que el combate duraba más de un siglo, fijando así su desilusión y su pesimismo ante la magnitud del conflicto.     

En el ámbito formal predominan los textos breves, fundamentalmente el cuento, el apólogo o la novela corta. Existen ejemplos de obras de teatro y de novelas largas ‒por ejemplo, El anacronópete (1887) de Enrique Gaspar, en la que se registra la primera mención de la máquina del tiempo‒, pero las superan en número las de menor extensión. Este hecho está relacionado no sólo con el carácter periférico de la ciencia ficción y su vocación de laboratorio, sino con el importante caudal de plataformas que reclamaban en la época textos breves, como las colecciones de novelas cortas y los folletines por entregas que insertaban periódicos y revistas. 

Ese público lector comenzó a mostrar interés por los relatos en torno a los límites del conocimiento, representados éstos por investigadores ambiciosos y experimentos oscuros. Ese dilema está presente en los relatos La voz de la sangre de Ángel Marsá –autor, junto a Luis Marsillach, de La montaña iluminada sobre la Exposición de Barcelona de 1929–, quien presenta a un joven e idealista científico que se enfrenta a un duro episodio familiar tras hallar un método infalible para resolver asesinatos, y Fraternidad de Alfonso Hérnández Catá, donde plantea cómo afrontan dos hermanos la cuestión de construir un arma de altísima capacidad destructiva

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Reproducción del capítulo III de El anacronópete, la novela de ciencia ficción de Enrique Gaspar / BIBLIOTECA NACIONAL DE ESPAÑA 

En otras ocasiones, se ofrecieron historias utópicas, es decir, sobre lugares inexistentes en los que rigen normas sociales inéditas. Ocurre así con Ataraxia, la isla creada por José Martínez Ruiz, Azorín, en Los intelectuales (1928). De tono amable, la propuesta del autor de La voluntad sondea la existencia de una sociedad que ha suprimido los impulsos creativos y del conflicto que surge cuando los escritores deciden producir poemas y ficciones. En opinión del responsable de Mundos al descubierto, se trata de “una reivindicación del trabajo intelectual como vanguardia de las transformaciones en el terreno de las ideas que acaban produciéndose en la sociedad”.  

Estas propuestas no dejan de lado el humor, según se deduce del volumen editado por Renacimiento, antología que tiene, entre otras virtudes, la de dar a conocer textos y autores poco transitados. Son los casos de José Fernández Bremón, quien ofrece una historia disparatada sobre un casco que impide que las ideas propias sean utilizadas por otros (Telegrafía intelectual, 1904); Eduardo Bertrán Rubio, que aborda las consecuencias de un aparato capaz de leer la mente y convertir esa información en imágenes visibles (Un invento despampanante, 1906), y Alejandro Larrubiera y La mujer número 53 (1904), en la que fantasea con la posibilidad de cambiar de cuerpo y de condición sexual. 

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Portada de la antología Mundos al descubierto. Antología de la ciencia ficción en la Edad de Plata (1898-1936) / RENACIMIENTO

Otras veces la ficción científica se convirtió en el fuego creativo de autores consagrados en el canon literario como Unamuno, quien imaginó en Mecanópolis (1913) la llegada de un hombre desorientado a una ciudad habitada por máquinas extremadamente avanzadas, y como Emilia Pardo Bazán, muy atenta a las nuevas tendencias literarias. Así, la primera novela de la gallega, Pascual López: autobiografía de un estudiante de medicina (1879), se considera un ejemplo temprano de ciencia ficción al presentar como protagonista a un científico capaz de crear oro, mientras que En las cavernas (1912) ficciona sobre cómo serían los primeros pasos del hombre en la Tierra. 

Por último, la literatura sirvió, en ocasiones, como salida o entretenimiento para los científicos. Santiago Ramón y Cajal, quien logró el premio Nobel de Medicina en 1906, cultivó la escritura de cuentos de ciencia ficción, a los que denominaba “narraciones pseudocientíficas” y que reunió en 1905 en el volumen Cuentos de vacaciones. “Ha costado mucho trabajo extirpar aquellas generaciones de idealistas, de poetas, de soñadores, de místicos, de filósofos, de románticos, que falseaban la ciencia y maltrataban sus escasas calorías intelectuales, que tan útiles hubiesen sido como fuerzas motrices con aplicación a la industria”, anota el histólogo en La vida en el año 6000, toda una revelación de escritura y de pesimismo. También de ciencia ficción.