'Homenot'  John Le Carré / FARRUQO

'Homenot' John Le Carré / FARRUQO

Ensayo

Le Carré, nuestro hombre en todos sitios

El novelista por antonomasia de la Guerra Fría, que ejerció de espía antes de recluirse en su retiro de Cornualles, se despide embozado en su eterna gabardina blanca

15 diciembre, 2020 00:10

El espía era un ser encerrado en una espaciosa jaula, en un solar de eterna inquietud. Sus mayores éxitos no se celebraban; a lo sumo podían contemplarse tomado un té en la berlinesa Friedrichstrase, frente al Checkpoint Charlie, el mítico paso fronterizo en pleno muro por donde se intercambiaban prisioneros entre el Pacto de Varsovia y la OTAN. Allí, donde hoy se cruzan barrios sometidos a la expansión gentrificada, como Mitte y Kreuzberg, se producían los momentos plácidos del ex jefe del KGB, inspirador de novelas como El espía que surgió del Frío o El Topo. 

Su mundo, bellamente expresado, va desde el gran fresco del tiempo de los espías hasta la llegada de la Perestroika, reflejada en La casa Rusia, ambientada en Moscú en 1989 y salpicada de personajes como un editor inglés establecido en la capital rusa, un científico que amenazaba al bloque del Este pasando sus secretos al lado Occidental y una mujer compartida entre ambos. El cine dio buena cuenta de esta historia terminal, con Sean Connery y Michelle Pfeiffer, dirigidos por Fred Schepisi. Gracias al escritor John Le Carré y a sus invenciones, hoy sabemos que los espías son portadores de un hermoso error que está por encima de la podrida verdad. 

John le Carré, en una imagen de archivo en 2014 / EL ESPAÑOL

John le Carré, en una imagen de archivo en 2014 / EL ESPAÑOL

Se cumplen ochenta años de los Procesos de Moscú, el aterrador juicio a los mejores hombres de la Tercera Internacional, como Zinóviev, Bujarin o Kamanev, asesinados por falsas conjuras contra Stalin; eran opositores de corazón, una mezcla entre la estirpe de Arthur Koestler y el dictum de Unamuno: “Díganme de qué se trata, para oponerme”. Pues esa es la piel de los espías de Le Carré, solo que, en su caso, los antiguos héroes han ganado en arte y han perdido en convicción, afortunadamente. Entre la panoplia de la KGB frente al MI6 y El sastre de Panamá, el maestro del espionaje desviste el santo de la Guerra Fría y se mete en la intriga irónica de las traiciones y desventuras de la Perestroika. Lo que en su día fueron las últimas palabras entre los dos bloques se convierten en escaramuzas más o menos cómicas entre listillos a punto de extinguirse por mucho que, en otro tiempo, tuvieran en sus manos el destino de la conflagración planetaria. 

Le Carré fue al encuentro del destino de la humanidad en los años del miedo atómico, pero cuando todo terminó gracias a la Guerra de Galaxias de Reagan y al miedo de Gorbachov, se reveló la relatividad de los héroes y el poder oculto en manos de los oficios menores, como el de un sastre británico reclutado por el servicio secreto en Panamá con el objetivo de socavar información de sus clientes pertenecientes a la oligarquía estatal a cambio de dinero. Al final, El sastre de Panamá es el menestral que se lo lleva crudo, mientras los veteranos espías, todavía dependientes de sus gobiernos, se han convertido en simples piezas de un enjuague que los supera. En el cine, Geoffrey Rush, Pierce Brosnan y Jamie Lee Curtis se encargaron de llevar al sastre a la gran pantalla bajo la dirección de John Boorman.

El espía, Le Carré

El siglo de la intrigas militares se engrandeció tras el desembarco de Normandía, gracias a Garbo (el espía aliado de origen español) que burló a la Luftwaffe alemana aquel Día D, Hora H; la intriga atravesó medio siglo y se extinguió a lo largo de los noventa. El equilibrio británico y la Ostpolitic germánica sostuvieron las ansias expansionistas de la Internacional Soviética y cuando todo acabó solo quedaba el mito, un campo de minas hecho de malentendidos y traiciones, que tras formar una mole metafórica se ha resignado a desaparecer hasta la madrugada de pasado domingo, cuando el director de la Agencia Literaria, Curtis Brown Group anunció el fallecimiento de David Corwell, conocido por el seudónimo de John Le Carré, vecino de Cornualles. 

Lo recordaremos tocado con el clásico gorrito de pensionista británico y una elegante gabardina blanca que lucía indistintamente contra la lluvia o el calor. El último Le Carré confesó haber atravesado una gran batalla moral acerca de la integridad; echó mano de la política (o de la moral política, no de la ideología) como lo hizo Albert Camus para iluminar sus creaciones más allá de las letras. Se mostró como era, un hombre sabio al margen del mundo; instalado cerca de Land’s End, al suroeste de Inglaterra, en Tregiffian, lo que él llamaba un refugio junto al mar. 

Volar en círculos

En los años 50, el escritor había empezado a colaborar con los servicios secretos británicos hasta convertirse en miembro del MI5 (la inteligencia interior) en 1958, y dos años más tarde ingresó en el MI6 (espionaje exterior), que lo destinó a Alemania. En 1964 debió abandonar los servicios tras ser revelada su identidad por el agente doble Kim Philby, tras lo cual decidió consagrarse plenamente a la escritura, que ya había iniciado de tapadillo en su etapa como espía. Javier Valenzuela escribe hoy que Le Carré contaba verdades como puños y podríamos añadir que regaba estas verdades con una punta de moralina, algo alejada de la realidad nihilista de los bloques y sus instigadores. 

Desde su personaje central, el espía jefe George Smiley, el escritor matizó a menudo la diferencia entre el mundo humano de la inteligencia británica, dependiente de las aprobaciones del 10 de Downing Street y el despótico poder soviético, en manos de jefazos con el crimen arbitrario marcado en el rostro. Razón llevaba, pero conviene relativizar la bondad y la maldad del crimen de Estado, especialmente hoy, cuando la Academia Británica le agasaja como inventor de los usos de la palabra Topo (el espía enmascarado, el ronco o la fuente infiltrada).

Hoy medio Londres recuerda sus éxitos y especialmente este mismo Smiley, tras la máscara del actor Alec Guinness, que después de la gloria en el cine fue convertida en serie por la BBC. En el mundo del espectáculo, encarnar al gran espía ha supuesto peleas galantes, con puñales debajo del mantel, igual de encarnecidas que cuando se trata de Hamlet. Durante los mejores años de Le Carré, llegó un momento en que hacer de Smiley en el celuloide era como competir con Laurence Olivier o Kenneth Branagh para ser el príncipe de Dinamarca en la Royal Shakespeare Company.

El cine le dio lo que no podía ofrecerle la literatura, a pesar de que El espía que surgió del frío recibió el galardón de la mejor novela de espionaje de todos los tiempos, por la revista Publishers Weekly, y de que forma parte de la lista de las 100 mejores de la Mystery Writers of America. Un día, con la historia arrastrada por el agua que corre debajo de los puentes, una televisión quiso sentarlo junto a Markus Wolf, el ex jefe de la Stasi, la secreta de la DDR (Alemania del Este), pero él se negó en redondo, recurriendo al argumento moral.

Debió ser como hacer de Churchill, cuando habló de la unidad de la democracia liberal después de derrotar al Hitler, pero con el general De Gaulle retorciéndose el bigote a su lado. Nunca pidió más que una buena versión de su letra; la que dio, por ejemplo su espía frío en la película de Martin Ritt, protagonizado por Richard Burton. A lo largo de su extensa carrera llegó a publicar 25 novelas. La última, cuando tenía 88 años, Un hombre decente, tres años antes de dar a conocer una autobiografía reveladora, Volar en círculos, en la que explicaba que a los cinco años fue abandonado por su madre y que su padre lo maltrataba. 

un hombre decente, Le Carré

Algunos han calificado su dura experiencia infantil como el origen del espía capaz de todo. Pero se quedan en la anécdota. Le Carré nació al mundo con la experiencia sentimental del patriota, como el Julien Sorel de El Rojo y el negro de Stendhal, aunque no tengan ninguna relación. Se fortaleció militarmente dispuesto a defender a la Corona contra los enemigos soviéticos, como antes lo fueron los alemanes. Pero su encuentro con el mundo real lo transformó de inmediato. 

Le Carré ha sido uno de esos hombres que en el momento de abrazar una causa empiezan a cuestionarla. Y como solución, se entregan al artista que llevan dentro. Su versión del mundo contemporáneo es diversa; resulta imposible no reconocerle la elegancia, y desde luego, debe uno inclinarse ante su rectitud. Le Carré no hace trampas y se desplaza con desdén sobre el campo de minas de la literatura de nuestro tiempo. No fue un intelectual atrapado por el hedor y la ignominia que rodea la contrainformación; no hubiese llegado al suicido como lo hicieron Benjamin y Carl Eistein. Él se ha limitado a morirse de un cáncer, una enfermedad venal y en absoluto heroica. Supo certeramente que el MI5 es lo menos parecido al cine de masas, llevado por  una caterva de laboratorio y efectos especiales, como el detestable agente 007:  “Ser agente secreto es divertidísimo, es un trabajo apasionante, un auténtico subidón. No es como lo de James Bond, se parece más bien al buen periodismo: descubrir lo que hay realmente detrás de las cosas, meterse en el funcionamiento profundo de la sociedad”, explicó a Xavi Ayén. 

En 2001, con El Jardinero fiel, escritor cambió de registro; se adentró en los intereses de la industria farmacéutica y habló de ensayos realizados a niños africanos. La historia arranca con el asesinato de una joven y su supuesto amante, un médico que trabaja en una ONG en Kenia. El marido, un diplomático aficionado a la jardinería, investigará la muerte de su esposa. A Le Carré le ha faltado poco por pillar el laberinto mercantil de las vacunas del Covid, una enfermedad descartada por el mismo equipo médico que certificó su muerte el pasado sábado. El Jardinero fue también llevada al cine –Ralph Fiennes y Rachel Weisz y dirigida por Fernando Meirelles– me atrevo a decir que prematuramente. En fin, la nueva pandemia y sus secretos hubiesen sido un campo abonado para el sabio de Cornualles.

Ha desaparecido un ciudadano del mundo de marcado respeto por las culturas minoritarias; Le Carré hablaba el catalán que le enseñó su nieta, que ha estudiado arte dramático en Barcelona, porque “ya no hay que ir al West End o a las universidades de Nueva York para estudiar teatro. Barcelona es una referencia en artes escénicas”. Se ha extinguido, además de un buen escritor, un ciudadano concernido frente al mal: “colgar estandartes en el Camp Nou salvando la vigilancia es un peligro porque este mismo señor, que hoy pone una bandera, mañana puede llevar un arma”.