María de Austria o el despotismo puritano
La intolerancia de la soberana de Austria dejó a Viena sin muchos visitantes, como Casanova, que expresaron su malestar por la represión sexual
4 abril, 2021 00:00La imbricación entre lo privado y lo público, una constante de la monarquía absoluta, fue la característica esencial de la vida y el modo en que María Teresa, archiduquesa y soberana de Austria y de los reinos de Hungría y Bohemia, gobernó sus territorios entre 1740 y 1780. Gran estadista, convirtió un sistema político en quiebra y riesgo de desintegración en uno de los más poderosos de la Europa del siglo XVIII. Sus innegables logros fueron desfigurados por sus contemporáneos que los atribuyeron a un componente viril de su personalidad: “Por primera vez los Habsburgo tienen un hombre fuerte en el poder --escribió Federico II de Prusia--, pero resulta ser una mujer". Sin embargo, su trayectoria histórica se ha visto oscurecida por su tradicionalismo frente al cariz reformista de Federico II, su gran rival, o de su propio hijo José II, quien, enfrentándose a ella, acometió las transformaciones económicas, sociales, educativas y culturales necesarias para modernizar sus estados.
Los prejuicios raciales y la intolerancia religiosa de María Teresa se materializaron en las expulsiones de protestantes y hebreos y le granjearon el dudoso honor de ser la soberana más antisemita del siglo XVIII. Arrojó a los luteranos de Austria y los desterró a Transilvania, incluyendo a las viudas cuyos hijos fueron secuestrados y confiados a familias católicas. Su antisemitismo, rayano en la aversión, la llevó, en 1744, a no atender las advertencias de sus consejeros y expulsar a 20.000 judíos de Praga y de toda Bohemia. Por esta hostilidad hacia los judíos, Hitler y el nazismo se apropiaron de su figura y la representaron como un modelo de matrona sana, fuerte y extraordinariamente fértil (tuvo dieciséis hijos), cuya función era repoblar el mundo con vástagos arios, una imagen distorsionada pero inquietante.
Cara de perro
A diferencia de su coetánea la emperatriz rusa Catalina II, una coleccionista de amantes generosamente recompensados, el puritanismo de María Teresa de Austria la atrapó en un destino de mujer atormentada por un hombre infiel. Su marido Francisco Esteban de Lorena tuvo incontables aventuras sin porvenir y amantes duraderas, como la escultural bailarina Eva María Veigel, a la que María Teresa despachó con cajas destempladas a Inglaterra en 1740. En las décadas siguientes se le atribuyeron al emperador relaciones con la condesa de Colloredo, mujer del vicecanciller, y con la condesa Palffy, dama de honor de María Teresa, sin contar otras muchas con las que compartía veladas y cacerías. En 1757, envejecida y obesa, la soberana cumplía cuarenta años, mientras que Francisco Esteban vivía una pasión arrolladora con la joven Marie-Wilhelmine, de diecinueve años e hija del mariscal Neipperg, a la que convirtió casi en su amante oficial.
Los celos de María Teresa ante el enjambre de mujeres que mariposeaban en torno a su esposo eran la comidilla de embajadores y diplomáticos extranjeros. El conde de Podewils, ministro plenipotenciario de Federico II de Prusia, escribía a su rey en 1757: “Ella es muy celosa de este príncipe y hace todo lo posible para evitar que cobre apego a otra mujer. Siempre pone cara de perro a las damas que el emperador empieza a cortejar”. Los espías de la reina la mantenían informada de los adulterios de Francisco Esteban y, cuando las cosas iban demasiado lejos, perseguía a los compañeros de francachelas de su marido y les obligaba a abandonar la corte. Su mojigatería y las insoportables traiciones de Francisco Esteban la llevaron a declarar la guerra al sexo fuera del marco conyugal. A fines de la década de 1740, organizó una red de espionaje con el objetivo de vigilar y castigar a los culpables de adulterio o de mantener relaciones sexuales antes del matrimonio.
Comisión de castidad
En 1747, cuando sus espías encontraron a unos jóvenes en casa de una cantante de ópera, la emperatriz la hizo encarcelar y convocó una reunión urgente de la “comisión de castidad”, a la que ordenó investigar a todas las actrices, bailarinas y cantantes por ser particularmente sospechosas de acceder a los requerimientos eróticos de los hombres. Una representante del género operístico, en cuyo domicilio se encontró a un noble, fue encerrada de por vida en un monasterio de Timisoara. Los comisarios del “decoro público” eran, en ocasiones, algo más benevolentes con la aristocracia encumbrada a los más altos puestos de la monarquía, como en el caso del príncipe de Trautson, gran chambelán de la corte, al que descubrieron en compañía de una dama y tuvieron la deferencia de advertirle que se marchara porque de lo contrario se verían obligados a arrestarle también a él.
La pareja adúltera formada por la condesa Esterházy y el conde Schulenbourg huyó a Zurich para no ser represaliada. La reina solicitó entonces que la condesa fuera extraditada para recluirla en un convento. La desdichada Esterházy logró huir a Holanda y acabó mendigando por las calles. A su amante Schulenbourg se le condenó a ser a ser decapitado, aunque finalmente la reina le perdonó la vida y lo desterró. Numerosas mujeres, sobre todo extranjeras, fueron detenidas o devueltas a sus lugares de origen, como la célebre bailarina Santini, forzada a trasladarse a Venecia con una escolta armada para evitar que huyera. Es curioso advertir que el primer presidente de la “comisión de castidad” fue el propio confesor del marido de la reina, el jesuita Ignacio Parhamer.
Ni faldas cortas ni corsés
El insoportable despotismo puritano de la reina se nutría de rumores y cotilleos, a menudo infundados, a los que ella se complacía en dar crédito. El conde Silva-Tarouca, principal consejero áulico, le reprochó haber aceptado “mil acusaciones” en su mayoría inventadas. El embajador prusiano Podewils constataba: “El descontento es general y circulan numerosos escritos injuriosos contra el gobierno y, sobre todo, contra la comisión denominada de la castidad”. Pero las protestas no la disuadieron de intensificar su belicosidad contra el sexo ilícito y, particularmente, contra las prostitutas que pululaban por Viena, igual que en Londres o París. Un decreto de 1751 ordenaba la deportación de las “mujeres públicas” a Timisoara, con la prohibición de regresar a Viena. En la capital, unos trescientos policías se encargaban de perseguir no solo a las prostitutas, sino a cualquier mujer, soltera o casada, que conculcara las normas de castidad o fidelidad conyugal.
Menos riguroso, pero también dirigido contra las mujeres, fue el decreto de 1773 concerniente a la indumentaria femenina: las faldas cortas y los corsés que mostraban demasiado pecho fueron prohibidas. A la entrada de los bailes, que debían concluir a la once de la noche, se verificaba el vestido de cada una de las mujeres, incluyendo a todas las clases sociales. Los viajeros que antes iban a divertirse a Viena no regresaron. Algunos dejaron testimonio de su indignación, desde Casanova al diplomático Hennin, y hasta un profesor de derecho advertido por su hospedero de que podían entrar en su habitación los comisarios para verificar si dormía solo o con una mujer. Indignado, el catedrático escribió: “No quise permanecer ni un instante en una villa donde gente semejante, con sus espías pendencieros podían vejar a todo el mundo a su voluntad”.
La muerte de su marido en 1765 fue causa de gran aflicción para la reina. Se vistió de luto permanente y se cortó los cabellos, pero no quiso dejar las riendas del gobierno enteramente en manos de su primogénito José II, cuando aquel mismo año fue coronado emperador. Durante la corregencia los enfrentamientos entre madre e hijo fueron constantes y dolorosos para ambos. Ella, sin embargo, se aferró al poder porque era lo único que la distraía de la melancolía y los estragos de la vejez. No por ello dejó las inquisiciones y persecuciones de la vida íntima de sus súbditos hasta que falleció en 1780.