Literaturas y calendarios
Los dietarios, un género literario basado en el fingimiento artístico y documental del soliloquio, goza de una larga estirpe que se extiende desde los clásicos a nuestros días
9 enero, 2021 00:10De vez en cuando, la teoría del Big Bang se pone en entredicho. ¿Es posible que no hubiese nada antes de esa magna explosión? ¿Vamos a descreer de un Creador que todo lo hizo y caer en un deus ex machina, ese minuto cero antes del cual no existió ni el sueño de lo que existiría? Con los diarios sucede lo mismo: se da por hecho que el género surge con Samuel Pepys, secretario del Almirantazgo en la segunda mitad del siglo XVII. Pero hay antecedentes, si no en el menudeo y la minuta, sí en el concepto de escritos en los que el yo se enfrenta a sí mismo y reflexiona.
Cabe aquí encuadrar las Meditaciones del emperador Marco Aurelio, como otros reflejos del discurrir de los hombres que escogieron la vía del soliloquio más que del diálogo facilitado por los epistolarios, buena cuna también para que nazcan allí los pensamientos y la consignación del desglose, hasta la letra pequeña, de los días. Lógicamente, para hacerlo es preciso gozar de una vida relativamente libre de apremios, con excedente de tiempo que no haya de dedicarse a la mera subsistencia. El diario es el yoga occidental en el que, en vez de disolverse en el Uno, el yo gana, se reafirma uniéndose a sí mismo y comulgando con el lector si se deja abierta la puerta para que este asista, desde los bancos de atrás, a la ceremonia.
Pero volvamos al inglés inicial. Pepys llevó su diario de 1660 a 1669 (cuando empezó a tener problemas de vista), y este se ha convertido en una herramienta muy útil para el historiador, tan lleno de detalles y datos está (por ejemplo, sobre el Gran Incendio de Londres). Hay otros diarios que se escriben con el rabillo del ojo puesto en el lector, con la intención de publicarlos. No parece el caso de Pepys, que redactó el suyo sirviéndose de la taquigrafía y empleó un lenguaje en clave junto con un popurrí de idiomas entre los cuales se incluía el español. Pepys leyó con provecho a Quevedo y tenía numerosos pliegos sueltos de este, Lope de Vega, Pedro Calderón de la Barca, Juan del Encina y otros, comprados muchos de ellos durante su estancia en Cádiz y Sevilla, ciudad esta última de gran tradición impresora y en la que el diarista (ay, ya en el dique seco de la escritura) permaneció desde principios de enero a mediados de febrero de 1684.
Álvaro Cunqueiro admiró mucho el diario de Pepys, cautivado por sus pormenores culinarios. En un artículo sobre el inglés, el genial gallego recogió el óbito de su admirado escritor amigo de picardías, la carne de venado y el clarete: “Murió en la cama, y ciego, pero cada día había que cambiarle de peluca. Barrilitos de ostras en escabeche los comió hasta el final. Le gustaba oír voces de mujeres jóvenes y que contaran monedas de oro sobre la tabla de caoba de su bufete. Unas horas antes de morir, saliendo de un largo sueño, preguntó cuándo firmaban la paz los holandeses. ‘Hace más de diez años que se firmó’, le dijeron. ‘Entonces, respondió, habrá que beber por ello’. Fueron sus últimas palabras”.
Samuel Pepys
La centuria siguiente es también de inauguraciones en Gran Bretaña. Si Pepys cortaba la cinta del diario (con las salvedades antes expuestas), James Boswell arma la primera biografía moderna, narrando cotidianamente la vida del doctor Samuel Johnson, quien asimismo da el aldabonazo del diccionario de autor. Esa obra gigantesca, miniada por la devoción del escocés escueto por el inglés orondo, tiene una laguna que es sin embargo mar Atlántico: los sendos diarios que ambos llevaron a lo largo de un periplo por las Tierras Altas hasta las islas Hébridas, publicados aparte. Boswell compuso la biografía a partir de las anotaciones de su diario y de la decantación de los sucesos en su memoria de elefante. En sus manos la palabra dietario se preña de esa otra, dieta, pues va apuntando cuanto come, ¡y cuánto come!, su admirado y glotón filólogo.
En Francia, Stendhal sobresale en el diario y en ese subgénero que es el de viajes, también cultivado por el alemán Goethe en su Viaje a Iitalia. De Stendhal ha observado Antonio Muñoz Molina: “Sus diarios de hace dos siglos justos se leen como si acabaran de escribirse. O más exactamente: como si se estuvieran escribiendo ahora mismo, delante de nosotros”. Como diarios que son más bien depósitos de pensamientos descuellan el Zibaldone de Giacomo Leopardi, el Libro del desasosiego de Bernardo Soares de Fernando Pessoa o los cuadernos (Cahiers) de Maurice Barrès, de Paul Valéry o Emil Cioran.
El pesimismo del rumano es, por así decir, un pesimismo entusiasta, como están llenos de entusiasmo, pero desde el optimismo de querer aprender el oficio de zapatero o de instaurar una sociedad más o menos utópica, los Diarios de Tolstói. Luego, el ruso también cayó en la desesperación y fue protagonista de una fuga célebre, pero eso ya es otra historia. Diarios han escrito también los hermanos editores Goncourt, el encendido cristiano Léon Bloy, el militar entomólogo Ernst Jünger, el atormentado Franz Kafka (autor de la muy citada entrada “Alemania ha declarado la guerra a Rusia, por la tarde fui a nadar”), la mordaz Virginia Woolf, la casquivana Anaïs Nin, el narcisista André Gide o Miguel Torga.
Los hay también suicidas, como Sylvia Plath, Cesare Pavese, autor de El oficio de vivir, o Alejandra Pizarnik. Hay quien de algún modo “se quitó la vida” para no dar constancia de sí mismo sino de otro (como Boswell con Johnson): fue lo que hizo el argentino Adolfo Bioy Casares en Borges, donde recogió sus encuentros diarios con el autor de El Aleph y sus comentarios sobre libros, con elogios y no pocas maldades. Un caso peculiar es el de Ricardo Piglia (que nació como en el título de un poema de Borges, en Adrogué): sus Diarios de Emilio Renzi son una mezcla de notoria ficción y notaria veracidad, donde se atribuye a un alias lo propio, con bastantes gotas de vinho verde pessoano.
Los hay también suicidas, como
Si el mundo es grande, España no es una parte menor de él. Entre nosotros es insoslayable el Diario íntimo de Unamuno, como lo es el mucho más citado que leído Cuaderno gris de Josep Pla, donde hay de todo, como en botica (aunque la falta de fármacos indicados contribuyó a la propagación del virus de la gripe de 1918, motivo por el que Pla y su hermano tuvieron que volver a casa, cerrada la Universidad).
Buen literato, Manuel Azaña dejó también los diarios de un estadista con sensibilidad literaria, como esta brilló en la nieve y entre el metal de las armas cuando marchó a la División Azul Dionisio Ridurejo, autor de unos bélicos Cuadernos de Rusia y luego de Diario de una tregua. Ridruejo sufrió también el confinamiento (bien distinto al de Pla o al actual) cuando le cantó las cuarenta a Franco, desde el Cara al Sol primero y luego desde el afán aperturista. Ridruejo fue, con su esposa Gloria Ros, el traductor al castellano del Quadern de Pla. Interesantes diarios dejaron asimismo los exiliados Rosa Chacel y Max Aub, cuyo volumen La gallina ciega, entre nostálgico y vitriólico, marca un hito del género.
En tiempos más recientes tenemos los diarios de Jaime Gil de Biedma (publicados inicialmente incompletos, dadas las revelaciones escandalosas en la época), Francisco Umbral, José Jiménez Lozano, Pere Gimferrer, Carlos Barral, Ignacio López de Liaño, todos muy diferentes entre sí. En el catalán de Valencia o el de Baleares, los de los antinómicos Joan Fuster y Valentí Puig. Por el costado norte, rodeado de batasunos y ultramontanos, Miguel Sánchez-Ostiz, que ha firmado un buen puñado de entregas.
Pero no hay en toda España un proyecto en marcha de las características del llamado Salón de pasos perdidos de Andrés Trapiello, que desde El gato encerrado hasta el último tomo que ha visto la luz hasta la fecha, Diligencias, ha publicado una veintena de volúmenes que –me he entretenido en contarlas– suma ya 11.402 páginas. Él lo llama “una novela en marcha”, y se lee como tal. En los últimos años se aprecian, además, escenas que coquetean con la fantasía. Si son justamente célebres las escenas de viajes a provincias, en general tan satíricas, y las maldades sobre colegas, las estancias en el campo extremeño son impagables, y el lirismo es de ley (la mayoría de nuestros diaristas son asimismo poetas, y Trapiello uno de los grandes).
José Luis García Martín es autor igualmente de numerosos volúmenes de diarios, que desde hace mucho adelanta semanalmente en prensa y que luego recoge por año. Están hechos con los mimbres de la vida literaria y no paran barras en inventar episodios, cuentos engastados. Pronto aparecerá sobre ellos un libro colectivo coordinado desde Brooklyn por otro diarista no tan abundante pero que tiene el interés de reflejar lo español y lo estadounidense, Hilario Barrero.
¿Será por nombres? Desde finales de los años ochenta para acá, la eclosión ha sido enorme en comparación con los frutos anteriores, y hay que sumar a César Antonio Molina, José Carlos Cataño, Juan Malpartida, Eduardo Jordá, José Carlos Llop, José Manuel Benítez Ariza, Iñaki Iriarte (fenómeno de relativo éxito alcanzado en una editorial parva como lo que indica su nombre, Pepitas de Calabaza) y Jordi Doce, que acaba de publicar La vida en suspenso. Diario del confinamiento. Sí, cierto, faltan mujeres, apenas las hay. La paciente Zenobia Camprubí es una excepción (por cierto, su esposo compuso uno de sus más brillantes libros, verso y prosa, en Diario de poeta reciencasado). Chantal Maillard llevó es un breve diario de Benarés incluido en India; y también es diarista Laura Freixas.
El malagueño Rafael García Maldonado publicó hace pocos meses Diario de cabotaje, con prólogo de Sánchez-Ostiz. Allí, este se contesta a la pregunta de para qué escribir un diario: “A veces me digo que es para retener ese tiempo que se escapa y otras para hablar conmigo mismo, y otras más como desahogo”. Muchos podrían suscribirlo. A su vez, el autor de estos diarios que tienen la particularidad de estar escritos en tercera persona, confiesa en el pórtico: “Esto no es un libro, sino una purga de mi corazón”.
El malagueño
Para concluir, qué mejor que hacerlo con el más reciente y sin duda uno de los más sabrosos: Ya sentarás cabeza de Ignacio Peyró. El madrileño comienza estas páginas a los veintiséis años, edad ya tardía para los desahogos de la escritura diarística adolescente pero temprana sin embargo, en otros, para alcanzar la madurez que aquí se manifiesta plena en todas las páginas. El autor emula a Trapiello en no fechar las entradas y en combinar episodios narrados detalladamente con frases sueltas, las más de ellas aforísticas y algunas bajo la forma de afilados micro-diálogos.
Con Pepys (y Cunqueiro) comparte, además, el amor por los placeres de la vida. A la enorme cultura literaria e histórica que acumula Peyró se suman sus conocimientos de vinos y viandas y de establecimientos donde estos se sirven, más los de copas y cócteles. Nos cuela así en lugares de un Madrid selecto y a veces popular, que el yantar y mojar bien el gaznate no es algo reservado de los espacios de prosapia. A diferencia de los diarios que se centran en las idas y venidas de los escritores (esos paréntesis de sus largos periodos sedentarios), Peyró amplía el enfoque a la política, donde su prosa excelente cuaja luego en discursos de gobernantes. Por si fuera poco, ilumina los entresijos de algún medio de comunicación con una capacidad formidable para el retrato. Triunfa, claro, porque a un buen diario le pedimos no tanto que haya un excluyente yo como un hospitalario nosotros que nos cobije. El lector de este género es un vampiro incruento que afila su inteligencia, no sus colmillos, en las vidas de otros.