Ensayo

Los viudos de la monarquía y la tercera España

18 diciembre, 2020 00:30

Fue el 23 de junio de 1933, en una intervención parlamentaria sobre los problemas de Galicia, cuando Castelao pronunció uno de los calificativos más celebrados sobre el origen de algunos de los diputados republicanos presentes en el Congreso. En su defensa del Estatuto de Galicia señaló a “los enemigos de la autonomía, que son el residuo de la monarquía, que son los viudos de la monarquía, casados en segundas nupcias con la República, que son los tenorios de la política que andan a ver si deshonran a la República como antes deshonraron a la monarquía”.

Según el político galleguista, viudos eran Alcalá-Zamora, Portela Valladares o Miguel Maura, entre otros. El calificativo fue un éxito, pero el vaticinio fue errado. Esos políticos que habían sido monárquicos, pero desencantados con la deriva militarista de Alfonso XIII, creyeron en un proyecto republicano liberal. El triunfo del Frente Popular en febrero 1936, en parte propiciado por la indecisión de algunos de ellos, y el posterior golpe de estado los llevó a la encrucijada de tener que decidir entre república miliciana o dictadura militar, y optaron por la democracia, es decir, por el exilio.

Castelao se equivocó. Los viudos de la monarquía parlamentaria fueron también los viudos de la república liberal y democrática. Pilar Mera-Costas, en un excelente estudio sobre Portela Valladares, ha recordado que esos viudos, a los que acusaron de ser tolerantes con el clientelismo y el fraude electoral (de las derechas y de las izquierdas), fueron en la práctica firmes defensores de la democracia y de la política como negociación y acuerdo, de la ley y el orden, de la primacía del poder civil, de las libertades y de los derechos políticos. Nunca entendieron que la República era “su república”, como sí hicieron los republicanos nacionalistas o la mayoría de los de izquierdas. La exclusión del adversario no tenía sitio ni en su pensamiento ni en sus prácticas políticas, antes se anteponía la integración y la cultura del pacto.

Paul Preston ha incluido algunos de estos viudos en el espacio intermedio y fluctuante denominado la Tercera España. Así, junto a intelectuales que optaron por “abstenerse de la guerra” como Ramón Pérez de Ayala, Ortega y Gasset, Salvador Madariaga o Gregorio Marañón, el historiador británico añade a políticos que no intervinieron en el conflicto como Lerroux, y a exiliados liberales o a conservadores que, finalmente y en algunos casos, optaron por uno de los dos bandos.

Pero, ni los viudos ni la Tercera España se ha de reducir a lo sucedido en esos años cruciales del siglo XX. Ricardo García Cárcel ya apuntó en La herencia del pasado (2011) que, antes o después de 1936, hubo políticos outsiders, indecisos o desengañados ante las dos Españas que les tocó vivir: Jovellanos, Blanco White, Larra… La nómina es amplísima y alcanza hasta franquistas desencantados como Ruiz Giménez o Dionisio Ridruejo, entre tantos otros, o a políticos de centro en la Transición, como Suárez y su efímero CDS. Está en lo cierto García Cárcel cuando afirma que la historia de España parece un carrusel de decepciones: “Cambia la cuantía del desengaño, no el sustrato de la frustración que se mantiene constante”.

Ahora otra Tercera España vuelve a tomar forma con los decepcionados con el rey emérito y sus oscuros manejos financieros. Por mucho que algunos monárquicos se esfuercen por distinguir entre un Juan Carlos I político y otro comisionista particular, y entre este último y la institución que ahora encabeza su hijo, lo cierto es que cada día hay más viudos o viudas, juancarlistas accidentales. A muchos de ellos no les importaría apoyar una Tercera República, democrática y liberal, junto a conservadores y a progresistas dialogantes, en la línea de los países de nuestro entorno (Francia, Alemania, Italia o Portugal). Pero el desencanto de esos viudos no se torna de inmediato en ilusión por el cambio y reformas pactadas, sino en decepción ante el republicanismo autoritario que destila la izquierda populista y los ultranacionalismos periféricos, y en estos momentos con la errática y lamentable complicidad de los dirigentes del PSOE.

El espacio republicano podría ser un punto de encuentro para los grupos políticos que anteponen los derechos de la ciudadanía a los derechos históricos, sean territoriales o monárquicos. Pero sucede, como ocurrió con aquellos viudos en 1936, que muchos republicanos --federalistas incluidos-- no se cuestionan ni la soberanía nacional ni la igualdad de todos los ciudadanos. La Tercera España, cada vez más republicana, está muy lejos de los sueños totalitarios de los nacionalistas y del cesarismo antidemocrático de los dos grandes partidos. La Tercera España vuelve a estar sola, harta y desengañada, y cada día más cerca del centro.