“Tened presente el hambre, recordad su pasado”. Las palabras de Miguel Hernández, el poeta que le escribió una nana a las sopas de cebolla de su hijo recién nacido, le sirven al historiador Miguel Ángel del Arco para hablar de la fuerza del hambre en la memoria, individual y colectiva, y presentar uno de los primeros trabajos publicados sobre la hambruna en España. Las hambrunas, especialmente aquella que marcó la década trágica de 1937 a 1947, son el motivo de este ensayo coral, con catorce artículos de otros tantos investigadores que Del Arco –que hizo sus tesis doctoral precisamente sobre este tema– ha coordinado y que ahora edita Marcial Pons. Se lamenta este profesor de la Universidad de Granada el poco lugar que la historiografía ha dedicado al hambre en España, como si fuera un asunto menor de la Historia. A menudo, según Del Arco, el hambre aparece tratada como un fenómeno natural inexorable y, como consecuencia, inevitable de guerras o sequías y no como una herramienta económica y política de diversas y trágicas consecuencias entre quienes la padecen y las generaciones venideras. 

Y, sin embargo, esa memoria del hambre, lejos de quedar constreñida al periodo de mayor escasez y padecimiento de la población, funciona como mecanismo de sumisión que, en el caso español y en otros, en lugar de  provocar reacciones virulentas contra el sistema llevan a la derrota por inacción e inanición. No es casual que en el primer artículo se nos hable de otras tres hambrunas singulares del siglo XX que permiten aplicar un cierto canon político y económico a la hora de usar el hambre como correctivo infalible. La legendaria Bomba H de los años cincuenta, desarrollada por Estados Unidos (con la paternidad de los científicos Teller y Ulan) tiene su hermana mayor en esta bomba que también tiene h, bomba del hambre, que mata lentamente a quienes la padecen y queda inoculada en la memoria popular como un virus paralizante. Efectos devastadores que pueden cabalgar en varias generaciones.

Cartel soviético de 1921 instando a ayudar a los hambrientos con el lema: '¡Recordad a aquellos que pasan hambre!' / IVAN VASILÉVICH SIMAKOV

Cartel soviético de 1921 instando a ayudar a los hambrientos con el lema: '¡Recordad a aquellos que pasan hambre!' / IVAN VASILÉVICH SIMAKOV

Sorprende –se nos recuerda en la introducción del ensayo– que cuando más empeño se está teniendo en impulsar una revisión memorialista de nuestro pasado reciente los años del hambre hayan merecido poca o nula atención. Tratándose, además, de un episodio que merece múltiples miradas como este libro demuestra: desde la perspectiva de los ganadores o los vencidos, de la supervivencia a través de la caridad o del delito, del racionamiento y su uso como pago o castigo; de la repercusión en la salud y también desde la razón por la que tantos terminaron huyendo en lo que hoy llamaríamos exilio económico o razón de fuerza mayor. Cada una de estas miradas se apoyan al cierre de cada artículo en una prolija bibliografía que alienta al lector a saber más sobre algo que le resulta familiar (el estigma de toda una generación) pero que no ha recibido apenas tratamiento académico.

Hay siete capítulos que ordenan las diferentes perspectivas y que, de alguna manera, aúnan algunos análisis convergentes. Tras el artículo de Del Arco sobre las hambrunas en Europa y tres casos reconocidos en la Historia del siglo XX, el libro aborda el hambre y la Guerra Civil, el mundo rural y la agricultura como contexto de la escasez, las políticas paliativas del régimen de Franco, las políticas de resistencia y el estraperlo, el hambre como consecuencia de la autarquía y, por tanto, derivada de una determinada manera de concebir y administrar el Estado y, finalmente, la memoria del hambre, testimonios orales de aquellos que tantos años después no olvidan. Son siete epígrafes que catalogan enfoques desarrollados en catorce artículos.

Algunas huellas han quedado en el imaginario popular y en los hogares: los besos al pan, el recuerdo del pan negro como único alimento, la imaginación para encontrar víveres o  inventarlos, casi con toda una gama de sucedáneos (la achicoria como café, la algarroba como chocolate, las almortas como harina ) engañaban al estómago pero no a la salud. Una de las grandes virtudes de este trabajo precisamente es plantear el problema desde múltiples perspectivas, aquellas que marcan la vida cotidiana de las personas y aquellas que contextualizan el hecho, que lo enmarcan en sucesos que no ocurren de manera aislada.

En este sentido, resulta más que oportuna la referencia a tres hambrunas europeas de especial significado de las que ignoramos tanto: el Holodomor en Ucrania, el Hongerwinter holandés o la Gran Hambruna griega. La primera es consecuencia de una política económica de Stalin pero también de una acción política, el hambre como castigo y disuasión tanto a una nación que se siente como tal, como a una sociedad campesina reacia a la idea estatalista de la producción. Las hambrunas holandesa y griega quedan enmarcadas en la Segunda Guerra Mundial, la estrategia de nazis y fascistas y la idea de colonización y sometimiento de pueblos. Lo que comparten las tres, entre sí, y con la hambruna española, es la profunda huella que dejan y los efectos letales en las condiciones físicas y psicológicas de quienes la padecen.

Ofrece también Los años del hambre una aproximación valiosa a cómo se articula el relato desde el poder o desde quien está contra él. Se analiza cómo la dictadura intentó paliar las carencias con mecanismos de auxilio social o medidas de racionamiento, pero también como explicación de un desastre (el de la República) que podría haber sido peor sin la intervención del golpe y la victoria, entendidos como cruzada de salvación. No está exento ese discurso de una suerte de brazo vengador, el hambre como castigo a los malos españoles que habían osado rebelarse contra la mano que les daba de comer. 

Un relato al que desde la, frágil y diezmada, oposición se contesta de manera fallida, tal como se recoge también en uno de los artículos. Resulta muy clarificador cómo el PCE,  aun con militantes en España huidos o escondidos, hierra al pensar que el hambre será una razón de rechazo al régimen y no precisamente la herramienta con la que un pueblo exhausto renuncia a la lucha en aras de una supervivencia casi individual y a la desesperada. Ese sálvese quien pueda (de enorme tradición en la literatura clásica española, lejos de la idea colectiva de los derechos conseguidos de manera conjunta) está en el origen de otra consecuencia del hambre apenas estudiada: el estraperlo a gran y pequeña escala, la corrupción del régimen autárquico y las corrupciones menudas,  el contrabando y los llamados hurtos famélicos.

Cartilla de racionamiento de la posguerra española (1945) del Museo de la Prehistoria de Valencia /  FALCONAUMANNI

Los investigadores parten de ejemplos concretos (hay estudios específicos de Extremadura o de un barrio –el Sacromonte de Granada– para extraer conclusiones generales, ya que la experiencia era moneda común. El pillaje, los robos por hambre (que forman parte de nuestro imaginario, cómo explicar si no ese personaje de Ibáñez, Carpanta, eternamente hambriento) se cometen por desesperación personal, pero con  la complicidad de grupo. Se roba a los otros porque entre los que nada tienen se mantienen unos lazos de solidaridad que actúan de frágil red para evitar males mayores. Se esbozan muchas líneas de conocimiento y, a la vez, se aportan datos contundentes: la factura económica que habrá de pagar el país por una clase obrera desnutrida, enferma, analfabeta y el precio también de la pérdida de autoestima colectiva.

Hay vergüenza del hambre. Siempre es un padecimiento de los otros, por cercanos que sean. Así lo reflejan los testimonios que cierran el libro. Llenos de anécdotas, pero con vergüenza, los entrevistados recuerdan a gente famélica y hambrienta pero siempre vecinos, siempre es el otro. La sensación de bochorno alcanza a las enfermedades que estigmatizan y marcan, que señalan la carencia y la precariedad. La administración intentó paliar las infecciosas (fruto de infraestructuras higiénicas precarias o incluso  inexistentes en barrios vulnerables y hacinados) y, con menos éxito, aquellas que se derivaban de la desnutrición y la mala alimentación porque se comía poco y se comía mal. “No se puede comer cualquier cosa” clamaba un documento oficial ante los hábitos desesperados que le daban calor alimenticio a todo aquello susceptible de prestarse a un hervor y calmar los estómagos. El hambre, aquellas hambres de nuestro pasado reciente, nos resultan asombrosamente familiares en este estudio que nos acerca a otra de sus consecuencias directas: la inmigración forzosa y clandestina, esos españoles que, sin papeles, se buscaron la vida tras nuestra frontera. Conmueve comprobar cómo el lenguaje administrativo de las autoridades francesas de los años cincuenta sea tan parecido al que se usa hoy en Europa con la inmigración llamada ilegal.

Anuncio de venta de caldo en cubitos (1939) / MUSEO DE HISTORIA DE CATALUÑA

El rechazo es el mismo, idéntico el miedo a que los que llegan sean portadores de enfermedades y abusadores de los sistemas de protección nacional, o a que a la larga resulten una amenaza para los trabajadores, por su baja exigencia y su papel de mano de obra explotada y dócil. Los hijos y nietos de aquellos que fueron tratados como amenaza en el país vecino, y a los que no se quiso tratar como refugiados políticos (ya aparece la expresión refugiado económico pero con escasa piedad por parte de las autoridades),  no parecen guardar memoria ni  rastro de complicidad con los que hoy, en otros países y con otros nombres, padecen una situación prácticamente idéntica.

La historiografía es una ciencia que precisa evidencias palpables, sus conclusiones son hijas de trabajos minuciosos, laboriosos y muchas veces ingratos. Podemos tener una idea general de lo que significa política, económica y socialmente el hambre, como consecuencia de guerras o desastres y también como herramienta de control por parte de sistemas totalitarios y depredadores. Pero sin la prueba documental no resulta más que una conjetura. En este libro se encuentran certezas y también líneas de futuros trabajos que afectan a la construcción de la Historia, sí, pero también a la salud, a la antropología o a los estudios con perspectiva de género. Que las mujeres jugaron un papel fundamental en la supervivencia de las familias es una evidencia sobre la que se está trabajando con datos y con testimonios. En este libro se recogen algunos muy reveladores. Que las ciudades fueron por una parte refugio del hambre y, por otra, foco de las peores de sus consecuencias, también. Y que el hambre es una herramienta de guerra resulta, como las anteriores,  una conclusión avalada por la Historia y dolorosamente actual. Como reza el viejo y terrible refrán, “dame pan y llámame tonto”. Dicho de otra manera: “Dame pan y estaré dispuesto a renunciar a la dignidad”. La culpa, esa otra herramienta de sumisión, nunca es del hambriento.