El pasado macizo de la raza
El filólogo Adrián J. Sáez reconstruye en ‘Godos de papel’ un capítulo del pasado mítico que los nacionalismos manipulan para justificar sus intereses políticos
29 mayo, 2020 00:10No me cabe duda, ni la menor duda, de que todo conocimiento tiene valor por sí mismo, más allá de su utilidad más o menos inmediata. Uno aprende cosas que parecen servir para poco o para nada, las olvida, cree al menos haberlas olvidado, y de pronto regresan cuando precisa de ellas. Es verdad, pero también es verdad que los libros de ciencia, unas veces por lo abstruso del lenguaje y otras por lo recóndito de la erudición, se muestran ajenos y alejados de la realidad. Y esos libros de ciencia, como quería Ortega, han de ser también libros, y han de contribuir de algún modo a la explicación del mundo, de nuestro mundo. Digo esto por Godos de papel de Adrián J. Sáez, un libro transparente y bien urdido, en el que la historia se proyecta hacia el presente.
Pudiera pensarse que nada más lejano que esos godos de bigotazos y casco que dominaron Europa por unos cuantos siglos. Que nadie se engañe. Nada más al pelo, ahora que andamos entre nacionalismos de toda estofa, que buscan su razón de ser en el pasado macizo de la raza, que vaya usted a saber cuál es. Por ahí andan los franceses con Vercingetórix y hasta, si me apuran, con Astérix y Obélix. Y por aquí tenemos a Viriato, a Numancia no se rinde, al caballo del Cid o a los Tercios de Flandes. ¿Y qué decir del paraíso terrenal que Abderramán III al parecer desplegó en Al-Andalus para arrobo del personal? ¿Y Wilfredo el Velloso con sus dedos ensangrentados? ¿Y las Navas de Tolosa? ¿Y qué de Rafael Casanova? El pasado, más que un objeto de conocimiento científico, se ha convertido para esos nacionalismos en instrumento político con que transformar el mundo contemporáneo y ajustarlo a sus intereses. Si por añadidura ese pasado tiene una dimensión mítica, desdibujada y maleable, pues miel sobre hojuelas.
El rey godo Sisenando (1856) pintado por Bernandino Montañés Pérez
Nihil novum sub sole, pues esa es la razón por la que los godos de papel, además de un castigo para generaciones de estudiantes que habían de saber de carrerilla la lista que empezaba Ataúlfo y remataba con don Rodrigo, fueron también un pilar esencial en la conformación simbólica de un pasado común para los españoles. Los símbolos no son tangibles, pero tienen una fuerza poderosa. Que se lo digan si no a los Reyes Católicos, que se propusieron unificar los reinos hispánicos bajo una corona y una misma fe, para lanzarse luego en pos del imperio. Y ahí estaban los godos, dispuestos a convertirse en símbolo, con toda su antigüedad a cuestas para legitimar el origen de España, con su procedencia nórdica que enlazaba con la casa de Austria, con su condición guerrera, su conversión al catolicismo y su garantía de limpieza de sangre.
Grabado de Lisipo que representa a la antigua ciudad de Numancia
España se estaba entonces constituyendo como nación y precisaba de unas señas de identidad que dieran cohesión a los suyos y sirvieran como arma arrojadiza contra los otros. De ese modo, el pasado se convertía en garante legítimo para todo ese entramado político, generando un sentimiento que, a la postre, no distaba mucho del que hoy profesa quien sigue al Barça o al Madrid. Como precisa Adrián J. Sáez, la historia se puso de inmediato al servicio de la causa y transformó el mito gótico en realidad hispánica. Cronistas, eruditos y falsarios desplegaron toda una maquinaria de leyendas, verdades a medias y completas invenciones para urdir un relato en el que los godos –unidos a los hispanos o por cuenta propia– hicieron de cimiento histórico para el edificio nacional. Se enlazaba así el reino visigodo con las coronas de Castilla y Aragón por medio del muy socorrido don Pelayo, con el que se inició una reconquista del territorio peninsular que solo concluiría en 1492 con la toma de Granada y, más allá, con la anexión de Portugal.
Pero lo cierto es que los lectores comunes no solían frecuentar esas crónicas eruditas y los godos tuvieron que invadir los libros de entretenimiento y los corrales de comedias para alcanzar al imaginario colectivo. Cervantes, Lope, Calderón o Quevedo trajeron sus propios godos a capítulo para gozo y solaz de la tropa. Aunque no siempre para bien, porque, si por un lado se ensalzó una y otra vez la virtud de católico Hermenegildo, canonizado a instancias de Felipe II, por otro los godos fueron también motivo de chanzas que ponían su nobilísima estirpe a la altura del hampa. Y el mito hispánico de la sangre goda terminaba así arrastrado por el suelo, al modo propio de aquella España áurea y aun de esta nuestra.
Pero el cuento todavía dio para más, porque esos godos simbólicos alcanzaron a tener una nueva vida con el Romanticismo, con los nacionalismos en el siglo XX –Franco a la cabeza– o con la extraordinaria reivindicación que Juan Goytisolo hizo del conde don Julián, el godo más malo de todos los godos, que tuvo a bien entregar el antiguo reino de España a la morisma. Menuda historia.