Isabel de Farnesio, esposa amantísima, gran madre, reina poderosa
La esposa de Felipe V supo ayudarle en sus graves crisis depresivas y acompañarle en las responsabilidades del gobierno cuando era necesario
9 diciembre, 2018 00:00El 25 de octubre de 1692 en un pequeño ducado italiano nacía una pequeña princesa, Elisabetta Farnese. Estaba destinada a ser una gran mujer y una gran reina. Mientras la niña crecía, el futuro de Europa se debatía en una gran guerra. Justo al llegar la paz el rey de España, Felipe V, que había obtenido el reconocimiento internacional, pero había perdido sus posesiones en los Países Bajos y en Italia, se quedó viudo. Deseoso de reivindicar los dominios italianos, se fijó en la princesa italiana para contraer matrimonio y utilizar sus derechos a la sucesión de los Ducados de Parma y Toscana, como baza diplomática para el regreso de España a Italia.
Para Elisabetta, que entonces tenía ya veintiún años, la elección suponía un gran honor y le abría inmensos horizontes, que ella sabría aprovechar muy bien. El 30 de agosto de 1714 escribió la primera carta a su futuro esposo. Dirigida a la Sagrada, Real y Católica Majestad, escrita en francés, decía: "El honor que ha querido V.M. hacer a su muy humilde servidora al hacerla digna de su gracia real, ha llenado mi espíritu de una alegría inexplicable y me ha sumido en la desesperación al no poder corresponder jamás a V.M. con los dignos agradecimientos. [...] No podría estar sin temor por mi poco mérito, si no pusiera toda mi confianza en la bondad generosa de V.M. a la que yo suplico muy humildemente que esté persuadida de que todos los cuidados de mi alma serán para complacer a V.M. y para comportarme durante toda mi vida con la más perfecta sumisión y obediencia”.
El domingo 16 de septiembre de 1714 se celebró en Parma la boda por poderes. La joven princesa se había convertido en Reina de España. Después de un largo viaje que demostró la iniciativa de la esposa y puso a prueba la paciencia del esposo, Isabel se enfrentó sola a la poderosa princesa de los Ursinos en el castillo de Jadraque y la echó del reino que hasta entonces había gobernado. No quería rivales. Llegó a Guadalajara el 24 de diciembre de 1714 y allí se encontró con Felipe V. El matrimonio se consumó inmediatamente, a tiempo para poder acudir juntos a la Misa del Gallo.
La pareja fue un éxito desde el primer momento. La unión de los esposos era total. Vivían juntos, dormían juntos, comían juntos, rezaban juntos, salían a cazar juntos, despachaban con los ministros juntos, estaban siempre juntos. Felipe no consentía separarse de Isabel. Enfermo de melancolía, era muy inseguro y necesitaba constantemente del apoyo y la ayuda de su esposa.
Esta asiduidad absoluta en el caso de Isabel llegaría a resultar casi heroica. Pasar la vida, toda la vida, a todas horas, junto a un enfermo de depresión grave como era Felipe V, había de ser necesariamente un desgaste terrible para ella. Debía luchar constantemente contra el pesimismo. Había de mantenerlo a él y mantenerse ella misma, contra toda tentación de abandono, sin permitirse ni el más mínimo desfallecimiento. Isabel era una mujer valiente, animosa, segura de sí misma, inteligente, positiva, optimista. Lo demostró siempre y no fue empresa fácil, porque fue puesta a prueba todos los días de su vida. Lo que ella hizo por su esposo, convirtiéndose en su roca y su escudo, fue realmente extraordinario. Peleó duramente día tras día, para salvarlo de los abismos en que le sumían sus crisis depresivas, y si no consiguió arrancarlo de su triste estado fue porque era algo imposible, en una época en que los recursos médicos para curar la enfermedad que padecía el rey no existían. Bastante hizo con aliviarle con su compañía, siempre alegre y comprensiva.
Acompañarle, ayudarle, apoyarle, hasta el extremo de cargar con las responsabilidades del gobierno cuando era necesario. Posiblemente lo hizo en parte por ambición de poder, y por ello fue muy criticada, pero lo hizo indudablemente por amor. Isabel amaba a Felipe, lo amaba sinceramente, intensamente. Lo adoraba. Además le estaba muy agradecida. Le llamaba cariñosamente “mi príncipe”. Y le fue siempre muy leal. Juntos reinaron y juntos gobernaron España durante treinta años.
Isabel no solo fue una amante esposa y una reina poderosa, fue también una gran madre. Tuvo siete hijos, de los que alcanzaron la edad adulta seis, tres niños y tres niñas. Su predilecto fue siempre el primogénito, Carlos, al que tuvo el gran gozo de verlo primero como Rey de Nápoles y Sicilia y después como Rey de España. Con su segundo hijo, Felipe, padeció más, pero le vio alcanzar la herencia parmesana. El tercero, Luis, aunque la acompañó muchos años, le dio el enorme disgusto de renunciar a la brillante carrera eclesiástica que le había preparado. De sus hijas, con la mayor, Mariana Victoria, sufrió la humillación de verla rechazada como Reina de Francia, pero consiguió para ella el reino de Portugal. Con la segunda, María Teresa, volvió a tener esperanzas de ver a una hija suya ceñirse la corona francesa, pero hubo de lamentar su pérdida prematura. Su hija menor, María Antonia, le daría la alegría de llegar a ser Reina de Cerdeña.
Cuando murió, en el palacio de Aranjuez, el 11 de julio de 1766, Isabel podía estar orgullosa. La suya fue una vida larga, con tiempos tristes y difíciles, como ya viuda su largo retiro en La Granja de San Ildefonso, sin rey y sin reino, pero una vida llena también de momentos plenos y felices junto a su esposo Felipe V y junto a su hijo Carlos III. Esposa, madre y reina, la figura de Isabel de Farnesio llena más medio siglo de la historia de España y de Europa.