Democracias

Los impuestos de Proudhon

6 julio, 2020 00:00

En España vivimos en una realidad paralela. En buena medida, por la omnipresencia de los políticos –que no son lo mismo que la política– en nuestras vidas, incluyendo la más íntima. La última señal (aciaga) es el anuncio de Sánchez I, el Insomne, de subirnos (a todos) los impuestos después de estos tres meses de muerte social y catástrofe económica provocada por su falta de pericia al manejar la crisis del coronavirus, cuyos muertos todavía son una incógnita por la que cada día llora menos gente.Hablamos de los impuestos, esa calamidad. G.K. Chesterton, prodigio del humor británico, escribió un artículo –On a New Tax– sobre ellos en el que proponía, completamente en serio, que los ciudadanos, próceres incluidos, que dijeran tonterías pagasen un impuesto, no una multa: “En estos días, cuando tantas escuelas dan lecciones para la ciudadanía, la mayoría de la gente parece ser incapaz de distinguir entre una cosa y la otra, salvo por el hecho de que una multa es normalmente más ligera”. 

Nos parece una idea soberbia. En nuestro caso, sin embargo, sucede lo opuesto: quienes dicen y hacen más tonterías son aquellos que cobran (a los demás) los impuestos, nunca al contrario. Los españoles estamos indefensos ante los gobernantes que, por pánico a cambiar las cosas, intentan solventar sus aprietos mediante la confiscación patriótica. Le ocurrió a Rajoy, que subió la presión fiscal, tras prometer hacer lo contrario, con el argumento de evitar el rescate tras la crisis económica; en aquellos años un autónomo tenía que darle al Estado el 42% de cada factura, con independencia de su importe. Sucede ahora con la alianza PSOE-Podemos, que nos venden los tributos como si fueran un regalo del cielo en favor de la justicia social. Falso. Cualquier impuesto, por definición, es injusto aunque esté sancionado por las leyes. Implica quitar a quien tiene, pero no para ayudar a quien carece de posibles o requiere asistencia, sino para que los gobiernos hagan (con nuestro dinero) de su capa un sayo. 

En España deberían existir los tributos finalistas: impuestos que se pagan para cubrir una necesidad social tasada, como el sostenimiento de la sanidad universal, la asistencia social o la dependencia, en lugar de servir para financiar redes clientelares, practicar el nepotismo o nutrir las oscuras simas de la corrupción. El problema de España no es la falta de ingresos públicos, sino los criterios –cuando existen– de gasto. Mucho más en un país que, desde los años ochenta, ha tolerado unas majestuosas catedrales autonómicas cuyos presbíteros tienen pretensiones de soberanía y la actitud de los virreyes. Todo esto sale, por supuesto, de nuestros bolsillos, que cada año tienen que costear los delirios y las sensibilidades identitarias de los nacionalismos, los provincialismos y los aldeanismos. Su factor diferencial lo pagamos todos. Como ha escrito Savater, nos cuesta muchísimo dinero que algunos “racistas” que usan txapela o barretina se sientan menos incómodos entre sus iguales. 

Que la crisis del coronavirus, que ha disparado el déficit y la deuda publica de forma exponencial, se iba a traducir en recortes de los servicios públicos esenciales y mayor presión fiscal era tan previsible como que el independentismo, que tanto agita las diferencias culturales, termine siempre su recorrido emocional algo tan prosaico como el registro de la propiedad y la caja de las pensiones. No sorprende. Entre otras cosas dado el perfil de la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, que hundió la sanidad en Andalucía mientras subía –sin cesar– los impuestos a todo el mundo. La milonga de que en Europa se cobra más IVA que en España ya nos la sabemos. Lo que no explica nunca la ministra es que el impacto de este impuesto es infinitamente mayor para un andaluz –cuyo PIB per cápita no supera los 20.000 euros– que para un alemán (41.350 euros), un francés (36.000) o un italiano (29.000). 

La mentira de una subida fiscal restringida a las grandes empresas, el consumo o las actividades no ecológicas tampoco se sostiene: todas repercutirán dichos costes sobre sus clientes subiendo precios o reduciendo sus plantillas. Pagará la clase media, como siempre. La sensibilidad social de Montero es una patraña. Quedó de manifiesto en el confinamiento, cuando mantuvo las cuotas a los autónomos que no podían trabajar y no alteró el calendario fiscal a sabiendas de la ruina súbita de empresas y profesionales, al tiempo que descartaba un ajuste en el sueldo de unos empleados públicos que, en un 60%, pertenecen a autonomías donde se ha practicado durante décadas el enchufismo, el caciquismo familiar y la privatización del patrimonio público en favor de distintos clanes políticos. 

Subir los impuestos no evitará los recortes ni el deterioro en sanidad. Tampoco va a ayudar a incorporar a los geriátricos del holocausto en el sistema público de salud, que es donde deberían haber estado siempre. No lo conseguirá porque los ingresos que se logren con esta subida impositiva ya se han gastado durante los meses de encierro preventivo. Los rebrotes incrementarán estos gastos, sin que se aborde una reforma de la Administración para generar ahorros que equilibren el presupuesto. El Gobierno deja así desamparada a la parte de la sociedad que mueve la economía mientras blinda en sus privilegios a quienes se nutren del esfuerzo colectivo. Como dijo Proudhon de la propiedad, sus impuestos son un robo. Que se dejen de eufemismos de parroquia.