Detalle de la bandera de la antigua URSS

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Democracias

El colapso del espacio soviético

El fin de la URSS, desaparecida hace 30 años por el hundimiento del imperio soviético, nos recuerda el papel de los nacionalismos en la destrucción del Estado comunista

15 noviembre, 2020 00:10

A finales de octubre se han cumplido 30 años de la visita de tres días a España del entonces máximo dirigente de la URSS, Mijaíl Gorbachov, a quien semanas antes la Academia Sueca había concedido el Premio Nobel de la Paz. Estuvo primero en Madrid, donde acaparó, como nunca había sucedido antes con la visita de un jefe de Estado, toda la atención social y política del momento, y después se trasladó a Barcelona, donde visitó las obras del Anillo Olímpico de Montjuïc, el Museo Picasso y asistió a una recepción en el Palacio de Pedralbes presidida por el príncipe Felipe, que le acompañó en su veloz periplo por la ciudad condal ante un Jordi Pujol que se sintió marginado.

Para el biógrafo William Taubman, ese viaje resume bien la profunda brecha que había ya a finales de 1990 entre la impopularidad de Gorbachov en la Unión Soviética y su enorme prestigio en el extranjero. En España saludó a multitudes que le aclamaron a cada paso, forjó nuevas amistades y sobre todo disfrutó de las largas conversaciones “embriagadoras” con el presidente del Gobierno, Felipe González, a quien consideraba su alter-ego político, sobre el destino del socialismo, el capitalismo, el futuro de la perestroika y su importancia para el mundo entero.

Su visita a España fue tanto para él como para su esposa Raisa el último bálsamo antes de sumergirse en un ambiente cada vez más hostil en Moscú, en un brutal torbellino de acontecimientos que acabarían haciendo imposible la supervivencia de la URSS. Y, sin embargo, ningún sovietólogo, salvo excepciones como la francesa Hélène Carrèrre d’Encause, acertó a vaticinar el colapso del espacio soviético. La duda un año antes en las esferas políticas, diplomáticas y periodísticas de Occidente era si el reformismo de Gorbachov sobreviviría a las penurias económicas y a la ofensiva de los sectores conservadores del PCUS, no si la URSS dejaría de existir.  

Gorbachov

Mijaíl Gorbachov, ultimo secretario general del PCUS y líder de la Unión Soviética

A medida que nos adentremos el próximo año en el 30 aniversario de la extinción del primer Estado comunista de la historia, el debate sobre las causas de su hundimiento va a volver a suscitarse, más aún cuando desde hace años los archivos soviéticos se han ido abriendo a los investigadores. La pregunta esencial es si en 1985, cuando Gorbachov asciende a la secretaria general del PCUS tras las breves jefaturas de Andrópov y Chernenko, existían problemas estructurales suficientemente graves como para prever un colapso a medio plazo. A mediados de los ochenta la URSS seguía siendo una superpotencia sin otro rival que Estados Unidos, ejercía un control férreo sobre la Europa del Este e influía en amplias zonas del resto del mundo.

Hay autores como Roger Keeran y Thomas Kenny (El socialismo traicionado. Detrás del colapso de la Unión Soviética 1917-1991) que niegan categóricamente que los problemas económicos, la presión externa y la obsolescencia política, conjuntamente o por separado, hicieran inevitable el hundimiento soviético. Desde una óptica neocomunista, el sistema no sufría una crisis de legitimidad generalizada, sino que el desencadenante del desastre final fueron precisamente las políticas de reformas de Gorbachov. Para esos autores, el descontento de la población en la segunda mitad de los ochenta no lo provocó el sistema de planificación central, sino las consecuencias nefastas de su desmantelamiento.

El socialismo traicionado. Keeran y KenySin embargo, el consenso interpretativo académico, que se recoge en obras como El siglo soviético de Moshe Lewin, es que a principios de los ochenta, el cuadro general de la URSS podría resumirse en los siguientes puntos. Una mala situación económica con una tendencia al estancamiento (zastoi en ruso), un PIB desacelerado como consecuencia de los múltiples fallos del sistema planificado (Gosplan) y del elevadísimo gasto militar. La agricultura, por ejemplo, no conseguía alimentar a todo el país y tenía que importar cereales de Estados Unidos.

Sin embargo, el consenso interpretativo académico, que se recoge en obras como

A la situación alimentaria, a veces precaria, se añadía la escasez de algunos bienes de consumo, desde zapatos hasta jabón, resultado también de la prioridad dada a las necesidades militares. La fabricación industrial era en general de mala calidad, la brecha tecnológica con Estados Unidos en informática, robótica y telecomunicaciones se hacia cada año más grande, e incluso había problemas de suministro energético en un país rico en recursos naturales. La caída del precio del petróleo privó a partir de 1985 a la URSS de unos ingresos en dólares que financiaban su deficitaria balanza de pagos.

Seis años que cambiaron el mundo, Carrere D´Encausse

El sistema político era rígido y corrupto, las élites eran mediocres y solo pensaban en conservar sus privilegios. Una gigantesca burocracia y una gerontocracia inamovible habían secuestrado al Estado soviético y, aunque el terror estalinista había desaparecido y la represión hacia el disidente había sido suavizada, se silenciaban los problemas, se maquillaban las pésimos resultados y se castigaba a quien evidenciaba las carencias del sistema. Finalmente, la intervención militar en Afganistán desde finales de 1978 se había convertido para la URSS en su particular Vietnam, con un insoportable coste económico, una profunda desmoralización de la sociedad ante el silencio oficial frente a la muerte de miles de reclutas y un enorme desprestigio internacional por culpa de esa guerra, tanto en el mundo musulmán como en Occidente.

Para Carrère d’Encause, en su extraordinaria panorámica Seis años que cambiaron el mundo, solo Andrópov después de la muerte de Bréznev en 1982 comprendió la necesidad de dar un vuelco a ese mundo congelado y eligió a Gorbachov como delfín. Su nombramiento tras la desaparición de Chernenko en 1985 fue toda una revolución. “El primer dirigente del que no nos tenemos que avergonzar”, dijo Andréi Sajarov, entonces exilado en Gorki. El nuevo secretario general era un apparatchik todavía joven, educado, seductor, y con una esposa elegante e igualmente universitaria que era tratada por su marido con atenciones y respeto.

Nunca antes ningún máximo dirigente soviético se había exhibido en público con su mujer. Eso supuso otro importante cambio de imagen en una URSS donde el machismo era tan presente como en Occidente, y donde las mujeres no solo asumían las tareas más pesadas del hogar, sino que a menudo sufrían la brutalidad de sus maridos con frecuencia alcoholizados. Mijaíl y Raisa fue una pareja que a muchos soviéticos les hizo soñar. Gorbachov representaba la llegada al poder de una generación joven que se había entusiasmado con los cambios de Jruschev, abortados después por Bréznev, y que quería reformar el socialismo. “Ya no se puede vivir así” había interiorizado el nuevo mandatario.

Sus dos líneas de actuación fueron la liberación económica (perestroika) y la democratización política (glásnost). El debate sobre los errores de esa reforma económica es muy rico, pero resumidamente se puede decir que a corto plazo las medidas liberalizadoras abundaron en el caos. Se concedió más autonomía de gestión a las empresas del Estado (por ejemplo, los directores pasaron a ser elegidos por sus propios trabajadores en lugar de por Moscú), pero se agravó la descoordinación del Gosplan y se atomizó la producción. No obstante, el empeoramiento de los problemas económicos no fue el factor clave en la desintegración de la URSS. Lo determinante fue que el proceso de democratización se llevó a cabo con una arquitectura institucional inadecuada que legitimó las ambiciones crecientes de las élites nacionalistas, tal como ha explicado la investigadora mexicana de la UAM Guadalupe Pacheco (El diseño institucional de la URSS y su desintegración, revista Espacialidades, vol. 1, 2011).

Gorbachov quería convertir la URSS en un sistema pluripartidista y presidencialista, pero cometió el error en la primavera de 1990 de no hacerse elegir primer presidente del país mediante sufragio universal directo, según estipulaba la reforma constitucional, algo que muy probablemente hubiera logrado frente a otros candidatos porque todavía era la figura de más relieve. Quiso interpretar que esa cláusula todavía no le afectaba y forzó su elección por el Congreso de los Diputados del Pueblo, surgido de las elecciones de marzo de 1989, en las que hubo muchos candidatos independientes del PCUS pero que no fue ni mucho menos una elección multipartidista.

Por tanto, fue nombrado con una legitimidad democrática que rápidamente iba a quedar por debajo de otros procesos electorales de escala regional. Asimismo, Gorbachov quiso mantener el cargo de secretario general del PCUS, lo que le valió enormes críticas tanto de los conservadores comunistas, liderados por Yegor Ligachov, como de los radicales liberales, al frente de los cuales estaba el popular Boris Yeltsin. Una acumulación de poder que todos juzgaron peligrosísima. Las elecciones para los respectivos congresos de todas las repúblicas, en marzo de 1990, favoreció la lógica nacionalista una vez que el PCUS había sido desposeído del monopolio del poder en la reforma constitucional.

El siglo soviético

La reforma económica y política del sistema por parte de Gorbachov no perseguía evidentemente la desaparición de la URSS ni tampoco un modelo absolutamente capitalista. En marzo de 1991 los ciudadanos soviéticos fueron llamados a votar por primera vez en una referéndum sobre la continuidad de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas “bajo una fórmula renovada de repúblicas soberanas, iguales en derecho, en la cual se garanticen plenamente los derechos y libertades de cada persona, sea de la nacionalidad que sea”. La participación fue del 80% y el sí alcanzó un abrumador 76%. Pero el rápido empoderamiento democrático de las elites territoriales, muy particularmente de Yeltsin como presidente de Rusia, elegido por sufragio universal en junio de 1991, debilitó enormemente la autoridad de Gorbachov, cuya legitimidad era indirecta. Por el camino, hubo el chapucero intento de golpe de Estado ese verano por parte de los sectores conservadores comunistas, con la participación de algunos miembros del gabinete del propio presidente de la URSS.

El resultado fue el fortalecimiento de la imagen pública e internacional de Yeltsin, que se enfrentó a los sublevados, mientras Gorbachov, tras ser liberado del secuestro, tuvo que dar muchas explicaciones sobre lo sucedido y se le acusó de estar implicado. A partir de ese momento, Rusia embistió cada vez con más fuerza contra el poder central, proclamando no solo su soberanía, sino ilegalizando el PCUS y apoderándose de sus bienes, para hacer lo mismo poco después con las instituciones soviéticas, empezando por el Banco Central (Gosbank), lo cual hizo imposible cualquier intento por salvar la federación por falta de recursos y estructuras. 

El resto de repúblicas de la URSS siguieron el mismo camino y entre agosto y diciembre de 1991 aceleraron la proclamación de sus independencias ante el miedo a que la nueva Rusia intentara imponer su dominio como había hecho secularmente el imperio zarista. La estocada final llegó el 8 de diciembre cuando Rusia, Bielorrusia y Ucrania anunciaron la constitución de la Comunidad de Estados Independientes y la muerte de la URSS como sujeto de derecho internacional. Gorbachov se resignó a su fracaso y anunció por televisión el 25 de diciembre de 1991 la extinción formal de la URSS y cedió a Rusia el control del Kremlin, donde la bandera roja que hondeaba desde octubre de 1917 fue arriada. 

Gorbachov, Willian Taubman

Un año antes Gorbachov había escuchado las explicaciones tanto de González como del propio rey Juan Carlos sobre cómo se hizo la Transición democrática. Las diferencias históricas eran indudablemente mayores que cualquier paralelismo entre ambas realidades, más allá del hecho de pasar de un régimen dictatorial a otro pluripartidista. Sin embargo, en España el poder central nunca se enfrentó a una crisis de legitimidad, aunque el proceso lo lideraran los reformistas del franquismo empezando por Adolfo Suárez, exsecretario general del Movimiento. Las primeras elecciones libres fueron para elegir un nuevo Congreso que aprobó la Constitución de 1978, sometiéndola a referéndum, algo que no hizo la fallida II República española. Muy diferente hubiera sido empezar por democratizar los niveles inferiores del poder, convocando primero las elecciones municipales, que no se celebraron hasta 1979, o constituyendo los parlamentos de las nacionalidades históricas, particularmente del País Vasco y Cataluña.

Eso probablemente hubiera cortocircuitado la arquitectura institucional de la Transición, creándose un choque de legitimidades, y probablemente la historia hoy sería diferente. El sociólogo español más internacional de todos, Juan Linz, tuvo en su mente ese aspecto cuando estudió comparativamente las transiciones democráticas en el Sur de Europa, América latina y la Europa del Este. En la agenda de Gorbachov de su último día en España tenía previsto un encuentro con Jordi Pujol, pero que no se pudo celebrar por lo apretado del programa que sufrió retrasos. La Generalitat emitió una queja y lamentó que el Gobierno español, a quien culpó del incidente, hubiera desaprovechado la visita a Barcelona para mostrarle al mandatario soviético “cómo es posible la convivencia dentro de un mismo Estado de nacionalidades con personalidades tan diferentes como Cataluña, en contra de lo que sucede en las repúblicas soviéticas que han declarado su independencia” (en alusión a las naciones bálticas). No deja de sorprender recordar esto 30 años después, sobre todo tras lo que hemos escuchado durante el procés sobre lo nefasta que fue la Transición.

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