Bandera imaginaria de la repúblicas independientes de Quebec, Cataluña y Escocia

Bandera imaginaria de la repúblicas independientes de Quebec, Cataluña y Escocia

Democracias

Cataluña y Quebec, separatismo y ficciones

'Letra Global' publica un extracto del ensayo político que José Cuenca, embajador en Canadá, ha escrito sobre la manipulación independentista en ambos territorios

11 febrero, 2022 00:10

José Cuenca es embajador. Ha sido director del gabinete técnico del Ministerio de Asuntos Exteriores, secretario general técnico, director general de Europa y Asuntos Atlánticos, embajador en Bulgaria y en la Unión Soviética, puesto que conservó ante la Federación de Rusia, en Grecia y en Canadá . Es miembro de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación y académico de la Academia de la Diplomacia. Como escritor ha publicado Sierras, perdices y olivares (1996), La sierra caliente (2003), Encuentros de un embajador con Don Quijote (2008) y De Suárez a Gorbachov (2014).

En Cataluña y Quebec. Las mentiras del separatismo, a partir de su experiencia como diplomático en Canadá, Cuenca explica las diferencias, similitudes y manipulaciones interesadas –fomendadas por el indepentismo– entre la situación política, jurídica y cultural de la región quebequesa y Cataluña. En concreto el ensayo analiza el dictamen del Tribunal Supremo de Canadá y el posterior debate sobre la Ley de la Claridad, aprobada por el parlamento del país norteamericano, vinculando estas dos cuestiones con lo que denomina "las seis grandes mentiras del separatismo". En la última parte del ensayo, Cuenca propone ideas para recomponer la concordia política y social en Cataluña. Letra Global publica, por cortesía de la editorial Renacimiento, un extracto del ensayo.

¿QUÉ HACER?

Hace algo más de un año, unos cuantos veteranos tomamos el feliz acuerdo de crear el Club de Amantes de la Vida. Es un grupo poco numeroso, que se reúne una vez al mes para hacer honor a la cocina madrileña, invitar a relevantes personalidades para conocer sus inquietudes y sacudir estopa a diestra y a siniestra, según pinte el apasionante, turbador y divertido naipe de la política española. Pues bien, uno de estos invitados fue una figura política ascendente, hoy consolidada, que se prestó gustoso a comentar el momento por el que atravesaba nuestro país, y contestar a las múltiples cuestiones que le fuimos formulando. Yo me centré en la asignatura pendiente de la España de hoy: Cataluña. Y ahí, a su pregunta de "pero a tu juicio, ¿qué se puede hacer?", le expuse el siguiente programa, en cuatro puntos, que entonces enuncié de forma muy somera y ahora desarrollo con más profundidad.

1. El primero, la necesidad imperiosa de tomar la iniciativa. El Gobierno de Madrid, al menos desde la Diada de septiembre de 2012, y aunque contaba con una confortable mayoría en el Congreso y el Senado, no fue capaz de articular un discurso convincente ni una estrategia firme y eficaz para desactivar el peligroso ascenso del separatismo catalán, que se alzó ese día contra la Constitución. Y ello, a pesar de la endeblez de los planteamientos teóricos de quienes defienden tan averiada mercancía, su determinación de situarse al margen de la ley y el techo de cristal bajo el que se cobijan los contaminados por el vergonzoso tres por ciento. Además de la indigencia intelectual y la mediocridad política del débil contrincante que orquestó la primera tentativa de ruptura: Artur Mas.

Cuatro meses después de la Diada, el 23 de enero de 2013, se aprobó en el Parlament un documento titulado Resolución 5/X del Parlamento de Cataluña, por la que se aprueba la Declaración de soberanía y del derecho a decidir del pueblo de Cataluña. Un texto largo, confuso y mal construido en el que, tras exponer al- gunas consideraciones históricas de veracidad más que dudosa, se amplía el contenido de la decisión de 27 de septiembre del año anterior, que proclamaba esa soberanía. Así, sin más. Tan absurda conclusión no podía prosperar, y el Tribunal Constitucional, en sentencia del 25 de marzo de 2014, señaló que tal Resolución era contraria tanto a la Carta Magna como al Estatuto de Autonomía. Y, en consecuencia, se tenía por "inconstitucional y nula".

La sentencia del alto Tribunal fue ignorada, según costumbre, por la Generalidad. Ya se sabe: "los jueces de Madrid que digan lo que quieran". Y su presidente, Artur Mas, diseñó una hoja de ruta que debía desembocar, el 9 de noviembre de 2014, en una "consulta participativa" con la que el pueblo se manifestaría sobre estas dos cuestiones: si quería que Cataluña fuese un Estado y, en caso afirmativo, si había de ser independiente. Dos preguntas que significaban un abierto desafío al Gobierno central, orquestadas por la despótica deriva de quienes violentaban la Constitución, situándose por encima de la ley. 

cataluna y quebec las mentiras del separatismoFue el momento para haber echado mano del artículo 155: una norma plenamente democrática –copia casi exacta del artículo 37 de la Ley Fundamental alemana–, encaminada a proteger los intereses nacionales frente a los asaltos de una minoría rupturista que atacaba nada menos que la unidad de España. No se hizo. Porque, en Madrid, alguien planteó dos objeciones. De una parte, que tal iniciativa se percibiría como un agravio por los separatistas, con el incremento consiguiente de su victimismo visceral. De otra, que el paso del tiempo acabaría por bajar el suflé soberanista. No sé –aunque me lo imagino– a quién se le ocurrió semejante tontuna; pero lo cierto es que se perdió una gran oportunidad para dejar las cosas claras.

Fue el momento para haber echado mano del

El Constitucional procedió a calificar tal consulta de ilegal –las urnas de cartón, los votantes sin control, los recuentos caprichosos y manipulados– y opuesta a nuestra Carta Magna; pero el señor Mas había tomado ya resueltamente la ruta del despeñadero, que culminaría su sucesor, Carles Puigdemont, con la pantomima del primero de octubre de 2017 y la esperpéntica declaración de independencia que siguió al "mandato popular salido de las urnas". El camino de Mas hacia el abismo fue un cúmulo de errores. El entonces presidente dio muestras sobradas de su incapacidad para cumplir con la tarea primordial de cualquier responsable político: manejar el poder. Y pasó lo que tenía que pasar: perdió en el Parlament la mayoría de que gozaba, fue obligado a dimitir al frente del Gobierno y enterró para siempre el Partido que Pujol había funda- do. Todo un record. ¿Qué recurso le quedaba? Aquel al que suelen acudir los derrotados: la demagogia.

No estaría de más un repasito al libro que, sobre dictadura y demagogia, escribió Francisco Cambó, del que extraigo el párrafo que voy a transcribir:

"Ver cómo florece la demagogia entre los fracasados, los caídos en la lucha por la vida. El rico que perdió su fortuna, el abogado sin pleitos, el médico sin enfermos, el intelectual «incomprendido» son, generalmente, los peores demagogos".

A la relación de fracasados que ofrece en su conocido ensayo el histórico patriarca del catalanismo –luego, ya con Franco, tuvo sus más y sus menos–, podría añadirse otro apartado más sangrante: el de aquellos que, en política, han perdido su puesto, su influencia y su partido. Y ahí es donde encaja la figura de Artur Mas. En el panorama de la historia reciente, es preciso referirse a las elecciones de septiembre de 2015. Eran comicios autonómicos, de acuerdo con la ley; pero se suponía que, si los separatistas quedaban vencedores, como en efecto sucedió (en escaños, que no en votos), la consulta sería catalogada de claro plebiscito, base para la proclamación de independencia "por mandato popular".

(...) Jamás he sido miembro de ninguna formación política. Pero he tenido la fortuna de conocer y escuchar, muy de cerca, a unos cuantos grandes hombres –varios presidentes españoles, franceses y norteamericanos, además de Kohl, Gorbachov y Thatcher–, que han regido los destinos de España y del mundo en el último tercio del siglo XX. De ellos he aprendido, tras años de observarlos, que en la gestión de los asuntos de Estado hay una táctica clave: tomar la iniciativa. Ir a remolque de los acontecimientos es señal segura de fracaso. Y algo más: que dejar dormir las cosas no es ganar tiempo, sino perderlo. Una vez celebrada fraudulentamente y contra lege la esperpéntica consulta del 1o de octubre, y ante la pasividad del Gobierno de entonces, hubo quien sí supo estar en su lugar. Y se produjeron tres hechos que cambiaron por completo, para bien y de forma irreversible, el acre panorama que prevalecía en Cataluña. Fueron éstos.

El primero, la intervención del Rey. (...) El Monarca expuso exacta y cabalmente lo que había que decir, en el momento justo, en el tono apropiado y con la firmeza que la gravedad del caso requería. Todos los españoles –no el Govern y sus acólitos, claro está– sabemos que acertó. Porque no le movieron intereses dinásticos ni, menos aún, personales: actuó en el más estricto cumplimiento del artículo 56 de la Constitución, como árbitro y moderador del "funcionamiento regular de las instituciones". Con un solo objetivo: defender la integridad territorial de España frente a quienes querían quebrantarla. Y hacerlo con la autoridad de Jefe de un Estado que incluye a Cataluña como parte sustancial. Desde ese día, los secesionistas son conscientes de que su descabellado intento, tan contrario al sentido de los tiempos, no tiene futuro. De ahí la pataleta antimonárquica de esa minoría que camina hacia la nada. En cuanto a la vertiente exterior, ese día don Felipe dejó claro que se trata de un problema nuestro, lo que descartaba cualquier mediación internacional. Europa respiró. Y el soberanismo supo que acababa de perder la batalla decisiva.

Convocatoria de la ANC contra la visita de Felipe VI a Barcelona / ANC

Convocatoria de la ANC contra la visita de Felipe VI a Barcelona / ANC

El segundo hecho crucial fue la estampida de miles de empresas en busca de horizontes más claros y seguros. Ya tengo escrito en este libro cuanto era necesario sobre una realidad que a mí, a la luz de la experiencia canadiense, no me podía extrañar. Sí me sorprendió que los corifeos del golpismo, y quienes lo alimentan en las orillas confortables del dinero, no hubiesen previsto esa empavorecida desbandada. Ya teníamos varios trabajos serios que lo venían anunciando, amén del precedente de Quebec. Allí, la mera posibilidad de una independencia, que entonces se creía probable, abrió en canal el mundo de la economía. Sobre todo, sembrando el pánico en la Banca y las instituciones financieras, ese mundo que se asienta en una sola idea: la confianza. Algo que quienes sostienen el procès no podían ofrecer a los duros, fríos y calculadores hombres de negro que otean el horizonte desde sus despachos bien enmoquetados.

El tercer acontecimiento fue la toma de conciencia de esa mayoría silenciada que se echó a la calle en Barcelona tremolando las banderas rojigualda y cuatriba- rrada. Pocos días después de aquel domingo almorcé con Mario Vargas Llosa, que arengó a la multitud. Y me dijo que aún seguía conmovido por la marea arrolladora y el clamor espontáneo de unas gentes levantadas contra tanta demasía. Fue la explosión de un patriotismo que estaba soterrado y brotó en un giro de rabia no solo en Cataluña, sino en el resto del país. De todo el país. Un furioso vendaval que aventó los remilgos y las inhibiciones del pasado, dando vida a un sentimiento que se creía perdido a estas alturas: el orgullo de la patria. No un pin prendido en la solapa, o una pulserita de colores, sino una oleada que llenó de irritadas enseñas nacionales los balcones. ¿Qué había sucedido?

Estaba claro: un vigoroso ramalazo de protesta frente a los desmanes que se venían perpetrando en el extremo nororiental de una España que es de todos. Un relámpago imprevisto que marcaba el resurgir del gozo de pertenecer a esta gran nación. Tomar la iniciativa, algo que Madrid no ha querido hacer, es condición indispensable para invertir la tendencia de cuanto está sucediendo en Cataluña. Se ha dicho, y es verdad, que la política siente horrores del vacío. Y aquí se aplica plenamente este principio: si yo no hago lo que debo, otros actuarán. No se trata de mover ficha, según la expresión tan manoseada en las tertulias de la radio y la televisión, sino de articular una estrategia inteligente, firme y meditada, sabiendo lo que quieres y cómo lograr tus objetivos.

Cartel de la campaña de SCC para movilizar a los constitucionalistas / SCC

Cartel de la campaña de SCC para movilizar a los constitucionalistas / SCC

2. La segunda medida que propuse era bien sencilla: hacer pedagogía. Y hacerla en catalán. Partía yo de la experiencia canadiense, cuando Stéphane Dion se dedicó a desbaratar entuertos muy metidos en las creencias populares, desenmascarar el victimismo y contar a los votantes la verdad. Para que pudieran decidir lo que considerasen oportuno, pero a base de datos fehacientes, no sobre espejismos y románticos deseos. Romper un país es algo serio, que no se puede hacer sin calibrar las consecuencias; de ahí la importancia de impartir esa doctrina y ofrecer a la llamada mayoría silenciosa las razones necesarias para que se formen sus propias opiniones.

Ése es el trabajo que nosotros, pusilánimes y dubitativos, no hemos sabido realizar. Y al decir nosotros no pienso solo en el Gobierno de Madrid, sino en los sectores que enunciaba al comienzo de este libro: la sociedad civil, los actores económicos, los intelectuales de prestigio y los medios de comunicación. Todos ellos timoratos, encogidos y arrugados frente al desparpajo de las radios y televisiones implicadas en la propaganda de la causa, que difunden las mayores falsedades para el auge del procès.

(...) Seis años después de la declaración de soberanía por el Parlamento catalán, la tarea tiene que ser ésta: deshacer los infundios en que se apoya el falso victimismo, para luego construir una relación fecunda y duradera entre Madrid y Barcelona, basada en la verdad, la justicia, el mutuo beneficio y los intereses compartidos. No hay otra solución. (...) En Cataluña, la más alta prioridad del Gobierno de Madrid ha de ser ésta: arrancar de cuajo las falacias que, grabadas a buril y con paciencia caucasiana, les han ido insuflando a amplias capas de la sociedad.

Sé muy bien que no es fácil deshacer lo ya distorsionado por una escuela militante y pervertida. Nunca lo es. Pero hay que plantar cara a la propaganda tóxica que viene machacando a los alumnos desde su primera infancia. Y empezar ya. Una vez pulverizadas las patrañas ya expandidas –una misión pugnaz y tesonera–, habría que hacer llegar a esa mayoría medrosa y apocada cuanto les ha sido ocultado por los especialistas en bruñir una falsedad precocinada. Y desplegar un eficaz trabajo de pedagogía, como lo hizo Stéphane Dion, en el Parlamento, en la Universidad, en las Cámaras de Comercio y en los medios de comunicación. Y hacerlo sin complejos, con la fuerza de quien sabe que está defendiendo la verdad.

(...) Hacer pedagogía es una labor crucial. Los independentistas bien lo saben. Por eso han desplegado su acción intoxicante en las escuelas, en la Universidad, en las radios y en la televisión, que controlan por entero, frente al silencio culpable de quienes no han querido actuar. Una vez más, también en este capítulo esencial, nos han ganado por la mano.

Manifestantes independentistas con banderas esteladas / PABLO MIRANZO - CG

Manifestantes independentistas con banderas esteladas / PABLO MIRANZO - CG

3. El tercer punto es el más urgente: poner en marcha acciones eficaces en apoyo de los catalanes no separatistas, que se sienten indefensos, cuando no perseguidos y humillados. Tienen todo el derecho a que Madrid se ocupe de ellos, como es su ineludible obligación. Y los proteja. Porque sería irresponsable que, por desidia, pasteleo o simple dejación de autoridad, se permitiera que las disposiciones que amparan a millones de españoles no fueran aplicadas en la Cataluña de ahora, porque allí está ausente el Estado.

La tarea, tan apremiante, requiere lucidez y determinación. Si te tiembla el pulso en ese menester estás perdido. Porque los violentos se envalentonarán, engallados frente a quienes no se deciden a actuar.  (...) Esta mayoría silenciada, objeto de burlas, desprecios y discri-minaciones, se ha echado a la calle en dos actos valientes que han abierto las mayores esperanzas. Fue un golpe de efecto sorprenden-te, que causó en las filas del secesionismo una gran perplejidad. Pero necesitan algo más para perseverar en su postura: un claro, permanente y decidido respaldo de las instituciones

Estoy hablando de un hecho que he presenciado en Canadá: el potente resurgir de las mayorías silenciosas, cuando nadie lo esperaba. En Quebec, en vísperas del segundo referéndum, que se daba por perdido, tuvo lugar una movilización repentina que consiguió invertir la tendencia dominante, hasta hacerla fracasar. La protagonizaron unos hombres y mujeres que, a pesar de las provocaciones del Partido Quebequés y las despectivas actitudes de los separatistas, se habían mantenido calladitos en sus casas. Los alborotadores del secesionismo militante, los del grito, la pancarta, las consignas y el flamear de las banderas, fueron los primeros sorprendidos. No daban crédito a sus ojos.

Manifestantes constitucionalistas en Barcelona durante una marcha el 12 de octubre / EFE

Manifestantes constitucionalistas en Barcelona durante una marcha el 12 de octubre / EFE

¿De dónde había salido aquella masa? ¿Y por qué entonces? Surgieron de los discretos espacios de penumbra donde se recogían acurrucados. Y se echaron a la calle ese día porque vieron en peligro sus más directos intereses. Y los de sus hijos. Igual motivo por el que lo hicieron quienes, el 8 de octubre de 2017, inundaron Barcelona de banderas catalanas y españolas, convencidos de que en una Cataluña independiente, gobernada por la actual minoría exclusivista, ellos ya no serían nada. (...) El Estado estaba ausente en Cataluña y la ley no se cumplía. Ni se aplicaban los preceptos que amparan a los ciudadanos, ni se ejecutaban las sentencias de los tribunales, ni se atendían las providencias de los jueces ni se salvaguardaban los derechos de los más desamparados. "Aquí, o eres nacionalista o no eres nadie", me repite un amigo que vive en Barcelona y está buscando piso en Madrid para venirse con toda su familia.

Es una reacción de hastío comprensible, pero que no conduce a nada. Y se debe combatir. ¿Cómo hacerlo? Aplicando las normas pertinentes, como corresponde al Estado de derecho en que vivimos. Nada gusta más a los violentos que el apaciguamiento y la actitud sumisa de quienes tiran la toalla. Por eso hay que adoptar las medidas oportunas en defensa de la libertad y la dignidad del ciudadano.

¿Qué hacer ante esta situación? Lo dije en el almuerzo ya citado: defender a quienes necesitan protección. Y no solo con la ley, sino con la autoridad de un Estado que, además de contar con el derecho, controla los cordones de la bolsa y todos los resortes del poder. Puede y debe hacerse. Y existen precedentes. Es lo que hizo Jean Chrétien, con el resultado conocido. En Canadá les ha costado veinte años; pero hoy, el Partido Quebequés ha casi desaparecido.

Considero imprescindible que esa mayoría silenciada sienta que tiene alguien detrás que le guarda las espaldas. Para que los pintarrajos, los insultos y las abiertas amenazas no queden impu nes. Y, frente a la algarada vocinglera, prevalezcan las razones de un Gobierno firme y decidido, dispuesto a hacer que se respete el Estado de Derecho. Que en eso consiste nuestra democracia, rescatada a costa de tantos sacrificios y hoy puesta en peligro por el reto rupturista que intenta implantar en Cataluña el desprecio de las leyes, la deriva antisistema y la quiebra del orden constitucional. Es decir: la involución.

El líder de ERC, Oriol Junqueras, y el candidato republicano a la Generalitat, Pere Aragonès (i) / ERC

El líder de ERC, Oriol Junqueras, y el candidato republicano a la Generalitat, Pere Aragonès (i) / ERC

4. Una cuestión estrictamente política: clarificar el panorama catalán y obrar en consecuencia.De una parte, distinguir entre catalanistas democráticos y separatistas de lazos amarillos. O sea, entre quienes aspiran a una relación diferente con Madrid, más justa y mejor equilibrada, y la minoría fanatizada que ahora manda. De otra, tomar en cuenta que, así como en Quebec hay un solo partido que pide todavía la independencia, en Cataluña confluyen formaciones de naturaleza muy dispar, por sus orígenes, sus tácticas y sus bases sociales. Lo que convierte al grupo rupturista en un equipo frágil, plagado de contradicciones no difíciles de explotar, con un solo propósito: hacer que las grietas existentes se conviertan en fracturas.

Frente a las desordenadas ambiciones de unos y otros, pienso que Madrid y Barcelona necesitan buscar espacios de encuentro y acomodo. No el enfrentamiento, sino la reconciliación; no el choque de trenes, sino tender puentes para el entendimiento, dentro de una España plural, fuerte y unida. Una España que ha sabido, con la Transición, sustituir el rencor por la concordia, los egoísmos partidistas por la solidaridad y las sombras de la dictadura por los res- plandores de la libertad. Hoy, más que nunca, tenemos que aprender de los errores y arrumbar los menudos enfoques ventajistas y el inaceptable pasteleo –necesito los votos catalanes en Madrid y estoy dispuesto a lo que sea–, para abordar el problema con sentido de Estado.

Se trataría de superar las dos tentaciones extremistas que acabo de exponer, y que han lastrado la postura de Madrid y de Barcelona en los últimos decenios: el centralismo y la ruptura. Y poner en marcha un proyecto moderno y dinamizador de la sociedad catalana, no la presente antigualla acartonada, exclusivista y rompedora que ha partido Cataluña por mitad. Me consta que una inmensa mayoría es lo que desea. El catalanismo –me refiero al democrático, no a la violenta mescolanza de los separatistas de ahora– seguirá presente en Cataluña. Probablemente, para siempre. Son muchos los que participan de ese sentimiento, que ha marcado sus más hondas entretelas y los sueños de sus vidas desde niños.

Es una realidad histórica y cultural que merece ser mirada con respeto, siempre que transcurra por los cauces marcados por la Constitución y por las leyes. Incluso por quienes consideramos que ese proceder no tiene cabida en la España heredera de la Transición; ni en el marco de la Europa de hoy, unida y solidaria, que mira con horror todo proyecto de fractura. Consciente de que aún sangran las heridas causadas por los nacionalismos xenófobos de quienes, a impulsos de viejas rivalidades, han vuelto a ensangrentar, con el virus letal del odio y la violencia, esa tierra mártir que llamamos los Balcanes.

El catalanismo cultural y moderado de otros tiempos ha sido sustituido por el impresentable sanedrín que posee esta nota negativa: la impericia de quienes no supieron gobernar en su momento y tampoco aciertan ahora con la amarga asignatura de manejar el desastre. Ellos son los responsables de la intentona fracasada, en octubre de 2017. Esa noche de violencia y desconcierto, tras los acaloros, insultos, cabildeos y otros exabruptos de diversa catadura, nadie sabía qué hacer. "Todavía no estamos preparados·, admitieron. Y así era.

(...) Por desgracia, las voces del catalanismo culto y liberal han sido ahogadas por quienes exigen la dialéctica del choque de trenes. No quieren compromisos razonables, sino la algarada insolidaria que se está apoderando de la calle. No desean soluciones dentro de la democracia y de la ley. Lo que están pidiendo a gritos es el escenario donde el anarquismo siempre se ha considerado en su terreno: la violencia como fuente de legitimidad. Es lo que han hecho los cuadros dirigentes de la facción que gobierna Cataluña. Resultado: en los últimos años, los catalanistas moderados han cedido a la presión de los sectores más autoritarios. Hoy, han dejado de existir.

Una urna durante el referéndum ilegal del 1-O / EFE

Una urna durante el referéndum ilegal del 1-O / EFE

¿De qué armas disponen quienes piden la fractura? De estas dos: el miedo y la mentira. Y de la incauta ingenuidad de quienes siguen confiando en las buenas intenciones de un separatismo con propó-sito de enmienda. Por favor, que no se engañen en Madrid una vez más. No vaya a ser que, teniendo de su parte el derecho y la razón, vuelvan a perder la batalla de la imagen. El fracaso de la revuelta perpetrada en el otoño de 2017, con la sucesión de espectaculares desmentidos y arrepentimientos posteriores no es más que un parón estratégico en la ruta del procès. La ambición de los secesionistas sigue intacta. Y sus objetivos continúan siendo los de siempre: ensanchar su base social a fin de conseguir mayor apoyo para la ruptura con España. Conviene no olvidarlo. Porque lo intentarán de nuevo.

(...) Se acabó el mirar para otro lado. El peligro inminente del secesionismo, con su asalto al Estado de derecho, ha sido de momento conjurado. Pero es real. Y sigue ahí. (...) Vivimos un momento crítico en la historia de España, cuando, por primera vez desde la invasión napoleónica, hay fuerzas que amenazan la unidad de nuestro país. Por eso es imprescindible que, frente a los desmanes de los separatistas, resplandezca en Cataluña el conjunto de valores que trajo la hoy tan denostada Transición: la paz, la justicia y la verdad. Y el imperio de la ley, marginada y agredida por quienes la pisotean cada mañana. Una actitud supremacista que ha contaminado todo el tejido social y político catalán, hasta hundir la democracia.

Ése debía ser el objetivo prioritario del Gobierno de Madrid: presentar un proyecto de futuro capaz de ilusionar a Cataluña, basado en la concordia y en los intereses compartidos, sin ajustes de cuentas ni resentimientos del pasado. Un diseño inteligente, fecundo, realista y generoso, que pueda restaurar los puentes rotos (...) Pero antes, habría que alcanzar dos metas nada fáciles. La primera, recomponer la relación entre los propios catalanes. Porque es lo que ha logrado con su táctica el procès: poner fin a la moderación y la concordia, dividiendo a Cataluña en dos mitades enfrentadas. Y, además, desenmascarar otra mentira: que ellos, los separatistas, son los únicos interlocutores válidos. Como si los otros más de cinco millones de callados ciudadanos no existieran.

(...) Espero que, algún día, las dos mitades enfrentadas que forman Cataluña unan sus esfuerzos en defensa de unos intereses compartidos. Y que el Gobierno de Madrid y la Generalidad encuentren la fórmula fecunda y solidaria para conseguir un acomodo justo, ponderado y democrático, que supere las ácidas querellas del pasado. Una fórmula que reconozca la singularidad de Cataluña, que es real, dentro de la diversidad de España: el Estado geográfica y culturalmente más rico y variado del Viejo Continente. Un nuevo enfoque, en fin, que descarte el desacreditado uniformismo, que ya no volverá, y orille también a los xenófobos, a los beneficiarios de la vergonzosa trama del tres por ciento, a los antisistema y a los exclusivistas que se jactan de que Cataluña es nuestra. Para que, de acuerdo con el espíritu de la Transición, hoy tan criticada, puedan todos vivir juntos en paz y libertad. Yo no lo voy a ver, pero es lo que deseo.

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Cataluña y Quebec. Las mentiras del separatismo. José Cuenca. Renacimiento. Sevilla, 2022. 276 páginas. 19,90 euros.