El caudillismo europeo: euforia y poder
Ian Kershaw analiza el carácter como fuente del poder a través de la personalidad de los gobernantes que forjaron y destrozaron la Europa del siglo XX en el ensayo 'Personalidad y poder'
4 enero, 2023 20:00En los albores de la modernidad, Víctor Hugo escribió un prólogo espectral en su Cromwell, una obra de teatro de cinco actos, que finalmente no se representó en su tiempo. Hugo defiende en el texto su fe en los valores intrínsecos del ser humano, proyectados hacia una sociedad nueva sobre las ruinas de lo viejo. Sin hablar de política, aquella célebre introducción molieresca –no por el humor paródico sino por su matiz psicológico- analizó la fiebre del poder con más precisión de la que mostraron otras figuras de las letras francesas vinculadas a los cambios, como Zola o el mismo Balzac, ambos incapaces de desvelar la auténtica naturaleza del poder: la arbitrariedad. En el conocido caso Dreyfus, Zola puso en duda la legitimidad del Estado en un momento en que el poder todavía era reverenciado como un noble sistema de justicia y gobierno. Balzac, por su parte, narró Francia entera, orillando a menudo la peligrosa intriga política y dejando en su Tratado de la vida elegante, una visión de la grandeur. recuperada en su momento por Mitterrand y hoy por Macron, después del entusiasmo apolillado de bling-bling Sarkozy.
Se supone que en el núcleo del aparato del Estado palpita el sueño posesivo de los grandes líderes que dirigen la historia, según una versión enclavada en letras de molde por Winston Churchill, en su Historia de los pueblos de habla inglesa (La esfera de los Libros). Sin embargo, esta apreciación puede darse definitivamente por superada, después de Ian Kershaw, el analista que ha desnudado a los gobernantes que forjaron y destrozaron la Europa del siglo XX. En Personalidad y poder (Crítica), Kershaw bucea en 12 líderes, desde Lenin, Mussolini o Stalin hasta Konrad Adenauer, Franco o el mariscal Tito; desde Hitler, Churchill o Charles de Gaulle, hasta Thatcher, Gorbachov o Helmut Kohl. La personalidad es una fuente de poder, pero no la única; la imprescindibilidad de los elegidos ocupa hoy un rincón menor de la historiografía, más allá de ejemplos dramáticos tan actuales, como el de Vladimir Putin.
Antes de entrar en el siglo XX conviene conocer el pasado majestuoso de hombres como Napoleón Bonaparte, cuyos hechos acaban demostrando que apelar a la “gloria nacional no es suficiente”, a criterio del profesor de la Sorbona y ex primer ministro, Lionel Jospin, autor de Le mal Napoleón (Seuil, 2014). Cuando se le pregunta qué modelo de convivencia dejó en Europa el Emperador, tras sus quince años de mandato, Jospin responde: “ninguno”. La aportación de Ian Kershow utiliza la biografía desnuda, “la parte de los hechos desprovistos de ideología”, tal como exigía Benjamín Disraeli, Lord Beaconsfield, el escritor y político que fue primer ministro de la reina Victoria y tres veces ministro de Economía. La caricatura del “gran hombre” se dio dramáticamente en la figura de Luis Bonaparte, el “payaso serio” salido del bandidaje, que se apoderó del Estado francés sobornando y halagando a los poderosos, mientras manipulaba a los parias urbanos y a los propietarios rurales. Su caída duro menos que su ascenso porque no entendió que la cultura política de Francia y su historia gravitaban sobre su persona.
Obras alejadas de la trinchera
Lo que funciona en una democracia consolidada resulta totalmente inservible ante las turbulencias de una gran crisis. Hugo, divino estenógrafo (así le llama Vargas Llosa en un ensayo sobre Los Miserables) revela los oscuros rincones mentales del líder autoritario, deslizados en Cromwell, la obra que se convirtió en uno de los textos fundacionales del romanticismo. Dos siglos después del 18 Brumario francés, Hitler subió al poder al entender el desgarrador impacto que tuvieron la Primera Guerra Mundial y la gran depresión en Alemania. El nazismo demostró que los grandes trances pueden suscitar grandes aclamaciones.
Aunque las biografías del fundador de nazismo han proporcionado información ingente –especialmente Hitler, la biografía definitiva, obra del mismo Ian Kershow– la afectación del tirano sobre su población ha inspirado obras literarias alejadas de la trinchera y de los campos de exterminio, pero muy esclarecedoras respecto al Holocausto que reventó los cimientos morales de una sociedad atemorizada. Es el caso de El tambor de hojalata (Bruguera), en la que el Nobel Gunter Grass relata la vida de Oscar Matzerath, un niño que vive durante la Segunda Guerra, decide dejar de crecer a los tres años y escandalizar a todos con el ruido vitricida de un tambor de hojalata, regalado por su madre. No hay medida del dolor humano que pueda superar el escándalo del niño destinado a terminar sus días en una institución psiquiátrica. Su infancia y su hándicap son la mejor denuncia de la prepotencia militar.
Algunos años antes, en 1924, Thomas Mann anticipó el clima tenebroso de la conflagración cercana en La montaña mágica, un Bildungsroman en el que su protagonista, Hans Gastorp, vive entre la muerte y la esperanza, al amparo de sus mentores, Septembrini y Nafta, filósofos que anuncian la radicalización ideológica de los pueblos en dificultades, cuya salvación condujo a la utopía criminal. En el ascenso de un dirigente duro, su ideología y sus probabilidades de éxito dependen de lo que Max Weber llamaba la “comunidad carismática”; el sociólogo alemán consideraba que cuanto más dictatorial es el líder mejor tendrá cohesionado a su equipo de lugartenientes. Hitler congregó a Herman Göring, Joseph Goebbels, Heinrich Himmler o Han Frank en la consecución de un mismo objetivo desde el comienzo del nazismo, en la década 1920, hasta sus últimos momentos. Kershow expone el ejemplo similar en Rusia con los casos Lázar Kaganovich o Viacheslav Molotov, agentes vinculados a Stalin hasta su muerte.
El autor de Personalidad y poder trata de desvelar hasta qué punto los acontecimientos históricos están determinados por las grandes personalidades, o si la influencia de estas se debe solo a que son impulsadas por otras fuerzas. El punto de partida siempre es el mismo: la determinación, algo que vio John K. Galbraith en la figura de Kennedy cuando entró por primera vez en el despacho oval, siendo el economista el primer asesor de la presencia convocado por el líder demócrata. En un croma más intenso de esta coloración, Kershow cita a De Gaulle, convencido de ser indispensable y marcado por su costumbre de referirse a sí mismo con su apellido –De Gaulle dice, De Gaulle piensa, etc–. El uso nominativo en la tercera persona, referido a uno mismo, ha sido repetidamente estudiado por la psiquiatría moderna, en su análisis del poder, como una forma de obsesión panóptica frente a la pretendida ignorancia de los demás.
Otro estudioso de la materia, como Archie Brown, en El mito del líder fuerte, establece la diferencia entre “líderes redefinidores”, que modifican los rumbos políticos –Musolini o el mismo mariscal Tito son buenos ejemplos–, y “líderes transformadores”, que mejoran el sistema político o económico de un país, como lo hicieron Churchill o Helmuth Kohl, dos políticos cuyo fin de mandato se corresponde con un poder que se apaga a través de las instituciones. Es lo que Michael Mann ha llamado el poder “infraestructural”, con ejemplos como el de Willy Brand, un canciller que dejó tras de sí logros importantes en materia de justicia social y derechos humanos. Mann y Kershow coinciden en que los errores importantes suelen ocurrir en democracias; los desastres y el derramamiento de sangre masivos, en regímenes totalitarios.
En la actualidad, las tensiones geopolíticas, durante el débil nacimiento de la globalización, han abonado el populismo, un espacio unilateralista, puesto en marcha por jefes de gobierno, como el hiperbólico Donald Trump, en EEUU, o el británico Boris Johnson, en un registro más atemperado. Kershow se centra en Europa y excluye de sus referencias a figuras, como Robert Schuman y Jean Monnet, ya que no se pudieron medir al frente de una nación, aunque les debamos el mérito de la creación de lo que finalmente ha sido la UE, el mejor esfuerzo colectivo del Siglo XX.
Los doce líderes escogidos por Kershow germinaron en momentos de apuro de su país. Lenin capitalizando la transformación del caduco zarismo y superando una guerra civil contra la Rusia Blancal, con un grado de sadismo “solo comparable al de las guerras de religión en Europa”, según el historiador británico Antony Beevor. Mussolini beneficiándose de la debilidad de Italia, tras la primera guerra mundial y llevado a la gloria por poetas como Gabriele D’Annunzio, inspirador del Fasci italiani di combatimento y admirado por escritores de la talla de Puccini, Proust o el mismo Joyce. La Italia fascista se meció en un campo de patriotismo floreado por la figura de un Rey débil, como Victor Manuel, hasta el colapso de la Segunda Guerra. Franco, por su parte, emergió en España como ganador de una guerra civil cruel, en un país en situación de pobreza alarmante; y su trayectoria ha merecido un amplio espectro analítico que va desde el conocido historiador emérito de la London School, Paul Preston, hasta la visión hagiográfica y muy detallada del medievalista Luis Suárez Fernández.
Churchill se puso en marcha al advertir que la Wehrmacht dominaba arrolladoramente Europa y no paró hasta conseguir la ayuda norteamericana. De Gaulle salió a la luz tras la liberación de Francia después de Normandía y la posterior descolonización de Argelia. Tito dio el salto al poder durante la poliédrica crisis de la antigua Yugoeslavia ocupada y desgarrada. El caso de Gorbachov, que resulta determinante en sus últimos años en el cargo, empezó con un pronóstico inicial muy bajo, en el rompecabezas de la burocracia del Kremlin. Se hizo con el control del Partido Comunista de la Unión Soviética para superar una profunda crisis económica y acabó proclamando el fin de la Guerra Fría y el inicio de la Glasnost, como reflejo de la debilidad estratégica rusa ante la potencia nuclear norteamericano, durante la etapa de Ronald Regan.
La larga posguerra en Europa definió otros perfiles de extraordinario fuste, como lo fueron Konrad Adenauer y Margaret Thacher. El primero, en la Alemania arrasada y ocupada de 1945 y bajo las agudas tensiones del Equilibrio de Bloques. La segunda, Thacher, en medio de la parálisis de Gran Bretaña en los años setenta, afrontando la reconversión industrial, con un coste social extraordinario; y marcada además por la Guerra de las Malvinas, que quiso devolver a su pueblo y a su reina el orgullo colonial de una Commonwealth desmembrada. La ex primera ministra británica manejaba los vaivenes de su gabinete con maestría, pero detrás de ese carácter fuerte se escondía una madre que no sabía jugar con sus niños, y que confesó: “no supe tratarlos”, tal como lo cuenta su biógrafo autorizado, Charles Moore. La mujer que se propuso sacar al Reino Unido de su esclerosis tiró de las riendas, enriqueció a su país y lo convirtió en el paraíso de la desigualdad. Nadie cruzó con tanta elegancia el paso de cebra de Abbey Road y nadie alcanzó la gloria, como objeto de culto para los desacralizadores que la criticaron sin piedad. Liberal y autoritaria, Maggie se mantuvo once años en el cargo y convirtió su socorrido mensaje “There is no alternative” en el dictado de sus recortes sociales. Bajo el thatcherismo floreció una de las mejores tribus de la narrativa británica, con nombres indispensables como Malcolm Bradbury, Martin Amis, Salman Rushdie o Ian McEwan, como nos recuerda Lara Hermoso en Jotdown.
La relación entre la literatura y el poder registró uno de sus mejores antecedentes en la Roma de Petronio y Nerón, el emperador que miraba las luchas de gladiadores a través de una esmeralda colgada del cuello. La psicología del líder es una fuente inagotable para la ficción y para el género del relato periodístico, que de alguna manera inauguró el Cromwell teatralizado de Hugo, un retrato histórico de la Inglaterra del Siglo XVII. La pasión por el mando del Lord protector y su mano implacable en la reforma determinaron la firmeza de un líder que pudo haber sido una guía para sus congéneres europeos 300 años más tarde, aunque ninguno de los líderes analizados por Kershaw lo confesó. Tres de ellos, Hitler, Musolini y Franco empoderaron con autoritarismo las estructuras institucionales conquistadas, sin vuelta atrás, como lo hacen los líderes populistas de hoy. Otros dos, Lenin y Stalin, cruzaron un cambio de era, desde el poder dinástico del Zar Nicolás hasta el poder popular, pero acabaron practicando el asesinato metódico en masa.
El resto, los líderes democráticos de la Europa Occidental en el siglo pasada, los Churchill, Adenauer, De Gaulle, Thacher o Helmuth Kohl, gobernaron sin modificar a su antojo el statu quo de sus naciones. Cayeron afortunadamente en la “inocencia moderna” del poder como algo ejemplarmente institucional. Fueron líderes “transformadores”, en la taxonomía del citado Archie Brown. Utilizaron el discurso como un instrumento democrático en el sentido de Renan, que aceptó la distinción entre lo reaccionario y lo progresista para evitar la tentación autoritaria del tipo de lenguaje que no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir.