Joseph Roth o la denuncia del colapso moral de Europa
Berta Ares explora el mundo del escritor “católico con cerebro judío” que leyó la llegada del fascismo en Europa antes que nadie, ante la incredulidad de su “lúcido” amigo Zweig
15 octubre, 2022 20:10La modernidad es una exaltación del individuo, para que se independice de las garras de una comunidad que somete a las personas a la tradición y la resignación. Pero ese pasado no se puede olvidar, porque es consustancial a la formación del propio sujeto. ¿Cómo compaginarlo, cómo seguir adelante en momentos de zozobra? Josep Roth experimentó esa doble identificación, y plasmó en toda su obra su visión en la Europa que salía destrozada de la I Guerra Mundial, con alardes de ironía, con guiños constantes a la Biblia judía, al Antiguo Testamento, y con un sinsabor trágico, que conmueve al lector, que le deja acongojado y triste, pero al que le brillan los ojos porque es consciente de que tiene delante a uno de los mejores escritores del siglo XX, a alguien que lo vio todo antes que nadie, y que advirtió a sus amigos del peligro, y que murió alcoholizado en París el 27 de mayo de 1939.
Roth vivió los años veinte en Europa con una enorme intensidad. Judío, procedente del Shtetl, la frontera entre el Imperio Austrohúngaro y Rusia, --nació en Brody, la actual Ucrania-- interiorizó que la monarquía austríaca, católica, podía integrar y respetar mejor a las minorías religiosas y étnicas. Y buscó ese amparo, definiéndose como “católico con cerebro judío”, con el talento para saber qué se preparaba en Alemania, tras vivir en Berlín y explicar para numerosos periódicos alemanes el cambio que se iba produciendo en la población alemana, el colapso moral que iba a ser nefasto para la propia existencia de los judíos, los que mantenían su identidad, fieles a sus comunidades, y para los asimilados que habían abrazado de forma entusiástica la cultura y la lengua alemanas.
Berta Ares Yánez, doctora en Humanidades por la Universidad Pompeu Fabra, acaba de publicar un trabajo extraordinario, bajo el título de La leyenda del santo bebedor, legado y testamento de Joseph Roth, (Acantilado) con prólogo del erudito Julio Trebolle. Ares, a partir de esa última obra de Roh, escrita pocos meses de morir en París, relata los dilemas del escritor austriaco e indaga en sus temores. Lo hace con un exhaustivo conocimiento de la religión y la cultura judías y con los entresijos que permitirán al lector conocer no únicamente al genio literario y periodístico, sino el conjunto del continente europeo en unos años determinantes que se asemejan a los actuales.
Señala Berta Ares: “A pesar de las señales que ya se emitían, muchos asimilados –los judíos que se integran en sus sociedades, particularmente en Alemania—vivieron en el autoengaño a lo largo de esos felices años veinte, incluso el tantas veces proclamado ‘lúcido’ Stefan Zweig. Pocos supieron leer su tiempo como Josep Roth y ver el avance de los fascismos y el modo en que se evaporaba el sentido de la ‘posibilidad’ que las ideas de la Ilustración habían suscitado”. Esas advertencias, y críticas evidentes, las plasma Roth en dos obras menores respecto a sus grandes creaciones, como son Abril. Historia de un amor, y El espejo ciego. En las dos expresa las consecuencias del autoengaño y la desilusión.
Contra la dictadura del proletario
Porque esa es la gran verdad del autor de La leyenda del santo bebedor, La tela de araña, Hotel Savoy o La marcha Radetzky. Aunque crítico con la modernidad, la que lo fiaba todo a los avances técnicos, con el culto al dinero, Roth quedó prendado de un país como Francia, que amó más que a Alemania, al descubrir como la Ilustración se descomponía a favor de la identidad y de la ‘raza’. El escritor, a través de sus trabajos periodísticos, de sus crónicas, sabe identificar y percibe que es la propia sociedad alemana, los alemanes, los que son protagonistas de ese colapso moral que mata el sueño y la realidad que él mismo había vivido en la Viena imperial católica bajo el manto del emperador Francisco José. Sabe también que es una idealización, pero aquellas experiencias sucedieron: una enorme población judía salió de sus estrecheces del Shtetl para acercarse a ese occidente integrador, aunque añorara el calor de aquellas comunidades identificadas con Dios y la ley judía.
Ares Yáñez lleva al lector de un lado a otro de Europa. También a Rusia, porque Roth –como ocurrrió también con periodistas españoles como Josep Pla—viaja a Rusia para comprobar el éxito de la revolución rusa. Y vuelve decepcionado y amargado. Percibe que las libertades individuales desaparecerán. La experiencia comunista acabará en una dictadura del proletariado. Y no le gusta, como plasmaría en El profeta mudo. Roth no está cómodo ni abraza el sistema capitalista y se declara un antiburgués, pero el proyecto en Rusia no le entusiasma nada.
La autora combina la propia vida de Roth, --sus problemas con su mujer, enferma en Viena—con el significado religioso de sus obras, con ese constante diálogo entre el oriente añorado, con influencia del jasidismo –una corriente judía particularista, defensora de la comunidad—y el occidente moderno que deja vivir, el que representa Francia, como dejaría constancia en Las ciudades blancas, una mirada generosa sobre el sur de Francia. En París, Roth se sentía a gusto y ya no quería saber nada de Alemania, hasta el punto de que le costaba escribir en lengua alemana, porque no podía entender a su población, la que se iba inclinando por el nacionalismo extremo de los nazis. A lo largo de los años veinte, a partir de la segunda mitad, Roth sabe que Europa camina hacia el abismo.
Un mundo que se muere de feo
El Frankfurter Zeitung le hace volver a Alemania, y para Roth es una tragedia, porque Francia ha comenzado a ser su país, el lugar en el que cree que los hombres pueden ser respetados. Su reflexión es ilustrativa, al señalar que Francia lo vuelve católico “en un sentido mundano”, y que encuentra en ella –como analiza Berta Ares—la “expresión europea del judaísmo universal”, “torre del europeísmo y la civilización”. La comparación con Alemania será ya constante, al ver poco probable que se establezcan puentes y ve al pueblo alemán “sumido en lo más hondo de un barranco”.
Roth era políglota, pero tenía en el alemán su lengua principal, la misma con la que se comunicaba con su gran amigo Soma Morgenstern, también escritor, a quien conoció en el instituto de Liov, hoy la ciudad ucraniana que ha resistido –por ahora— los ataques de la Rusia de Putin. Entonces, bajo el Imperio Austro-Húngaro, era Lemberg, con una enorme población judía, y con el yiddish y el alemán como lenguas de comunicación, además del ucraniano. Pero lo alemán ya no le interesaba. Cuenta Berta Ares su ruptura anímica: “Ya no quiero ligazón con escritores alemanes. Ninguno de ellos siente de un modo tan radical como yo. La aristocracia está sometida a la industria, la industria, a su vez, a los bancos y vuelta a empezar. Es un mundo que se muere de feo. Odio el país y a sus potentados. Lo dejaré, sin duda”. Y añade Roth: “Comprendo que Prusia someta a todos los alemanes, posee el único método: distraer a la gente de su falta de libertad interior mediante la violencia exterior”.
El escritor no entiende cómo Europa apenas dice nada sobre la idea de anexión de Austria. Y constata con crudeza lo que pasará, si se renuncia a lo que significa en esos momentos Austria: “Con la anexión se enterrará una cultura. Todos los europeos deberían estar en contra (…) ¿No se siente que una Austria independiente sigue siendo la promesa de una Europa unida?”, le escribe a Benno Reifenberg, del Frankfurter Zeitung en agosto de 1925, --todavía lejos de 1938, cuando se produce el Anschluss bajo el dictado de Hitler--. Roth, exaltado, porque lo ve venir todo, critica el antisemitismo que percibe en el propio periódico y señala algo crucial: “A partir de ahora me llamaré Mojsche, para fastidiar”.
Si el sueño ilustrado era el de dejar la identidad para ser un ciudadano, en igualdad con todos los demás, como se le pide en Francia a los judíos, --aunque Francia es cuna del antisemitismo— cuando ese esfuerzo se realiza se vuelve a señalar al asimilado, siempre sospechoso, cuando la gran mayoría de ellos había perdido en Alemania la propia idea de la identidad de sus ancestros. Esa es la tragedia. La que vive Roth y que no puede soportar. Es lo que le recrimina a su amigo Zweig, que solo final se dio cuenta del peligro.
Con Roth se sigue el día a día de Europa, el fin de una civilización. Tras la II Guerra Mundial todo será diferente. Pero la Europa que habían soñado esas comunidades del este, que habían vivido en la miseria durante siglos, arrinconados en sus juderías, se girará contra ellos, precisamente cuando habían pretendido ser ciudadanos iguales a todos los demás.
Los sentimientos más reaccionarios comienzan a hacerse muy visibles. El contexto de la posguerra en Alemania, los soldados que regresan sin nada, los populistas y los violentos que agitan las almas, todo conduce a la sinrazón. ¿Pero había pistas para prepararse, para evitar la catástrofe? Roth las vio. ¿En qué momento una sociedad lo percibe, al margen de que unos pocos sujetos lo puedan vislumbrar? ¿Es imposible una reacción colectiva ante una borrachera nacionalista y violenta?
Contra la indiferencia que conduce al fascismo
Berta Ares analiza las obras de Roth, con muchas marcas culturales y religiosas. Bucea --y el lector disfrutará--, en La leyenda del santo bebedor, preguntándose qué tipo de libro es exactamente. Y se comprueba los registros y la cultura enorme del escritor, que esperaba la Alemania de Goethe y Shiller y se encontró con la barbarie. Sumido en el alcohol, con sus vasos de pernod siempre presentes en la mesa de los bares de los hoteles en los que escribía, en el Café Tournon de París donde sucumbe tras leer que su amigo Ernst Toller se ha suicidado en Nueva York, --derrotado tras la entrada de las tropas franquistas en Barcelona el 26 de enero de 1939—Roth no puede aceptar que se haya sido indiferente al fascismo. Eso lo mata.
Ares escribe: “Josep Roth, como Hannah Arendt, también pensó que negar la fatalidad, mostrar indiferencia o tener una actitud de parálisis y pasividad ante la conversión de seres humanos en parias fue determinante en el colapso moral que definirá la década de 1930”.
Morirá en París, un año antes de que los nazis entren en la capital francesa, tras el armisticio con Francia, antes del 23 de junio, el día en el que Adolf Hitler se paseó por la ciudad, como si se tratara de un turista.
Quedan sus obras. Roth vive con sus lectores, con sus parábolas y fábulas bíblicas, con esa extraordinaria historia que es Job, Historia de un hombre sencillo. Su Mendel Singer es un arquetipo, la manifestación de que el escritor tuvo un objetivo, y que su amigo, sí, el ‘lúcido’ Zweig –con tanto éxito ahora, con publicaciones constantes de sus obras, de forma merecida—supo ver con claridad. Roth expresó con todas sus fuerzas la voluntad de creer en Dios –tal vez todos lo hagamos—y eso fue lo que le movió para escribir sus novelas.
Zweig lo verbalizó: “(La locura de su mujer) Era la primera sacudida de su existencia, y tanto más fatídica cuanto que el hombre ruso que había en él, aquel Karamázov apasionado del sufrimiento del que les hablé, violentamente quiso convertir aquella fatalidad en su culpa personal (…) en su Job había manifestado que la necesidad religiosa y la voluntad de creer en Dios era el elemento más íntimo de su vida creativa”.
Estamos ante un acontecimiento literario. El libro de Berta Ares Yáñez es una guía por el alma de Roth y, al mismo tiempo, un grito, a través del escritor, para alzarse ante la indiferencia, ante el colapso moral que puede llegar de nuevo en la vieja Europa.