La desigualdad rompe las democracias
Olivier Blanchard y Dani Rodrik impulsan un debate que rompe esquemas y logra un extraño consenso para detener el auge de populistas y autócratas
27 febrero, 2022 00:10Invasión en Ucrania, por el impulso de un autócrata que la justifica por los lazos históricos y el desdén de Occidente hacia Rusia. El auge del populismo y el acceso al poder de gobernantes que se comprometen formalmente con la democracia, para derribarlas desde dentro, tiene componentes identitarios y nacionalistas –cada vez más decisivos—pero se beneficia también del caldo de cultivo de la desigualdad económica. Una desigualdad que Putin, en el caso de Rusia, no ha querido solventar. Al contrario. Pero sus efectos son enormes en toda la economía mundial y ha despertado el interés, de forma unánime, de la comunidad académica, de distinto signo. Hay una excesiva desigualdad –aunque la desigualdad en sí misma no se considere algo perverso—y hay herramientas --¡milagro!—para paliarla y recursos para que las economías tampoco pierdan competitividad. ¿Cómo?
Es el signo de los tiempos, producto de la globalización y de la desregulación que se inició en los años ochenta del pasado siglo. Al margen de las ideologías, y de los economistas que se aferran a la economía de la oferta, --siempre muy preocupados por la inflación que reduce los beneficios de las inversiones—el consenso ha llegado. Lo proponen y lo explican dos gigantes de la investigación económica: Olivier Blanchard, exdirector del departamento de estudios del FMI, y Dani Rodrik, titular de la cátedra Fundación Ford de Economía Política Internacional en la Escuela de Gobierno John F. Kennedy de la Universidad de Harvard. Los dos impulsaron un congreso, con aportaciones de los principales expertos en políticas redistributivas y fiscales del mundo en octubre de 2019, justo antes de la pandemia del Covid. Y el resultado de todo ello es Combatiendo la desigualdad (Deusto), que constata esa lección: el populismo, el que erosiona y rompe las democracias, irá en aumento si no se hace nada por frenar esa desigualdad corrosiva.
Lo decisivo, sin embargo, es “hablar” de desigualdad, ofrecer perspectivas, herramientas, posibles soluciones. Si se esconde la cuestión, entonces aparece el poder del populismo, que pone sobre la mesa otros temas que polarizan y rompen la posibilidad de un consenso y de un diálogo democrático. Ese es el objetivo principal de Blanchard y Rodrik, que exponen lo que ha ocurrido en los últimos 45 años. En Estados Unidos –y lo tomamos como modelo de una democracia que ha ido perdiendo calidad, y de una economía moderna, que tenía una gran base industrial— el 1 por ciento más rico de la población tenía, en la década de 1970, el 25% de la riqueza. Hoy posee casi el 40 por ciento. Otro dato, tal vez el más decisivo, muestra que el porcentaje de hijos que gana más que los padres –el ascensor social—ha pasado de ser el 90% en la década de 1940 a alrededor del 50 por ciento en la actualidad.
Gobiernos más pobres
Desde la economía se avanza hacia la política. Es decir, ¿qué han hecho los partidos políticos, de izquierdas y de derechas, para abordar ese cambio en la distribución de la riqueza? Ese es el elemento promordial. Sheri Berman aborda esa cuestión, y la conclusión es clara: “Los académicos han demostrado que, a media que aumenta la desigualdad, los partidos de derechas ponen cada vez más el acento en los problemas e intereses no económicos, especialmente en el caso de la derecha populista”. Y se manifiesta que el mejor indicador del voto a la derecha populista son las opiniones sobre la inmigración, los prejuicios raciales, la identidad nacional y otros asuntos relacionados. ¿Qué ocurre? Que a los populistas les va mejor cuando esos temas dominan la competencia política, y eso explica que dediquen la mayoría de su tiempo a demonizar a los inmigrantes y a las minorías –nacionales o étnicas—para culparlos del aumento de la delincuencia o de la erosión de los valores nacionales.
¿Y la izquierda? Tampoco entra en el meollo del asunto. A finales del siglo XX comenzó una transformación que los distanció de la esfera socio-económica para entrar en el terreno en el que se mueven ahora mejor el populismo de derecha. La izquierda tradicional se desplazó al centro en términos económicos –la tercera vía de Blair y Clinton—y focalizó sus intereses en asuntos sociales y culturales y menos en la clase social. Lo que sostiene Berman es que “las acciones llevadas a cabo por políticos y partidos –especialmente por la derecha, pero también por la izquierda—contribuyeron a crear unas condiciones que dificultaron la creación de una campaña continuada para combatir la desigualdad”.
La resultante en un proceso económico que ha comportado un aumento de la riqueza se puede calificar de paradoja. Los países ricos se han enriquecido, pero sus gobiernos se han empobrecido. Es lo que apunta Peter Diamond, en ese debate generado por Blanchard y Rodrik: “Los países ricos se han enriquecido –duplicando la proporción riqueza-ingresos--, pero sus Gobiernos se han empobrecido, con ratios próximas a cero y, de hecho, negativa en el caso de Estados Unidos. Tanto desde un punto de vista político como financiero, una riqueza pública baja o negativa tiende a limitar las inversiones públicas que pueden contribuir al crecimiento y a reducir las desigualdades”. La lección es que los gobiernos disponen de menos recursos, en una especie de triunfo de la economía de la oferta que se puso en marcha en los años ochenta.
La desigualdad frena el crecimiento económico
Y lo que viene puede agravar esa situacion. Diamond añade que el cambio climático puede ser nefasto, porque agravará “aún más” las desigualdades existentes entre países, pero también dentro de los países. Los grupos con ingresos bajos y poca riqueza tienden a estar especialmente expuestos a los problemas medioambientales y son más sensibles a los fenómenos como huracanes, inundaciones u olas de calor que el resto de la población.
El consenso entre las mentes más privilegiadas en el campo económico se ha alcanzado: la desigualdad es un problema, y grave. Para las propias poblaciones y para los sistemas políticos democráticos. Y no se trata de ganar igualdad en perjuicio de la eficiencia. Al revés. “No hubo demasiada controversia acerca de la existencia de un equilibrio entre igualdad de ingresos y eficiencia (es decir, entre igualdad de ingresos y rendimiento económico)”, señalan Blanchard y Rodrik. Y añaden: “En todo caso, en muchas de las presentaciones –del congreso—se asumía ímplicitamente que la desigualdad está frenando el crecimiento económico al reducir las oportunidades económicas para las clases medias y bajas y fomentando (o reflejando) rentas monopolísticas para los muy ricos”.
El cambio ha llegado. ¿Qué quiere decir? La academia no rechaza la economía de mercado. Para nada. De hecho, la defiende frente a los monopolios. Dar rienda suelta a los mercados, sin embargo, o recortar los programas sociales, son “causas de la desigualdad”. Los dos economistas comparan la nueva situación frente a una década atrás, justo antes de la crisis económica de 2008. “Si nuestro congreso se hubiera celebrado, por ejemplo, una década antes, los participantes probablemente habrían señalado las intervenciones del Gobierno, los escasos incentivos económicos para trabajar y la rigidez de los mercados laborales como las causas del languidecer de los salarios en el estrato inferior de la distribución de la renta”.
Adiós a los sistemas democráticos
Ahora bien, ¿expandir los programas sociales es posible? ¿Se puede pagar? También aquí hubo un consenso sobre la necesidad de lograr más ingresos a través de impuestos. Pero selectivos. El debate giró sobre si la progresividad en el impuesto debía llegar vía ingreso o vía gasto. A través de IVA, o “corregir la desigualdad por arriba, recurriendo al impuesto sobre el Patrimonio y a un impuesto sobre la renta más progresivo”, pensando siempre en Estados Unidos. Una de las conclusiones fue que se trataba de combinar todos esos diferentes elementos para lograr más ingresos.
Lo que Blanchard y Rodrik constatan es algo revolucionario si se atiende a la ortodoxia de los últimos cuarenta años: “El congreso evidenció un consenso generalizado acerca de la necesidad de hacer algo para combatir la desigualdad y también en torno a la idea de que eliminar toda intervención del Gobierno o limitarse a estimular el crecimiento económico no funcionará. Al contrario, necesitamos que el Gobierno desempeñe un papel directo más contundente para eliminar las brechas existentes en el nivel de vida. Desde luego, el discurso de los economistas ha cambiado”.
Hay diferencias, claro, respecto a las políticas concretas que se deberían adoptar. ¿Preventivas? ¿pre-distributivas? Aquí juega un papel principal la inversión en educación, en tecnología y en innovación. También sobre a qué colectivos se debe dirigir una mayor atención. El libro es un compedio de todas esas soluciones y es un gozo estudiar los detalles. Pero hay consenso es que la desigualdad se ha hecho demasiado profunda, y en que puede ser el momento para que los populistas accedan al poder en muchos países. Y una vez alcanzado, como en el caso de Putin en Rusia –aunque hay muchos otros factores en juego—no lo abandonan fácilmente ni por su propio pie. Adiós a los sistemas democráticos entonces, si es que se considera que todavía tienen algún valor.