La gran estafa del 15M
Todas las espirales de la política española conducen, antes o después, al mismo sitio: el vasto territorio del desengaño. A un estado de ánimo que en su día, cuando el socialismo alcanzó el poder a comienzos de los años 80, se bautizó con el hermoso nombre de desencanto. El significado es similar, pero el sentido es divergente. La analogía, sin duda, tiene base histórica --todo lo que nos sucede a nosotros ya le pasó antes a otros-- pero es imperfecta: la melancolía provocada por la realpolitik del felipismo, que ejerció una suerte de teología cuya ortodoxia sirvió para sustentar la cúspide del sistema del 78 --con el turnismo propio del bipartidismo, avalado por una monarquía intocable y un relativismo panteísta-- no equivale al estado de postración anímica del presente. No sólo por la pandemia y sus efectos mortales y económicos, sin comparación en la historia reciente, sino porque, a diferencia de entonces, ya no existe ninguna pauta moral a la que traicionar. Saltó por los aires.
Los protagonistas de la pieza teatral tampoco son los mismos. La generación política salida de la Santa Transición, que venía del tardofranquismo, antes de tocar el poder poseía una mezcla --muy de época.. entre la bisoñez y el extremismo de salón. Aquellos políticos venían de un mundo desaparecido donde reunirte libremente para hablar podía llevarte ante el Tribunal de Orden Público. Tenían lecturas, experiencias vitales, dotes para la intriga, aspiraciones y, por supuesto, ambiciones, pero su conducta no respondía al tacticismo actual. Casi todos traicionaron sus ideales de juventud --su evolución la ha descrito el poeta Javier Salvago, hijo silvestre de aquella generación, en sus excelentes memorias, publicadas por Renacimiento--, pero, al hacerlo, pensaban (o fingían) que estaban madurando, aunque tal justificación ocultase también una cierta sensación de impunidad, propia de quienes (ahora con más de 65 años cumplidos) todavía piensan que les acompaña el viento de la historia.
La gran diferencia con sus herederos sentimentales, los movimientos sociales que tomaron las plazas de las ciudades españolas hace diez años en protesta por una precariedad definitivamente instalada en el presente, es capital. La traición a los ideales, en este caso, no es fruto de un autodesengaño, sino la evidencia de que los espejismos de liberación no sobreviven ni siquiera bajo planteamientos reformistas, salvo para quienes se suben encima de la ola social de indignación para medrar, abandonando a la menor ocasión a todos aquellos que --con su voto-- les llevaron en volandas hacia los cielos.
En este sentido, el décimo aniversario del 15M es una gran estafa. Mayor todavía que la Transición, tan cuestionada por quienes en menos tiempo y con muchísima menos resistencia han pasado de las pancartas y los megáfonos al paraíso de la propiedad inmobiliaria, la vida fácil de un sueldo público --que termina siendo privado-- y las falsas guerras culturales, agitando una industria del enfrentamiento y las banderías que es la ruina de cualquier sociedad. Para los líderes oficiales de aquel movimiento en favor de una democracia cierta y mejor el trampantojo persiste. De hecho es su único negocio. Nadie ha visto a Felipe González, la figura que mejor representó aquel tránsito desde las asambleas marxistas a los consejos de administración del Ibex, fingir que sigue luchando por los pobres de la Tierra. Todo lo contrario: se le censura, en general desde la izquierda, por haberse convertido en la némesis de Isidoro, su nombre durante la clandestinidad.
Pablo Iglesias, símbolo de la institucionalización del 15M, entonces un locutor de Tele Vallekas que hacía entrevistas amables a los acampados en la Puerta del Sol, en cambio, acaba de salir del Gobierno de coalición --al que llegó sin épica, por la gatera-- en una especie de remake guevarista con el que intenta --sin excesivo riesgo y, por tanto, sin épica-- emular al guerrillero argentino cuando renunció a sus cargos ministeriales en la Cuba de la revolución castrista para marcharse (en busca de la muerte) a Bolivia, previo paso por Angola. Que el jefe de Podemos haya planteado su candidatura a las elecciones de Madrid como una batalla “contra el fascismo”, calificando de “delincuentes” a sus adversarios políticos, muestra con bastante exactitud lo mal que envejecen los mitos de los años sesenta y el trasfondo falaz de aquel 15M nacido para dar prioridad a una agenda social dejada de inmediato en el camino en favor del caudillaje populista.
Ninguna de las cosas que entonces se perseguían se han conseguido. Y la responsabilidad es de quienes fueron depositarios de un cambio que no es tal y que sólo les ha beneficiado a ellos. Nivil novum sub sole. La Revolución Francesa, epítome de todas las revueltas sociales, comenzó con los Derechos del Hombre, prosiguió con la guillotina y, al cabo, condujo a Francia al imperium napoleónico, creando así un bucle paradójico en el que desde un absolutismo (monárquico) se pasó a otro (militar) con un coste en vidas extraordinario.
España tiene, una década después, los mismos problemas que entonces y algunos más. Y, al contrario de lo que sucedía a finales de los años setenta, ni siquiera nos queda ya la remota posibilidad --tan enternecedora-- del desengaño. No tenemos nada de lo que decepcionarnos. Los nuevos partidos que hace un decenio irrumpieron en las instituciones para cambiar la política española, encerrada en su propio laberinto, son un pálido reflejo de lo que encarnaron. Cs, una iniciativa fundada por intelectuales para impedir la dependencia política de los nacionalismos periféricos, navegó desde la izquierda ilustrada y el liberalismo educado para insertarse en un bloque reaccionario, naufragando sin remedio en las urnas.
Su líder, Albert Rivera, goza de una posición profesional impensable antes de la aventura naranja. Otro tanto podríamos decir de Podemos, que, igual que el falangismo temprano, ha pasado de ser un movimiento a convertirse en el negocio unipersonal de un iluminado, cuyo patrimonio personal se ha incrementado exponencialmente a medida que se diluía su discurso moral y el trabajo político --la gestión es lo único que cambia las cosas desde el poder institucional-- era sustituido por ridículos golpes escénicos. Nunca dos fracasos políticos han sido tan rentables para sus protagonistas y tan decepcionantes para sus votantes.