Tiene razón el vicepresidente Iglesias Turrión, marqués de Galapagar, cuando cuestiona que en España exista una verdadera democracia. Un sistema de libertades, entre otros requisitos, como la separación de poderes y las elecciones abiertas, exige el estricto cumplimiento de la ley sancionada, que desde el punto de vista jurídico es la única expresión de la voluntad popular que existe. En España esto no sólo no ocurre, sino que desde las instituciones de todos se anima a incumplir las normas democráticas. Iglesias es un ejemplo perfecto: según su vara de medir, todo lo que no cuadre con su particular idea de la democracia –que es más bien difusa y caprichosa– queda automáticamente catalogado como una amenaza pública, mientras que aquello que le agrada, por ejemplo los escraches ajenos, adquiere la condición de acto ejemplar aunque contradiga el ordenamiento jurídico.
Es lo que sucede con el caso Hasél. Presentarlo como si lo que estuviera en discusión realmente fuera la libertad de expresión es un debate perfectamente bizantino. No hay caso. El rapero, después de hacerse la víctima encerrándose en la Universidad de Lleida, está en la cárcel por incumplir de forma reiterada diversas sentencias y enaltecer el terrorismo, que es un delito tipificado. La insumisión a las leyes, por supuesto, es una opción, pero practicarla exige pagar un precio que queda muy lejos de la victimización con la que se intenta simular una heroicidad que, en este caso, no se vislumbra por ningún sitio.
Ninguna democracia del mundo, incluso la más piadosa, que sin duda es la española, que permite que los ilustres reclusos condenados por sedición hagan campaña electoral sin ningún problema, puede tolerar que alguien quede al margen del imperio de la ley, sea un rapero o un ministro. Sin ley, sencillamente, no hay democracia, sino arbitrariedad e injusticia. Y el imperio de los matones.
Asombrosamente, eso es lo que está incentivando Podemos, que en sintonía con el independentismo catalán, pionero en esto de sustituir la ley de la democracia por la legalidad catalana, ese arcano, anima a la kale borroka que lleva varias noches incendiando las calles de Barcelona y de otras muchas ciudades del país. Lo que reclaman los vándalos es un imposible: la suspensión de la ley. Aunque su demanda no debería extrañar a nadie: el Gobierno PSOE-UP forjó su mayoría, entre otras razones, gracias a un pacto con los nacionalistas que orilla las exigencias democráticas e incluye el indulto de los reos del procés. ¿Cómo van a exigir a las hordas que respeten la ley (democrática) si ellos están dispuestos a saltársela amparándose en su conveniencia política?
El caso Hasél, salta a la vista, es pretexto para otra cosa: el uso de la violencia y la expansión del odio como instrumento político para desestabilizar las instituciones desde dentro. Hay quien, en un alarde de ingenuidad, entiende las protestas, donde participan esencialmente jóvenes, como la consecuencia de la falta de perspectivas personales. Es una curiosa forma de paternalismo. Los salvajes que incendian papeleras, apedrean a la policía y roban en comercios, con el elocuente respaldo de grupos políticos como la CUP, cuyas juventudes practican sistemáticamente el amedrentamiento contra los periodistas, no defienden la libre expresión de ideas, ni tampoco la democracia. Buscan la imposición de sus caprichos.
Va siendo hora de asumirlo: una parte de las generaciones que nos suceden –ya están, de hecho, haciéndolo– no son nada democráticas, sino sectarias y alarmantemente doctrinales. Viven en un mundo adolescente y egocéntrico donde la frustración personal se considera una agresión colectiva, en lugar de un hecho natural de la vida. Han sido educados en libertad, pero exigen (a la fuerza) un libertinaje que es incompatible con la convivencia. Se creen el centro de mundo y se indignan cuando el universo –como ha hecho con todas las generaciones anteriores desde el principio de la historia– los ignora.
La política española, que se ha convertido en el patio de un colegio donde los fanfarrones pretenden imponer sus caprichos a los demás con gritos y amenazas, no contribuye a impedirlo desde el momento en el que el Gobierno, uno de los poderes del Estado, llama “luchadores antifascistas” a unos niñatos con capucha que no conocen más democracia que la de las guerrillas. Que es ninguna.